Maldita Noche
Cuenta la leyenda que el Sol y la Luna fueron mellizos alguna vez, unidos en lo alto hasta que los Cielos los separaron.
Ella caía en esa comparación a menudo y, todas las veces, la encontraba inadecuada. Sin embargo, quizá ahora comenzaba a hallarle algo de sentido.
Una niña insulsa y patética, torpe y poco coordinada y, para colmo de males, corriente. Ni siquiera podía decirse sobre ella que era interesante, exasperaba al más paciente con los aburridos devaneos de su mente insoportablemente inquieta. Su hermano y ella habían gravitado uno alrededor del otro durante toda la vida, y no podía negar que su resplandor no era más que un reflejo del que emanaba de él. Cuando murió nadie lo notó, fue como el apagarse de una estrella; y ella, la astrónoma obsesionada con su luz. Su muerte, ese frío atardecer de julio diecisiete años atrás, nubló los cielos para siempre; y su propio resplandor se fue apagando. Nunca hablaba, parecía no necesitar jamás cosa alguna; con la cabeza gacha se contaba interminables historias a sí misma que la obligasen a dormir.
Durante demasiado tiempo habían sido solamente ellos dos. Papá y mamá, habiéndose mudado cada quien a una vida diferente, habían perdido las ocasiones -y también las ganas- de mantener el contacto; la muerte los sorprendió en silencio.
Ellos se quedaron en la casa, siguieron viviendo con la misma desazón y las mismas rutinas. Pareciera que nada hubiera cambiado. Poco a poco él se fue perdiendo en sus angustiosos pensamientos, hasta que un día ya no volvió.
A pesar de ello, su presencia no abandonaba la casa. Sé que estás ahí, aunque no estés, y que estás oyendo esto.
Vivía sola hacía tanto tiempo que casi ni se dio cuenta. Su ausencia se le impuso tanto como solía hacerlo su presencia, tan natural y cotidiana como las sillas del comedor o las cortinas acariciadas por la brisa matinal. Lo encontraba en los rincones de la casa tanto o más que lo que lo había hecho en vida, la acompañaba en su rutina desganada con la cómica terquedad de un gato viejo y panzón. Su sombra se asomaba por sobre su hombro en el trajinar diario; si no era su voz la que la llamaba desde el otro lado del cuarto, ciertamente se le parecía. La tierra en las macetas del patio aparecía húmeda sin que ella recordara haberlas regado, los tenedores se movían invariablemente a la derecha del cajón cuando ella podría jurar haberlos guardado a la izquierda. Los sonidos e imágenes se confundían en su mente, hacía meses que no confiaba en su memoria; el mundo se le había vuelto un sitio extraño y hostil, los días se solapaban unos con otros en las sucesiones de una neblina gris y espesa. La espera se le había hecho eterna, una espera sin objeto ni explicación, estrangulada entre el olvido y la desesperanza. Vivo con un fantasma que no quiere vivir conmigo, que me acecha en contra de su voluntad, rogando que algún día lo deje ir, solía pensar.
Las ventanas de la casa se mantenían iluminadas en las noches, no era extraño que las cortinas estuvieran cerradas durante el día. Tibias madrugadas circulaban en la humedad gris de sus ojos de plata. Los relojes -si es que aún existían- se pararon un día, uno a uno, y no habían vuelto a marchar. Los espejos nunca habían existido allí. Fue tan gradual la decadencia, que nadie notó que la vida y la muerte se habían entrelazado en esa guarida de cuatro paredes, en esa cárcel donde el tiempo pareciera no existir. El pasado existe en la misma medida en que lo hace el presente. Comparte su candor, su frenesí. Las volutas de un humo que se dispersa antes de que lo atrape la mano, o siquiera la mirada. Lo que allí habitaba comía lo que encontraba, dormía cuando podía y vagabundeaba por suelos alfombrados y estrechas escaleras, sin descanso. Ningún ser humano había contemplado realmente su figura y su esencia más que breves instantes, borrados pronto de su memoria. El teléfono ya no sonaba y tampoco el despertador, producto de avería o desinterés. Las noches se aunaban a los días, y ni existía ya diferencia entre el sol y la luna.
Ella no contaba los días, hacía meses que no salía de su casa, y no se había dado cuenta que esos meses sumaban más de diez años. Cataratas de desaliento precoz inundaban las horas en las que él no hacía nada más que no estar allí. Rebotaba en sus huesos la ansiedad por el amor perdido y se dolía insatisfecha en la ausencia de aquel que nunca se ha ido.
Me vuelvo loca cada vez que cierro los ojos.
Un día —o una noche, lo mismo da— la despertó un sonido peculiar: natural y hermoso. La voz de él había estado acompañando sus horas, al punto de ahogar todo lo demás; pero el día de hoy le ha regalado el repicar de la lluvia en los suelos embaldosados del patio, y ella la recibió como si no hubiera visto llover jamás. Salió al patio descalza, harapienta, desesperada; al abrir la puerta, el olor a lluvia la abrazó con su frío y su electricidad. Esta no podía ser la primera lluvia en meses, pero la intensidad de sus gotas, su caída burbujeante, la despreocupación con la que destruía las hojas más tiernas y dejaba a las babosas empapadas, la arrojó hacia adelante, debajo de la cortina tempestuosa: "esto no es lluvia", murmuró; sin embargo, no supo explicarse lo que era. Sus miembros embotados despertaron al contacto de la tormenta, sus sentidos se abrieron a la perpetuidad de un momento y su mente se aclaró luego de tanto rumiar en la oscuridad, de gritar en silencio. Gritaba su alma marchita, y sus ojos lloraban una calma desesperante. Vergüenza de nacer y estar viva, mientras él se pudría sumiso, con miembros rígidos y ojos inmóviles, en las ásperas tinieblas fatigosas de la extrañeza y la muerte.
De pronto se sintió despierta, la puerta había dejado de ser su fiel guardiana para convertirse en su carcelera. Quiso salir a la calle, por primera vez en diez años. Abrigo, botas; la puerta chirrió de sorpresa al sentir la presión de la llave en su cerradura, sus pies tocaron la rígida realidad de las calles rezumantes de agua sucia y desperdicios, y caminó, dejando la puerta abierta, casi como una invitación o una trampa. Las callejas vacías daban testimonio del apresuramiento general del ciudadano corriente, de la repugnancia por cualquier posibilidad de incomodidad o displacer: todos habían huido a guarecerse de la lluvia ante la aparición de las nubes grises que oscurecieron el cielo de mediodía, ¿por qué?, pensó ella, si todavía tenían tiempo hasta la primera gota.
La tormenta alcanzaba ahora su punto culmine, violencia en cada una de sus gotas, crueldad en cada ráfaga; los truenos ensordecían sus oídos tan poco acostumbrados a todo sonido que no estuviera dentro de su cabeza y los rayos iluminaron las alturas por segundos, haciendo que la oscuridad sea más abrumadora. Pareciera que el universo entero se balanceaba al borde de la destrucción, que el cielo mismo se fuera a caer y le esté ofreciendo a ella la última oportunidad de huir, de refugiarse.
Pero ella no tenía de qué huir y sabía que su refugio no era tan sencillo de encontrar. Las capas de algodón y telarañas que la cubrían se resquebrajaron, descubrió que el mundo estaba vivo, que sentía, se movía y respiraba: le llegaban los sonidos de los pájaros, de los truenos, de las gotas contra las hojas y troncos, la sirena de una ambulancia dejó su llanto estridente en sus oídos por unos segundos para luego desaparecer. Los colores eran vibrantes, incluso entre la niebla, y el olor de la lluvia y la basura humedecida la recibió como si la hubiera estado esperando, y le recriminara su tardanza. Por primera vez en mucho tiempo se sintió real; caminaba sin un sitio al que ir, pero sabía que él caminaba a su lado, y la acompañaba con su característica paciencia.
Avanzó con pasos cortos y decididos, sin vacilar ni cambiar nunca de dirección. Los pies, antes entumecidos, le dolían ahora con insistencia; y ella recibió sin pesar ese dolor que le recordó que estaba viva, luego de tanto tiempo en compañía de la Nada. Pronto llegó al límite, descubrió que no había nada más allá, y se paró sólo para contemplar el borde del agujero. La Nada se alzó una vez más y la miró fijamente a la cara. La esperaba con la lengua entre los dientes, lista para clavar sus colmillos feroces en los tenues pliegues de su espíritu; torpe y perezosa como las últimas luces de un ocaso de invierno. Torpe de hastío gritaba el dolor de su alma desnuda. No podía calcular la distancia recorrida y la certeza de que Todo acababa allí la hizo estremecer de repugnancia. Su garganta se comprimió en angustia, y sintió la calidez de una lágrima que se escurría a lo largo de una mejilla por segunda vez en un día eterno.
El cielo había cobrado los tonos sucios de una noche fría y tormentosa; y ella se sintió inundada por la exasperación nacida de la duda. Las cortinas transparentes caían con regularidad alarmante y creaban un espejo de cristal que impedía distinguir donde comenzaba el tapiz índigo salpicado de estrellas y donde se convertía en bruma, tinieblas y melancolía. Pálida medianoche anunciaba su regreso en una melodía de espantos; y, ante el muro de la congoja, trinaban los suspiros de la eternidad y la desesperanza.
—No sé qué habrá al otro lado, pero tiene que haber algo, ¿verdad?
¿Verdad?
Suenan las campanadas, y todo lo que pienso es caos y maravilla. Surge de mi interior como una cascada que se precipitara al abismo. Un indefinible horror se alza con violencia y se interpone entre mi cielo y mi horizonte. ¿Cómo podría yo luchar contra la sombra?
¿Para esto es la vida? Para esta aridez que sofoca; para las manías, los dolores, las ansias. ¿Es que no se puede engañar a la muerte o, aunque más no sea, distraerla?
¿Cómo saberlo?
—Limpia las telarañas de mi mente saturada de desengaños y mentiras —rogó a lo alto—, permíteme ver la inmensidad y conocer el abismo, aunque esa visión me suponga la muerte.
Una puerta se abrió y el dolor le atenazó las entrañas. La mansión era enorme, con hermosos pasillos de mármol y lustrosas escaleras infinitas sin pasamanos, candeleros de cristal y manteles de encaje. Telarañas, frío y decadencia. El polvo lo cubría todo. Los tiempos muertos vivían allí. Las sombras habitaban los rincones. Pasos de niña correteaban en sus espacios vacíos de tiempo; los vivos que nos olvidaron y los muertos que siempre recordaremos. Atroces caras se alzaban en la niebla, seres sin forma y sin pasado que anunciaban expectantes que Dios había muerto atragantado por la amargura de sus propias carcajadas. La acorralaron, la sujetaron con fuerza por los brazos, marcas blancas de dedos etéreos aparecían en su piel y las uñas desgarraban su carne. Los alaridos rebotaban en sus oídos, unidos a los suyos propios como un coro de lamentos demasiado estridente para ser escuchado. Se sintió abrumada con la intensidad del dolor respirado en cada viga y en cada columna. Su voz se perdió entre las otras, se lamentó de su desdicha pasada y suplicó por un futuro que no sabía si deseaba realmente. Los sobornos no rigen en el reino de los infinitos; hace falta la caída de un solo grano de arena para que el reloj rebalse y el castillo se desmorone. Su alma anegada de palabras pidió un respiro para tragar la pena que le abundaba. La respuesta siempre es no; porque el penar lleva tiempo, y de eso no tenemos. Nadie respondió a su pedido de ayuda, negado como todo lo demás. Y entonces distinguió su sombra entre la multitud, y corrió detrás de él llevada por los rugidos de su propia impaciencia. Persiguió su sombra en sueños, acechada por la dolorosa certeza de su partida. Él huyó por un laberinto de luces, risas y susurros, atravesó habitaciones asimétricas, que hacían más oprimente el encierro. Finalmente, se detuvo y volteó para enfrentarse a ella, agotada y sin aliento. Sus ojos bajos lo dijeron todo; en la penumbra voluptuosa la verdad fue revelada con la crueldad de una bofetada mal propinada. ¿Es que hay algo más transparente que el alma humana?
—Siempre supe que no haría nada que pudiera herirte —dijo—, pero también que mi mera existencia no era suficiente para garantizar tu felicidad.
Perdón por no poder dejarte ir.
Sus manos trémulas de ansiedad se aferraban a lo poco que quedaba de espacio, asían erráticas el aire tirante de brumas y desengaños.
Él le respondió con un encogimiento de hombros, la realidad la alcanzaba más a ella que a él. Él existía en los recovecos del recuerdo, en esa mansión habitada por las sombras, alma agotada de refranes absurdos y frases sin terminar, donde el pasado consumía el presente y destruía cualquier posibilidad de futuro. Ella no. Ella todavía estaba viva, y era eso lo que tenía que perdonarse. Él la observó obstinado, tembloroso ante la condescendiente misericordia del olvido.
Cómo podía resistirse a la dulzura de sus ojos, y cortar el hilo que los unía. Se acercó, y lo abrazó con fuerza, lo envolvió en sus brazos anhelando concebir en su mente abotargada la posibilidad de abrazar el fragmento de un sueño.
—Vive mientras te dure la vida —susurró él en su oído.
Ella recordó que él siempre había sido el sabio, el de la última palabra. Sopló en el cristal empañado de la sabiduría que llega con los años, inevitable como el tiempo mismo. Y supo entonces que ése no era él, que esa sombra no existía más allá que como espejo de su dolor y desamparo.
Un racimo de suspiros se anudó a su cuello con la sacralidad de un rosario. Aceptó el sufrimiento y, con él, la vida. La tortura de la vida se acercaba inminente, ya no existían las horas a la luz de esta vela sin sombra. Vivirán en la eternidad nuestras sonrisas flojas, ya nunca se apagarán nuestros sueños. Algún día nos veremos tras el velo, cara a cara y, si logramos encontrarnos, será hermoso.
Él se desvaneció taciturno, dejándola sola en la oscuridad. La mansión, inquieta, se sumió de pronto en un silencio cosquilleante, y ella salió por la puerta principal, hacia los mosaicos alquitranados de una noche sin nubes. Las estrellas desvariantes bailaban el último vals de la noche, ignorando a la desdeñosa luna.
Alzó el rostro hacia lo alto, y respiró el aire fresco de la madrugada, limpio después de tantas tormentas. Sal a la calle y observa el cielo; dime si no te desmoronas en lágrimas de pura dulzura al poseer el abismo de notas de suave terciopelo, la serenidad apabullante de los horizontes tachonados de estrellas. La luna sentada en su trono tintado figuraba la dama triste de sus hermosas pesadillas. Grises eran las horas que la separaban del despertar, tontas como las moscas que en su huida no distinguen el aire del cristal.
Comenzó a caminar para volver a casa; esta vez no notó el enorme agujero junto a sus pies, quizás porque las sombras la acompañaban y le susurraban palabras de aliento en su monótono farfullar. Le sonrió al astro luminoso que había guiado sus pasos durante su vida entera. Los desquiciados amantes de la luna jamás descubrirán sus secretos, sin importar el tiempo que la miren embelesados. Es innombrable lo que ha visto, eterno lo que calla.
—Guarda tus secretos esta noche, dama de mi corazón —dijo en voz alta—. Nos volveremos a encontrar en un paisaje más propicio y me susurrarás al oído las fechorías de las que has sido testigo.
Se cruzó con personas que la dejaron pasar sin siquiera mirarla, los que antes llevaban vestidos ligeros y pantalones cortos, hoy lucían sus más espesos abrigos y bufandas. Las tiendas habían encendido sus carteles luminosos, y anunciaban las ofertas con entusiasmo jovial. Miró los productos dispuestos en vidrieras y anaqueles: satisfacciones fáciles de una vida ligera, tildada de codicias y banalidad. Los transeúntes no paraban un segundo, caminando a su lado apresurados, con caras de haber desperdiciado todo el día. Melancolía de la especie, una humanidad desgarrada por la desazón y el aburrimiento. Nada había cambiado en su ausencia, y eso la consoló entre tanto caos. Tantos años de caminar los caminos diseñados por otros, de sufrir en silencio, de desoír los murmullos, sonreír cuando es necesario y llorar cuando se nos pide: eso, todo eso, sólo para ganar el tonto derecho de estar vivos.
—Nosotros hacemos esto -dijo, a nadie en particular—. Buscamos la felicidad donde no podremos encontrarla, justamente porque sabemos que no está allí.
Quiso regodearse en la comprensión de este hecho; sentirse superior a los que sufrían sin saberlo, enrostrarles su sufrimiento recién descubierto en las caras. Pero supo que tampoco eso valía la pena, que el sufrimiento perverso que nos atormenta no es más efímero ni menos duro al ser contemplado en otra persona; sino al contrario, el ser testigo del dolor ajeno sólo sirve para acrecentar la propia desdicha. Una ráfaga le levantó las ropas, y tiritó exageradamente. El frío que antes había estado sólo en su interior pronto comenzó a escocerle en la piel y el hambre la golpeó de súbito, dejándola mareada. Todo el cuerpo le dolía, pero ella seguía caminando. Era un desastre, en el mejor de los sentidos. Las estrellas la acompañaron toda la noche; guiaron sus pasos, cuidaron su delirio. El violeta chocante de un ramillete de miosotis se asomó por entre las grietas del pavimento, e hirió su espíritu con la dulce nostalgia de lo que ha durado demasiado. Se giró para verlo; el brillo de sus ojos se destacó entre la procesión que la acompañaba en silencio en su salida del valle de las sombras. El sufrimiento abre la posibilidad del odio, el rencor, el perdón, la piedad, la venganza. Es uno con la Humanidad: sufrir significa vivir, nada más. Nos hace acreedores a una Eternidad plagada con el peso de su ausencia. Nos abre las puertas del cielo, aunque no creamos en ellas, y aunque no queramos entrar.
Para cuando llegó a casa los cielos se proyectaban grises en el alba, con notas de rosas y naranjas, tibias y alucinantes, una bofetada de la nostalgia. Entró por la puerta sin siquiera tocarla, y se tambaleó hasta el patio que una vez le había regalado la lluvia. Lo vio distinto, y lo saludó como a un viejo amigo a quien se recuerda con cariño. Llegó como quien vuelve de un largo viaje y, habiendo visto el mundo, no tiene nada que decir al respecto.
—Mi niña fresca de rocío —susurraron las voces; mas ella ignoró la bienvenida, concentrada en rebuscar entre sus prendas el abrazo reconfortante de un abrigo limpio o de una bata seca. Únicamente cuando el agua caliente de la ducha la envolvió, se tomó un momento para hacerles saber que estaba de vuelta. Había caminado más de lo que sus piernas podían sostenerla hasta que la realidad desapareció bajo sus pies; el velo se rasgó y se internó en las sombras para vislumbrar aquello que no cesa de ocultarse a la vista, gritando una verdad que no debe ser oída. Y luego había regresado, enajenada con el conocimiento del sufrimiento y la certeza del pronto olvido. Se nace, y se vive, y se sufre y se muere. El Sol seguirá brillando por varios millones de millones de años, luego de nuestra extinción. La muerte siempre formará parte de la vida. Todos los días morimos un poco; todos los días duelamos algo. El Universo es entropía; y es la plena consciencia de esa insignificancia la que nos vuelve locos, y nos vuelve humanos. Entenderlo es ser libre. Maldita libertad, maldita locura.
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