Hay momentos en la vida en que todo parece detenerse.

Hay momentos en que el tiempo se congela y el mundo cambia de pronto.

Ya saben a lo que me refiero: cuando el aire huele distinto y los colores son más brillantes; cuando la vida es dulce y los pajaritos cantan.

Esos momentos desgraciadamente no abundan en la vida cotidiana, pero, cuando ocurren, es casi mágico.

Son esos momentos que quieres aferrar con todas tus fuerzas; los agarras con uñas y dientes mientras ellos -sutilmente- se escapan como el agua por entre tus dedos.

Luego sólo queda el recuerdo lejano de ese momento, como si hubiera pasado hace mil años; pero, extrañamente, ese recuerdo se queda para siempre en la memoria, es imposible sacudírselo, por más veces que lo intentemos. La verdad es que nos hace pasar malos ratos.

Uno se mantiene encerrado en la tibia comodidad de la rutina cuando, de forma imperceptible, el recuerdo se infiltra en la memoria: por un segundo lo revivimos, estamos ahí; podemos verlo, oírlo, olerlo, sentirlo.

Pero hay un truco.

Siempre hay un truco.

Estiramos la mano para intentar alcanzarlo, rozarlo apenas con la punta de los dedos, muy delicadamente, para no romper el encantamiento.

Mas el encantamiento irremediablemente se rompe, y ese recuerdo que creíamos nuestro amigo nos deja repentinamente solos, en la oscuridad.

Es entonces -y sólo entonces- cuando ese dique que tanto tardamos en construir en nuestro interior se rompe con un estallido y las lágrimas fluyen libremente, tan libremente que parece que nos deshidrataremos antes de lograr parar el torrente.

Nos sorprendemos llorando por cosas que ni siquiera sabíamos que nos importaban. Nos damos cuenta de que la vida no era tan sencilla ni tan complicada como nos la planteábamos; sino que los sencillos o los complicados éramos nosotros.

Al final lo que tanto nos enojaba no era ese rasguño en la pintura del auto o ese pago atrasado de la hipoteca.

El problema no estaba en esas cotidianidades, sino en esos baches que todos tenemos en la vida: esos traumas de la infancia, esos sueños irrealizados, esos deseos imposibles, esos lugares a los que siempre quisimos ir, esos proyectos que contábamos con ver realizados en un futuro incierto, esas personas a las que no creíamos perder tan pronto.

Luego ese momento pasa, ese recuerdo tan especial vuelve a perderse en el mar de recuerdos de nuestra memoria, mezclándose con cosas tan triviales como la lista del súper o la contraseña del Wifi. Se enconde taimadamente, mientras reconstruimos el dique; esperando el momento oportuno para atacar nuevamente y derribar sorpresivamente nuestras defensas, causandonos otra inundación interna.

Esta historia es uno de esos momentos; que pasó de largo y me dejó abandonada en la oscuridad.