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Prólogo

Sujetó fuerte la mano de su padre mientras caminaban a la entrada de la nueva escuela. Su bolso le quedaba lo suficientemente grande como para ajustarlo cada tres pasos, miraba de reojo a su padre quien mantenía su expresión neutral. Pero ella sí estaba asustada, aunque intentaba no demostrarlo.

Recordó como sus antiguos compañeros de clases eran crueles con ella, pateaban sus cosas, le halaban el cabello y le gritaban palabras por las que jamás se había permitido llorar. Por lo menos no en público. Levantó su pequeño y blanquecido rostro a la estructura de lo que sería su nuevo comienzo, se detuvieron antes de entrar.

Su padre, con un suspiro se puso de cuclillas para alcanzarla. Se detuvo en los ojos azabaches de su hija, tan parecida a él con el cabello negro recogido en una cola alta algo desordenada. Su pequeña hija aún no soltaba su mano, apretaba su bolso pero su rostro le trasmitía un poco de la paz que no había podido conseguir en el camino.

—¿Estás bien?—le preguntó a la niña.

—Un poco nerviosa.

—Si algo pasa...

—Estaré bien—asintió.

Saltó rodeando el cuello de su padre. Le estorbaba lo suficiente su mochila y lonchera como para ser incómodo pero no la apartó, rogó al cielo en su cabeza cuando pensó en lo que había sufrido su pequeña hija en su antigua escuela, pensaba en cómo había llegado con moretones a casa y en vez de recibir consuelo, recibía gritos.

—Adiós, papá.

Pasó a su nuevo salón de clases. Su diminuta y pálida mano se despidió de la mirada preocupada de su padre. Caminó dando dos pasos hacia atrás. Rezando por última vez a todo lo que conocía por su protección.

Se sentó cerca de la ventana donde la luz del sol alcanzaba todo, mirando al patio. Algunos niños todavía jugaban, divirtiéndose y riendo. Las paredes cubiertas de dibujos coloridos, origami colgado de estambre cayendo del techo y un olor a útiles nuevos y plastilina hacia que se sentiría un poco más nerviosa. Jugó con sus dedos debajo de la mesa y balanceó sus pies intentando alcanzar el suelo.

—Hola.

Un chico se sentó junto a ella, lo miró extrañada y volvió su atención a la puerta donde se retiraba con una sonrisa una mujer con cabello marrón.

—¿No hablas?—se río el chico, pero ella no sonrió. Bajó su vista a la madera de la mesa—. ¿Quieres ver algo genial?

Se atrevió a regresarle su atención. Algunas pecas salpicaban su piel y sus ojos verdes curiosos la observaban, asintió después de unos segundos. Con emoción el chico sacó de su bolso una figura de acción de Batman e insistió en que la tomara, ella aceptó el juguete fijando su rostro cauteloso en sus ojos verdosos.

—Me llamo Jay—dijo.

—Yo me llamo Meg.

—¿Megan?

—No. Meg.

—No hablas mucho, ¿verdad?—Meg asomó una sonrisa regresándole el superhéroe al chico.

—Me gusta tu muñeco—Jay enrojeció y antes de que pudiera responderle, llegaron sus amigos saludándolo con alegría.

El resto del día fue lo que esperaba y anhelaba, tranquilo y pacífico. No estaba muy emocionada por hacer amigos lo que quería era que la dejaran en paz. La maestra la hizo pasar al frente para presentarse y ya estaba preparada para eso, había ensayado las palabras que diría para asegurarse de no equivocarse. El chico que conoció en la mañana no le volvió a dirigir la palabra hasta el almuerzo donde no dejaba de hablar y ella sólo escuchaba concentrada en su comida.

Su primera semana transcurrió de la misma forma, no habló con casi ninguno de sus compañeros y era Jay quién se le acercaba a la hora de la comida para intentar platicar con ella. Incluso compartió algunas galletas con él, le sacó un par de risas, no tenía muchas de esas pero su nuevo amigo se encargaba de hacerla sonreír.

Empezó a hacerse un poco más cercano a la niña callada de cabello negro. Le causaba algo de pena que siempre estuviese tan sola, no se unía con los demás a jugar en el recreo e intervenía poco en clases, su mamá le dijo que quizás era algo tímida. Pero se sentía bien hablar con ella, por lo menos lo escuchaba y se reía con él.

—Sólo imagínalo... Sería divertido—finalizó después de contarle a Meg lo increíble que sería aprender a bucear, como lo hacía su papá.

—No lo creo.

—¿Por qué no?—sorbió por el pitillo algo de jugo.

—Me da... Miedo el agua.

—¿En serio?—río.

—No es gracioso. Te puedes ahogar.

—No si tienes cuidado, papá me ha dicho que se ven bonitos los peces. ¿No te gustan los peces?

—Sí, me gustan. Y los perros.

—A mi también—se balanceó en el columpio.

Estaba esperando que su papá viniera por él, eran los dos últimos niños que quedaban por retirar pero estaba tan feliz hablando con su nueva amiga que no se sentía aburrido.

—Deberías venir a mi casa alguna vez—le dijo Jay.

—¿Qué hacen tu familia y tú?—Meg miró la tierra que empolvó sus zapatos cuando frenó suavemente el columpio.

—Pues, lo que hacen las familias normales—los ojos oscuros de Meg hicieron que sus mejillas se volvieran de un tono más rojizo, prosiguió quitándole la vista—. Papá nos lleva a pasear, mamá me ayuda con la tarea. Papá me lleva a pescar, es algo aburrido pero no se lo digo. ¿Qué hacen tú y tus padres?

—No los veo mucho. Siempre estoy en clases de música.

Su amigo se volvió emocionado.

—¿Tocas música?

—Sí, me gusta.

—¿Puedo ir a tu casa y me enseñas? Podría ser estrella de rock—se levantó del columpio para imitar a un guitarrista agitando su cabello dorado y marrón al ritmo de la música imaginaria. Meg se rió.

Una corneta sobresaltó a Jay, su padre lo saludó desde el asiento del piloto e hizo un ademán de que se apresurara. Rápidamente lanzó su bolso sobre su espalda y corrió al auto pero se detuvo a mitad de camino y se regresó con la misma velocidad.

—¿Sí me enseñarás, Meg?—ella asintió algo triste, tendría que esperar a que sus padres se acordaran de que debían pasar por ella.

Jay le dejó un beso rápido en su mejilla y casi de inmediato corrió otra vez al auto. Al arrancar asomó su cabeza por la ventana para despedirse de Meg quien les seguía con la vista.

Sus ojos estaban casi cerrándose con la cabeza apoyada en la cadena del columpio cuando por fin llegó su madre, estrelló la palma de su mano en la corneta haciéndola sonar más tiempo de la que debería.

Meg camino con un suspiro con la mirada de su madre clavada con fastidio en ella.

—¿Podrías apresurarse? Siempre me haces esperar—abrió la puerta y se impulsó del suelo.

Su madre conducía con una sola mano, su codo apoyado en la ventana. Parecía enojada pero siempre lucía así.

—¿Mamá?—se atrevió, pero no recibió respuesta—. ¿Mamá?

—¿Qué? Te he dicho que no hables mientras conduzco.

—¿Podríamos salir alguna vez?—la cara de su madre se contorsionó en una mueca disgustada.

—¿Desde cuando tu padre y yo tenemos tiempo extra?

—No, es que yo pensé que...

—Si quieres dinero para salir, pídeselo a tu padre.

Miró de nuevo a la ventana. Antes de bajarse del auto nuevamente con su violín, su madre sacó una galleta de su bolso y se la dejó en el regazo.

—Ay, por favor. No me mires así, come cuando llegues a casa.

Cerró la puerta por su hija y arrancó, casi como si quisiera escapar. Meg suspiró, deseando por un segundo que se estrellara ese auto pero apartó el pensamiento antes de poder sentirse culpable.

Durante las siguientes semanas, había logrado hacer un par de amigas, pero seguía esperando la hora del almuerzo para estar con el chico que le había abierto la puerta de cierta forma a la normalidad. Se sentía finalmente a gusto en la escuela incluso, odiaba la hora de salida porque tendría nuevamente la soledad de compañía, aquí por lo menos podía reír.

Casi esperaba que en cualquier momento las cosas empezaran a salir mal, su madre siempre le decía que viviera con los pies en la tierra y que no esperara demasiado y, aunque lo intentaba, era inevitable no dejarse llevar por la tranquilidad del por fin tener algunos amigos y llegar cada mañana sin miedo a otro día lleno de burlas.

Pero el chico que le regalaba risas durante la hora del almuerzo se fue desvaneciendo. La evitaba durante las clases, en el recreo ya no se acercaba a contarle algo nuevo y ya no compartían sus galletas. Intentaba estar con sus amigas sin pensar demasiado en el tema pero los alaridos comenzaron a hacerse claros cada vez que pasaba cerca de él.

—¡Jay está enamorado de Meg!—gritó uno de sus compañeros.

Los ojos verdes del niño la observaron por primera vez en días, sus mejillas se pusieron coloradas y sus cejas se unieron.

—¡No me gusta!—reclamó recibiendo a cambio más burlas—. ¡Meg es muy fea!

Fue casi como estar en el mismo lugar. Siguió caminando pero algo dentro de ella no pude evitar desilusionarse un poquito. Prefirió bajar su cabeza y evitarse problemas.

Pero no acabó aquí. Cada vez que estaban cerca los molestaban con gritos y repetían las palabras de Jay, sobre lo fea que era Meg. Había tolerado incluso que le escondieran su abrigo y que no la dejaran subirse a los columpios.

—Te pareces a ella—Jay se acercó con un grupo de niños a la mesa donde almorzaba. Señaló la lonchera de The Muppets Show, específicamente a Miss Piggy.

Meg nuevamente no se atrevió a hablar, no porque fuera una cobarde sino que sabía dónde terminaría si se permitía contradecirlo o llorar, así que siguió comiendo.

—¡Pareces un cerdo!—gritó uno de sus compañeros, amigos de Jay.

—Su cara está gorda.

Jay no tenía intención de hacerle daño a su nueva amiga. Pero no quería que sus amigos pensaran que le gustaba la niña nueva. Cuando vio a Meg por primera vez no pensó que era fea, su nueva amiga no era fea. Incluso se lo había dicho a su papá y habían tenido una charla sobre chicas.

Una un poco incómoda.

—Podríamos decirte Miss Meggy—dijo, sus amigos rieron e hizo que su pecho se hinchara con orgullo pero su amiga no se rió, algo se removió dentro de él.

A coro, los niños cantaron el nuevo apodo que Jay le había puesto pero Meg siguió con la mirada fija en su comida, como si nada estuviese sucediendo, que es lo que hacía siempre en casa. Su indiferencia hizo que Jay quisiera llamar su atención y arrancó la lonchera de su lado.

Meg se levantó de su asiento pidiendo de vuelta su lonchera, Jay la esquivó poniéndose sobre la punta de sus pies riéndose, diciéndole que intentara alcanzarla, en un movimiento Meg se abalanzó sobre él pero una vez más la esquivó haciendo que cayera de lleno en el suelo.

Jay dejó caer la lonchera y caminó rápidamente para ayudarla a levantarse, en donde desde el piso, Meg lo miraba con la cara contraída y con algunas pequeños raspones en sus rodillas. Jay le tendió la mano y la aceptó de mala gana.

Se recompuso, limpiando la tierra que ensució su camisa morada a rayas. Levantó la barbilla para encontrarse con Jay mirándola con algo que pudo haber sido culpa sino le hubiese estrellado los nudillos en su cara antes de que pudiese entrar en cuenta, todos reaccionaron cuando Jay estaba justo como ella hace unos minutos, sangrando.

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Miraba a la ventana, justo como cuando llegó. Los nudillos de su mano ardían por el golpe debajo de la venda de tela, hacia un par de años que no golpeaba a nadie. Veía a los demás niños jugar con alegría, como si nada hubiese pasado mientras ella estaba ahí siendo vigilada por la maestra.

Jay entró por la puerta con la enfermera quién le dio un empujón por la espalda para que caminara dentro del salón. Le dirigió una mirada llena de rabia a sus ojos llorosos y su labio inferior proyectado por el dolor. Tomo asiento a su lado, así que se hundió más en su silla con los brazos cruzados sobre su pecho.

La maestra suspiró y se acercó a ellos con sus manos entrelazadas enfrente de sí.

—Jay, tus padres ya vienen en camino—el chico sorbió por la nariz—. Meg, los tuyos no me responden... Como siempre.

Nuevamente, suspiró.

—No me queda más opciones que castigarlos.

—¡Yo no hice nada!—le gritó Meg.

—¡Tú me pegaste!—le dijo de regreso Jay.

—¡Porque te lo merecías, estúpido!

—¡Meg!—le advirtió la maestra. Dejó caer su peso nuevamente en la silla, reprimiendo todo lo que quería decirle a Jay—. No tendrán receso. Hasta que aprendan a llevarse bien.

Durante tres días, escuchó cómo sonaba campana y tenía que vivir con la tortura de quedarse con ese niño que según ella, era lo suficientemente estúpido como para intentar hablarle.

Meg se limitaba a mirar un punto fijo sin prestarle atención. Los padres de Jay estuvieron de acuerdo con la decisión de la maestra y los suyos, ni siquiera respondieron el teléfono. Era claro que les daba lo mismo.

—Te traje algo—dijo Jay al cuarto día, acercándose sigilosamente a la chica que ya quizás no era su amiga, pero quería que lo fuera.

Le extendió una bolsa plástica con galletas y una media sonrisa.

—Mi mamá hace galletas ricas—lo miró, provocando que se enrojeciera lo suficiente para voltear de regreso a su mano extendida—. Lo siento.

Con la misma cautela del primer día, recibió las galletas. Y aceptó sus disculpas.

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