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Capítulo 01


Siempre viví en Hartford, aunque no en los sitios correctos.

Se me vienen a la mente todas esas veces en las que el frío lastimó mi piel, la temperatura calaba y se me metía hasta los huesos, me acurrucaba en la esquina de una calleja y le pedía al cielo que mis dedos dejaran de doler, el aire gélido me hacía temblar, me robaba el sueño; había otras veces en las que el calor era tal que tenía tomar agua a escondidas, esperando que los dueños de esa casa no me descubrieran abriendo la llave del jardín del frente, cuando llevaba dinero en los bolsillos siempre dejaba una moneda.

Era sólo una niña en un lugar enorme, mi cuerpo era tan pequeño si lo comparaba con los edificios y la mayoría de las personas que me ignoraban si extendía la mano, no a todos les interesaba ayudar a una chiquilla mugrienta, había otros que me dejaban cargar bolsas de supermercado y me pagaban por ello, esos me preguntaban si mis padres me obligaban a llevar dinero a casa, pero yo no sabía qué era tener padres.

No entendía qué sucedía, no sabía por qué las calles se veían como monstruos, no recordaba qué hacía vagando ni quién era. ¿Cuál era mi nombre? ¿Por qué estaba sola? ¿Dónde vivía? Eran preguntas que nunca pude responder.

Lo que antes me aterraba se terminó convirtiendo en mi hogar, ¿qué otra cosa podía ser si era lo único que conocía? Las avenidas ya no me asustaban, tenía escondites, sabía a qué hora era seguro un sitio y a qué hora era mejor no aparecer.

Para mí las cosas eran blancas o negras, jamás tonos intermedios y, mucho menos, multicolores. La vida me enseñó a sobrevivir, no podía distraerme. Cuando estás solo en un mundo injusto no hay mucho por hacer, no hay esperanzas, no hay sueños, no hay nada porque ni siquiera sabes de su existencia. Lo único que quieres es comer, tomar agua y no pasar frío.

Las reglas de supervivencia en la calle son simples: no te metas con la gente equivocada, encuentra un lugar seguro y sobrevive como puedas. En realidad, no es tan malo una vez que te acostumbras.

El cementerio de la ciudad se convirtió en mi refugio, era tan callado e inhóspito que sabía que no corría peligro. Y todo era gris, estaba lleno de realidad, de muerte. El vigilante era un viejo amable que me tomó cariño porque me parecía a su nieta, dejó que me quedara ahí, de vez en cuando me llevaba botellas de agua o panecillos dulces. Como no sabía mi nombre me apodó «la pelirroja», era la primera vez que alguien se molestaba en llamarme de algún modo.

Mi mundo no tenía colores hasta que conocí a dos ángeles: Robert y Romina Callahan. Creí que habían bajado del cielo, que venían por mí.

No estaba demasiado alejada de la realidad.

La primera vez que los tuve en frente me dieron mucho miedo, me escondí detrás de un monumento y los observé desde ahí. Jamás había visto de cerca un cabello tan bonito como el de ella, tan rubio y brillante. Me dieron terror porque ellos me sonreían, nunca nadie me había sonreído así. Ellos eran como el aire fresco de una mañana en primavera, esa brisa que mueve las hebras de tu cabello y te hace respirar profundo. Y ¿quién mejor que yo para saber de estaciones?

Acto seguido, respiré y supe que los amaba, incluso si no sabía muy bien qué significaba amar a alguien.

Acostumbrarme fue sencillo, hacían cualquier cosa para que me sintiera bien. Me adoptaron, y yo me sentí la niña más afortunada sobre la Tierra, lo era porque ¿cuántas posibilidades hay de encontrar buenas personas que quieran darte algo sin recibir nada? Solo querían protegerme y darme cariño, por primera vez tenía una verdadera familia.

Con el tiempo comprendí que mi familia tenía fisuras, pero eso no la hacía menos perfecta, al contrario, me recordaba que nada era impecable, lo más hermoso y valioso es aquello que sabes que puede romperse.

No soy hija única, tengo medias hermanas por parte de mamá.

La primera vez que vi a Tessandra Winter pensé que era un ángel triste, fue duro para ella aceptarme después de todo el sufrimiento por el que pasó, nunca lo dijo en voz alta, yo notaba su reticencia, se escondía para respirar durante las cenas familiares como si fuera muy doloroso verme, sin embargo, con el tiempo se volvió más sencillo, hoy en día es una buena amiga. Me convirtió en tía de dos pequeñas gemelas sin que yo estuviera enterada, la recuerdo cepillando mi cabello cada vez que nos visitaba. Vive con su esposo y mis sobrinas en Nashville, la veo en ocasiones especiales como Navidad o nuestros cumpleaños, me deja jugar con Lottie y Theresa, esas pequeñas son mi adoración.

Mi otra hermana es algo así como una leyenda, es un fantasma. La he visto en más de un centenar de fotografías, vídeos y anécdotas. La conozco sin hacerlo, sé quién es, sé cómo era, sé qué le gustaba, cómo hablaba, sé todo. Cuando era una recién llegada, creí que debía competir y demostrarles a mis padres que podía ser mejor, pero con el tiempo aprendí que nadie le gana a Lilibeth. Murió de cáncer cuando apenas era una niña; se comportó como una guerrera, no dudo que lo fuera.

Mi psicóloga dice que le tengo celos porque quiero a mis padres solo para mí, debo aceptar que en gran parte tiene razón, no es fácil vivir bajo el recuerdo de alguien, todos siempre esperan que haga ciertas cosas que son lo opuesto a lo que me gustaría hacer; pero hay otra parte que no tiene nada que ver con eso, sé que mamá no lo hace para lastimarme y quizá no tenga idea de lo mucho que lastima que siempre me diga lo que Lili hubiera hecho, lo que Lili hubiera dicho, lo que Lili hubiera sentido. No debería herirme porque está muerta, pero lo hace.

Supongo que no todo puede ser perfecto, sea como sea estoy agradecida, por eso nunca me quejo, nunca lo haré. ¿Quién soy yo para quejarme si ellos me arroparon?

Mi padre es oncólogo, conoció a Romina en el hospital, era el doctor de mi hermana. Nunca me han contado demasiado del primer esposo de mi madre, solo sé que la hirió y murió cuando las Winter eran pequeñas, dejándola a la deriva con una familia que mantener, después todo se puso peor con la leucemia de Lilibeth.

Un día de enero dejó de respirar y un febrero mis papás contrajeron matrimonio en una rústica iglesia que llenaron con flores, tengo un álbum que lo corrobora.

Vivimos en una linda casa al norte de la ciudad, me gusta la fachada de madera y piedra, es más de lo que siempre soñé. Después de habitar en cementerios y estacionamientos abandonados, eso me parece un palacio.

Tuve que esforzarme el doble en mis estudios, tenía que regularizarme para alcanzar a los de mi generación, me costó porque no abrí un libro durante un buen tiempo. No soy una erudita ni nada por el estilo, pero lo logré y a mis diecinueve años presenté el examen de admisión.

La universidad estatal de Hartford no es la mejor de la región, pero es la que elegí. Mi madre quería que estudiara alguna carrera relacionada con el área de la salud, como mi padre o Tess; pero no es lo mío. Al final decidió apoyarme en esta loca idea mía de arreglar al mundo. Mi sueño es ayudar a la gente como yo, Asistencia Social me da esa oportunidad.

Cuando aparco en el estacionamiento de la institución, me miro en el espejo retrovisor y chequeo que el rojo de mis labios siga intacto. Acomodo mi cabello y desciendo de mi coche, sintiendo cómo unas cuantas miradas se detienen para contemplarme. Yo, Giselle Callahan, no soy la muchacha estrella entre toda la multitud, pero tengo lo mío y sé cómo usarlo a mi favor.

—¡Elle! —exclama una voz conocida desde alguna parte, podría reconocer ese acento a cientos de kilómetros. Ushio se detiene frente a mí luciendo agitada, acomoda sus gafas gruesas de color negro hasta que se apoyan en el lugar correcto, y sonríe con aprobación. Lleva uno de los conjuntos recatados que su madre la obliga a usar: suéter verde con cuello tortuga y manga larga, un pantalón de vestir gris que no combina para nada. Ella sabe lo que estoy pensando—. No soporto esta ropa, no puedo creer que mi madre me obligue a vestir esta porquería, ¿qué trajiste para mí hoy?

Le ofrezco mi bolso, ella se asoma en el interior, sus ojos relucen como una caricatura japonesa, haciendo honor a su cultura. Es tan delicada que me siento como un tiranosaurio cuando la tengo cerca. Todavía me sorprende que le quede mi ropa, aunque son las tallas más chicas de mi armario.

La señora Momo Sunohara, conocida como la madre de Ushio, es una asiática chapada a la antigua que no soporta que su hija muestre más de dos centímetros de piel. Cada vez que voy a su casa debo ponerme alguna cosa que cubra mi cuerpo y quitarme los zapatos para poder entrar. Por lo regular acabo con las rodillas dormidas y temblorosas por comer pollo frito arrodillada. Se queja todo el tiempo de que sus padres sean tan estrictos, yo habría estado feliz de todas formas.

Comprobamos que no haya moros en la costa, se introduce en mi coche y coloca los protectores de sol en las ventanas, mientras yo vigilo que nadie se acerque más de lo debido. Minutos después sale luciendo como alguien de su edad y no como una secretaria de los años noventa.

Juntas caminamos charlando hacia las puertas de la UEH, dos años como estudiantes nos han dado la ventaja de no perdernos entre el gentío y conocer los caminos de memoria. A veces la escuela parece más una granja con ganado que una universidad.

Avril se nos une tarde o temprano y empieza a parlotear sobre el próximo espectáculo que darán los estudiantes de artes escénicas, mi amiga luchó contra todos los estereotipos para llegar al lugar en el que está. El principal oponente fue su familia, quienes no soportan tener una hija con unos cuantos kilos de más. Los kilos que le sobran, a ellos les faltan en el cerebro; pero nunca se lo digo porque los adora y no me agrada tocar sus fibras nerviosas, ya que estalla como una bomba molotov.

Su cabello marrón está amarrado en dos colitas, lleva un saco magenta que tiene una flor con plumas de color verde fosforescente. De vez en cuando le gusta usar cosas extravagantes, a mí me encanta la confianza que tiene, aunque en ocasiones me pregunto si no está interpretando uno de sus papeles.

—Elle, ¿ya están planeando la fiesta? —pregunta Av al tiempo que abre una barra de chocolate y Ushio le sonríe de lado a un jugador de rugby, ya sin prestarnos atención. Es una costumbre mía juntar dinero cuando empieza un año nuevo, los niños necesitan ayuda. Niego con un sonido nasal—. ¿Ya hablaste con Krystal?

La vida social de Krystal es más grande que la ciudad, conoce a todo Hartford y tiene cientos de contactos, además es divertida y su coeficiente intelectual es más alto que el de nosotras tres juntas. Su casa siempre es el punto de reunión para las mejores fiestas, lo sé porque son el tema de conversación durante semanas. Hace dos fiestas al año, desde que le conté acerca de los niños estuvo dispuesta a ayudar, ahora cobra las entradas y dona el dinero a caridad, permite que me involucre en la organización de su fiesta de cumpleaños, mi pasatiempo favorito.

Amo las fiestas, quizá más de lo que debería, por un tiempo se convirtieron en mi escape, una forma de evadir los problemas. Destrocé el auto de mi padre por manejar en estado de ebriedad, contemplar las miradas decepcionadas de mi familia fue todo lo que necesité para imponerme reglas. No debo volver a los viejos hábitos, así que no asisto a una desde el año pasado. Yo ayudo a organizar, y luego Krystal me da el dinero para entregarlo al orfanato.

Al parecer Avril sigue con la loca idea de romper mi sentido de conservación.

—Fiestas a las que no voy, ya lo sabes.

—Aburrida —canta.

Abro la boca para responder, no obstante, la cierro pues llegamos a nuestro punto de separación, sé que, aunque le repita mil veces que no iré, mil veces más insistirá. Nos despedimos y cada quién se dirige a su destino.

Ubico a Rome en la jardinera de siempre, tiene un pie apoyado en el concreto y los brazos cruzados sobre su pecho. Me da un saludo con su palma cuando me encuentra y se acerca a trote lento, levantando algunas miradas en el camino. Es un jodido bombón.

—Hey, sexy —saluda con ese tono capaz de bajarte las bragas, yo ya soy inmune, o eso quiero creer.

Es una de las pocas personas con las que puedo ser yo misma. Disfruta de una amplia vida sexual sin compromisos, es común verlo ligando con chicas y chicos. De todos mis compañeros, él es el más genial, nuestro vínculo se dio gracias a que compartimos un pasado: los dos somos adoptados.

—¿Cómo estuvo tu fin de semana? —pregunto, distraída, acomodando mechones rebeldes que no quieren permanecer en su lugar.

—Fue buena la cacería —responde, escueto, dejándome claro que no desea hablar de sus conquistas por ahora—. ¿El tuyo?

—Normal, Bridgeton está haciendo una colecta, me estoy ocupando de ello. —Hago una nota mental, no debo olvidar ir a las facultades a solicitar el permiso para dejar los botes de la recaudación.

—Creo que eres una santa, no sé cómo lo soportas —susurra, por un momento su timbre flaquea. Él no es mucho de ir a los orfanatorios, supongo que le traen malos recuerdos.

Se recompone apenas ingresamos a la construcción de ladrillos, su aspecto melancólico es sustituido por uno alegre, su ceño fruncido se convierte en una sonrisa de lado que pone a babear a todas. Lo pierdo en alguna parte, el sociable Rome Anderson  no puede evitar ser acaparado por las multitudes.

No me detengo en mi casillero porque llevo lo necesario en el bolso, no me gusta llegar tarde a la clase de Mitología cualitativa ni a ninguna otra. Soy una loca de la puntualidad. Mi horario consiste en tres horas diarias de clase, un descanso de una hora, y otras cinco horas de clase antes de salir. Debemos de cumplir con dos horas de práctica a la semana, pero al ser voluntaria en Bridgeton, eso es pan comido para mí. La mayor parte de mi tiempo libre la paso ahí.



El final del horario escolar llega a eso de las cuatro de la tarde, me quedo un rato apoyada en el tronco de un árbol, esperando a mis amigas, pero ninguna aparece, por lo que llego a la conclusión de que no vendrán.

Dando pasos cortos me dirijo al estacionamiento para largarme de una buena vez, ya mucha gente se ha ido, solo quedan unos cuantos, conversando cerca de la reja formada por barrotes de metal de color negro, separa al aparcamiento de la escuela, y también la rodea. Hay una caseta donde debería de estar un vigilante, pero nunca he visto uno.

El lugar es enorme, y como soy una buena chica que siempre llega a tiempo a la universidad, me doy el lujo de escoger los mejores lugares que, según mi punto de vista, son los que se encuentran al final de las filas. Ahí nadie se acerca, nadie se recarga mientras fuman un cigarrillo durante los descansos, para luego apagarlo en el capó.

Saco las llaves de mi preciosa Mercedes, pero un ruido llama mi atención antes de desactivar la alarma. Detengo mi andar con la frente arrugada y barro los alrededores, buscando con la mirada. No demoro mucho en encontrar la fuente del sonido, pues no hay demasiada gente en este lado del estacionamiento, no hay nadie más que yo para ser exactos... Y ellos.

Hay dos chicos frente a mí a dos filas de distancia, mis párpados se abren con horror al reconocerlos.

No les he hablado nunca ni he estado cerca de ellos, pero los conozco porque es inevitable no hacerlo, los chismes son tantos que es imposible ignorarlos. La universidad entera rehúye cuando los ve pasar, como si estuvieran cubiertos por insecticida, como si temieran por sus vidas.

Uno está hincado haciéndole algo a ese auto, mientras que el otro se dedica a analizar el entorno, sorprendentemente no se ha percatado de mi presencia, no estaría aquí parada contemplándolos si fuera de otra manera. No hace falta que me acerque para averiguarlo, sé a la perfección qué están haciendo.

Mi interior me ruega que vaya y los enfrente o que, por lo menos, le hable a la policía, sin embargo, vi de cerca lo que son las pandillas, sé como castigan a los que tienen lenguas sueltas, yo no quiero ser parte de eso. Quiero irme.

Pese a que lo mejor sería esconderme y esperar a que se vayan, presiono el botón de mi llave eléctrica en medio de mi pánico, el pitido de la alarma al ser desactivada resuena y todo ocurre en cámara lenta durante ese segundo. Su cabeza gira con rapidez, sus ojos se clavan en los míos como un águila aferrándose a su presa.

Su compañero se pone de pie de un salto y se da la vuelta, ambos están listos para venir por mí. Con la misma velocidad me monto en el coche, mi corazón late tan rápido que creo que dejará de funcionar en cualquier momento. Sin saber muy bien cómo, enciendo el motor, meto reversa y salgo de ahí sin soltar el acelerador, los neumáticos chirrían, creando eco dentro de mi cabeza.

Miro por el espejo retrovisor, no me sigue, pero está parado en el centro del carril contemplando mi huida, advirtiéndome que no voy a escapar sin importar qué tan rápido me aleje.

Por algo le dicen «maldición Willburn».


* * *

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Hola, espero que estén bien, muchas gracias por acompañarme en esta historia. Aquí tienen a Giselle Callahan, una de las protagonistas que más amo y más me cuestan, por si no se han dado cuenta, Elle es la niña que adoptan los padres de Tess  en Begonia, de una vez les digo que no es necesario leer nada para poder leer esta, es independiente.

Pues nada, ¿quién quiere estar maldito? *-*/




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