25. Jay
Mientras la veo atarse el cabello y dar otro sorbo a su taza de café, repaso por enésima vez su ser. Me encanta memorizar su dedos envolviéndose en la taza, la forma en que sube las cejas para afirmar que sí le gusta su café. Me sonríe, no le he dado ni la primera cucharada al cereal por solamente verla.
—¿Vas a comerte eso?—ríe al no tener respuesta, pero estoy realmente hipnotizado—. ¿Jay?
—¿Sí?—termino por responder.
—¿Estás bien?—no deja de sonreír.
—Más que eso.
—¿Por qué no comes?
—Quiero mirarte—veo un ligero sonrojo brotar de sus mejillas, sin los piercing y los zarcillos parece diferente de una forma angelical.
—Pues, puedes mirarme y también comer—baja la mirada con una risa.
Voy a su lado, la levanto de su silla para subirla al mesón y que esté a mi altura. Apoyo mis manos a los laterales de sus caderas.
—No te imaginas lo hermosa que eres—le digo, me cierra los ojos.
—Jay...
—Déjame terminar—la interrumpo con un beso, sonríe—. Estoy un poco obsesionado contigo—abre la boca para responder y la vuelvo a callar con un beso que dura un poco más que el anterior y hace que se ria—. ¡Meg! No sabes callarte.
—Yo...—la sujeto desde la espalda baja con mis manos para volver a unir sus labios con los míos.
—¡Cállate!—río, pero regreso a su boca.
La beso y deslizo con lentitud mis manos en sus piernas. Al recordar como decía mi nombre anoche quisiera llevármela de regreso y hacérselo de nuevo y mucho mejor. Anoche estaba tremendamente nervioso por como podía reaccionar y casi no pude dormir pensando en cómo iba a ser en la mañana, me tranquilicé cuando vi su rostro relajado decirme un débil hola con una hermosa sonrisa. Y fue lo mejor que he hecho en mi vida. Sentirla junto a mi de forma tan armoniosa me hizo querer pintarla una y otra vez.
—¿Puedo pintarte?—le pregunto separándome de sus labios.
—Siempre lo haces.
—No. No en una hoja o lienzo—sonríe.
—¿Dónde?—pregunta ladeando su cabeza.
—Puede ser... Tu espalda. A cambio puedes enseñarme a tocar la guitarra.
—Bueno, no me estás enseñando a pintar.
—Pero te voy a pintar y es mejor—ríe.
—¡Bien! Está bien. Me parece una bonita idea.
Que me deje ganar una vez me impresiona.
Saco con cuidado mis pinturas y pinceles finos. Miro a Meg detrás de mi, sonriente. Con un moño sobre su cabeza, tiene mi camisa sobre su pecho dejando su espalda libre. Está consiente de que la vi perfectamente anoche pero no quiere admitir que siente vergüenza porque la veo así nada más otra vez. Claro que su cuerpo me pareció lo más bello que he visto en mucho tiempo, pero no quiero asustarla.
—Si Ellen te viera sin camisa...—comienza a decir apoyando una rodilla en mi cama para acostarse boca abajo.
—No dudaría en decirme que parezco un vagabundo, de eso estoy seguro—río.
Coloco todos los materiales esparcidos en la cama, Meg encontró en mis materiales un pedazo de cinta adhesiva y logró unir mis lentes tristemente partidos temporalmente, así que evito mirarlos y sólo me los coloco. Me siento en posición de indio a un lado de ella.
Tiene unos pequeños hoyuelos en la parte baja de la espalda, dice que la hacen ver como un pez pero cada vez que los vea procuraré tocarlos. Me pongo un pincel entre los labios mientras agito un pequeño bote de pintura entre mis dedos.
—Eres adorable, Sullivan—dice con la mejilla sobre la almohada.
—Oh, cállate.
Ruedo mi cuerpo para estar a un lado y tener un ángulo más cómodo para iniciar. Recorro con uno de mis dedos su espina dorsal, recuerdo sus músculos tensándose debajo de mi. La forma en la que sus labios respondían a los míos en busca de más.
Tomo el pincel más grueso y los deslizo sin contenido sobre su blanquecina piel. Tiene muy pocos lunares, podría contarlos con los dedos de las manos, pero los que tiene hacen una extraña conexión como constelaciones. En mi mente destella la idea perfecta para dibujar en su cuerpo.
—¿Qué...?
—Sh—la callo tomando con rapidez el color base. Hoy la he callado muchas veces. Antes de rodar la pintura dejo un pequeño beso en donde pongo el pincel.
Hay silencio entre nosotros, pero no es incómodo. Es la burbuja en la que me gusta estar cuando estamos solos en nuestro pequeño escondite de paz lejos de cualquier daño. El pincel juega con la pintura expandiéndola por su piel, su respiración se hace relajada. Desde su posición veo como cierra sus ojos y se concentra en la textura de las cerdas.
Recuerdo el lienzo que le hice estando en Ciudad Solar. Me prometí dárselo en el momento indicado porque no quería que recordara a Lisa cuando lo viera, prefiero esperar y que se lleve una bonita sorpresa.
Es como si el tiempo se hubiese quedado estático, junto con la luz y la magia que irradia la claridad en la habitación. Me dejo llevar como cada vez que trasmito lo que siento debajo de las pinturas, aplico texturas y hago combinaciones de colores. Porque Meg no es un color único, es la técnica y el conjunto de lo más vivo. Son sus ojos negros que absorben cualquier tristeza que he podido sentir.
Dejo un pincel sobre mi oreja mientras tomo el de mi boca. Creo lo que está en mi cabeza cuando veo su sonrisa y el sonrojo que viene junto a ella. Me adentro más al efecto del perfecto éxtasis que siento al crear. Lo mismo que le pasa a Meg cuando cierra los ojos y sus dedos juegan con las teclas del piano.
La última vez que la vi tocar un piano fue en la escuela. No quise interrumpirla, estaba practicando la pieza que mandaría en su vídeo para la admisión de New Bridge. Me quedé callado cuando supe que vendría a continuación de su gruñido de frustración.
Cerró los ojos y respiro profundo. Unió las cejas y tocó como si las teclas fueran parte de sus dedos. Verla tocar fue tremendamente único. Todavía dice que no es un prodigio en la música pero maldición, es más que obvio que lo es. O está demasiado obsesionada con lo que trasmite la música y la entiendo, porque es el mismo éxtasis que siento cuando pinto.
—Estás realmente concentrado—sonríe sacándome de mis pensamientos, volteo mis ojos un segundo para después soltar una pequeña risa nasal—. Cuéntame algo.
Dejo el pincel en mi oreja mientras continuo mezclando una pintura para subirla de tono.
—¿Qué puedo contarte?—le respondo.
—Algo que no sepa.
—Es difícil—sonrío, dejo el pincel de mi boca a un lado—. Sabes todo de mi.
—No... Hay algo que no debo saber.
—¿Tú escondes cosas?—la miro subiendo una ceja, no responde y sonríe—. Bien. Mojé un manuscrito de papá cuando tenía ocho. Y lo escondí.
—El Jay rebelde niño no tenía control—bromea.
—Lo sé.
—¿Qué pasó después?—subo mis lentes en el puente de la nariz.
—Papá estuvo buscándolo en todas partes. Yo estaba tan asustado que quería escapar. Hasta que me preguntó si no lo había visto. Siento que sabía que lo había escondido—aplico algunos toques de azul con una esponja—. Pero estaba esperando que se lo dijera. No soporté mentirle. Lloré como un mocoso pidiéndole disculpas. Me sorprendió cuando en vez de regañarme, me felicitó.
—¿Por qué?
—Por ser honesto—sonrío a medias.
—Me gusta cuando hablas de Roy.
Evito hablar de mi padre por el extraño hecho de que siento que se me escapa de las manos su recuerdo. Ni siquiera con mi madre, ella también hace lo mismo. Cada uno lleva su dolor como un bolso lleno de piedras. Ser honesto con lo que estoy sintiendo ahora no es tan difícil cuando tengo el presentimiento de ser correspondido, pero... ¿Qué pasará con nosotros ahora? ¿cómo será nuestras vidas ahora cuando hay algo muchísimo más grande que una amistad?
Esto no es nuevo, supe poco a poco que Meg no era sólo no amiga. Era mi apoyo y una parte de mi felicidad. Si ella está mal entonces también lo estoy yo. Si está feliz yo lo estaré el doble porque sé que ella lo está. Lo escondí como ese manuscrito y volverlo a meter debajo de inseguridades sería insoportable, fingir que esto no pasó.
—Nadie más lo sabe, ¿eh?—le digo.
—Lo sé—asiente.
—Ya está.
Meg me pasa mi pequeña y algo desgastada cámara instantánea, me levanto sobre la cama y le tomo una fotografía desde arriba. La sacudo con rapidez. También tomo una con mi celular y creo que ya sé cual será mi nuevo fondo de pantalla.
—Wow—dice Meg cuando se la enseño. Apoya estratégicamente un codo para levantar su cara—. Jay, está increíble.
Un remolino de estrellas en toda su espalda. Veo su expresión cuando las ve en el cielo y no puedo evitar compararlas en lo que siento cuando la admiro de la misma forma en la que ella las ve. Las nebulosas debajo del negro se hacen presentes de formas suaves que logran que se vean como estar dentro de un sueño, se diferencian delicadamente los colores unos de otro y a decir verdad creo que hice un buen trabajo, no quita su sonrisa ni sus ojos sorprendidos.
—¿Te gusta?—le pregunto.
—Es impresionante. Lo amo.
Dejo caer mi cabeza sobre la almohada a su lado. Me sonríe con la barbilla en alto mientras paso uno de mis brazos detrás del cuello.
—Lo sé. Por una razón, soy un estudiante de la Universidad de Artes New Bridge.
—¿Jamás vas a superarlo, verdad?
—No. Ni siquiera cuando nos graduemos.
Deja un beso rápido en mis labios.
—Qué presumido. No te haré más cumplidos.
—¿Y cuándo los haces?—abre la boca y me golpea en el pecho con la fotografía entre los dedos.
—¡Eres un idiota!
—Y tú una bonita malhumorada—aprieto sus mejillas entre mis dedos. Los aparta con las cejas unidas.
—Espero que no se te ocurra volver a hacer eso.
—¿Debo temerte?
—Veo que ya tienes mucha confianza, Sullivan.
—Jamás te he tenido miedo.
—Ay, claro. Por eso llorabas cuando te golpeaba.
—¿Qué te pasa?—río ofendido.
—Eras un llorón, no dejabas de quejarte porque te dolía.
—No lloraba. Pero sí puedo admitir que eres sospechosamente fuerte cuando me golpeas pero no puedes abrir un frasco de mayonesa.
—Es misterioso. Son secretos que jamás sabrás—encoge un hombro—. ¿Sigue en pie nuestra no planeada primera recorrida por Nuevo Goleudy?
—Por supuesto que sí.
—Y debemos comprar salchichas. No me sentiré parte de la ciudad si no comemos una.
.
.
El recepcionista es un hombre de un veintitantos con una barba creciente. Meg lo saluda y él la recorre con la vista regalándole una sonrisa floja. A mi sólo me voltea los ojos cuando le pongo una mano en la espalda para hacerla caminar.
—Nada como el aire ciudadanoso—dice estirando los brazos al cielo con una gran sonrisa.
El cabello le recorre el cuerpo tan libre como lo es ella. Extraño un poco sus piercings, pero luce feliz sin ellos. Su suéter a rayas blanco y negro se le ajusta junto con los jeans oscuros que eligió. Me toma una mano para hacerle dar una vuelta, una persona a nuestro lado la mira con mala gana pero no puede importarle menos cuando se siente tan feliz.
Tomamos un taxi que vaya al Parque de los Álamos, y creo que una de nuestras nuevas costumbres es pasear tímidamente nuestras manos en el asiento hasta que se encuentran una encima de la otra. Parece que todo lo que ocurrió en el asunto de la fiesta de Andrea fue bellamente reemplazado por nuestra extraña nueva profundidad.
El Parque de los Álamos es conocido como el corazón de Nuevo Goleudy, una ciudad en su totalidad urbana con un magnífico pedazo de bosque dentro. El sendero de árboles es envolvente, sus copas van más allá de lo alcanzable, y un lago se extiende junto al paso con patos y plantas acuáticas que sobresalen maravillosamente, de las que personas en los botes azules y blancos quedan viendo disfrutando del espléndido día.
Pero lo característico son sus álamos, que parecen querer tocar el cielo. Acompañan nuestro sendero con bancas de madera en la que los abuelos se sientan a observar a sus nietos jugar, dándoles dinero para comprarles a los vendedores en sus carros.
Aunque hay una variedad decente de personas en el parque, hay un silencio pacífico. Las familias gozan del día soleado, las parejas caminan tomadas de las manos felices de ser afortunados por estar en este momento de calma.
Meg mira el cielo y su alrededor fascinada, no dice nada, pero su rostro y ojos brillosos, rebozantes de alegría, me dicen todo. Le tomo una foto desprevenida a Meg cuando se adelanta unos pasos y voltea a mirarme.
Le rodeo con un brazo, dejando un beso en su frente.
—Jamás había estado aquí, pero estaba segura de que este sería tal vez unos de mis lugares preferidos en el mundo, después de la playa en Ciudad Solar—dice mientras caminamos—. Pero, no pensaba que realmente, podría estar aquí. Y menos por la razón de estar en donde queremos.
Sonrío.
—¿Estás nerviosa por mañana?
—¿Yo? Claro que no. Estoy tan emocionada que quiero saltar y gritar a la vez.
—¿Has hablado con Eric?—le pregunto.
—Llamó a tu celular, supuse que sería para hablar conmigo. Dijo que estaba orgulloso y, que me extraña. También que no se arrepentía de pagar lo que pagó.
—¿Ese fue el trato?
—Claro. La única forma era que pudiera ayudarme con algo de dinero para ingresar. Después pasó lo que pasó con mi madre. Aunque prometió ayudarme mientras conseguía trabajo.
—Ya tienes trabajo.
—No tiene porqué saberlo...
—¡Meg!
—¡Ya, bromeo!—río.
—Estás mal, ¿lo sabes, verdad?
—Como si tú no lo estuvieras.
—De los dos puedo decir con certeza que soy más consiente.
—Claro, señor Sullivan.
Se aparta y hace una reverencia con una mano en el abdomen.
—Discúlpeme por insultar su claridad mental y no darme cuenta que no es un psicópata.
—Oh, por supuesto que la disculpo, señora Labrot. Y no se preocupe, tampoco quería decir en voz alta que usted tiene un claro déficit de concordancia al pensar y hablar.
—Respeto su opinión, sir Tonto.
Tomo su mano y la atraigo a mi pecho. Sube la mirada con una sonrisa desafiante.
—No puedo perdonar que me haya nombrado sir Tonto, condesa Torpeza.
—No soy torpe, tú eres el que tropieza con sus propios pies—ríe. Dejo un beso en su nariz.
—Puedo darte algo de razón en eso.
Le dejo un pequeño beso en los labios seguido de una sonrisa.
Caminamos mucho tiempo, Meg hizo un gesto extraño con las manos cuando vio un puesto donde vendían salchichas y no tuve más remedio que ir con ella. Compramos una para cada quien, no puedo negar que estaba deliciosa y también que es la primera cosa que como en el día después de dos cucharadas de cereal. El cielo está increíblemente azul y Meg no deja de maravillarse con todo. Todo es verde y más grande de lo que puedo alcanzar a ver.
Nos sentamos debajo de un árbol cuando ya el tono del cielo comienza a tornarse naranja, puedo ver la silueta de los edificios y aún escucho a lo lejos el sonido de la ciudad pero aquí se siente plena tranquilidad. Meg se recuesta en mis piernas, retuerzo su cabello entre mis dedos mientras ella acaricia el pasto debajo de nosotros.
—Ahora, cuéntame algo tú.
—¿Qué?
—Te conté algo que no sabías en casa—me mira—. Ahora dime algo tú.
Respira.
—¿Qué puede ser?
—Lo primero que se te venga a la cabeza que no tenga idea—se muerde el interior de la mejilla.
—Mamá... Destruyó mi piano—empieza diciendo con los ojos cerrados—. Por eso empecé a usar el de la escuela. Ahora vivo tecleando en todas partes para no perder la práctica.
Me sorprende e indigna, pero sé que le gustaría que no le tomara tanta importancia.
—No puedes perder la práctica de años en unos pocos meses.
—Lo sé es que... Es extraño. La música fue mi compañía durante tanto tiempo. No lo entendí hasta que una tarde estaba tan perdida entre las cuerdas del violín que me sangraron los dedos. Papá me compró ese piano, supongo que la forma de demostrar que me quiere es comprándome cosas. Y ella sólo... Lo empezó a destrozar con un bate de béisbol viejo.
—¿Por qué jamás me lo dijiste? No pasó hace tanto tiempo.
—No lo vi necesario, estabas tan feliz porque nos habían dado la oportunidad de la audición que no encontré el momento. Y estoy harta de que te enteres de esas estupideces.
—Por Dios, Meg. No son estupideces—detengo mis dedos en su cabeza—. ¿Qué pasó ese día para que lo hiciera?
—Invitó a una vieja amiga de la secundaria a casa. Ella también es músico y me pidió que tocara algo para ella después de un rato de hablar. Toqué algo simple.
—Algo simple...—le sonrío.
—Pero le gustó y me pidió que no lo dejara. Ella... Me dio la idea de New Bridge.
—Y Miranda lo destruyó...
—Sí... En ese momento ya estaba más que decidido que sería una doctora. Pero me atreví a hablarlo con papá. Y miranos—sonríe triste.
—No sé como no ve lo grandiosa que eres. ¿Cómo mantienes tanta música en esta cabezota?—ríe.
—No lo sé. Estoy obsesionada con todo esto.
—¿Eso está... Bien?
—Es lo que sé hacer.
Muy cerca de nosotros cae un pequeño frisvey, Meg se levanta a recogerlo conforme una mujer de cabello corto se acerca. Tiene una sonrisa en el rostro hasta que acerca y va desapareciendo mientras estudia el rostro de Meg con una mirada asustadiza en sus ojos grises.
—¿Meg?—dice la mujer de cabello castaño oscuro con las cejas unidas.
—Oh, ¿nos conocemos?—le pregunta Meg de pie con el frisvey extendido.
—¡Por supuesto que sí!—en sus ojos queda un rastro de cautela pero por su boca vuelve a pasar la luz de una sonrisa tímida—. ¡Soy Patricia! La hermana de Eric.
Meg levanta la cejas y se ríe. Las dos se abrazan. Me levanto para estar al lado se Meg. Patricia balbucea cumplidos a Meg y ella los recibe con una sonrisa. Dos niños vienen corriendo a nosotros, uno pelinegro y otro de cabellos rizados y castaños.
—¡No puedo creer lo grande que estás! Tu padre jamás me dijo que vendrías, nombró algo de la escuela de música pero no recibía ningún vídeo tuyo desde hace cuatro años en navidad—dice Patricia tomándola de los codos.
—Sabes como es—sonríe.
—Oh—dice volteando su vista a mi—¿es tu novio?
—No, no es...—respondemos los dos al mismo tiempo.
Nos besamos y anoche fue... Anoche.
—Vinimos a estudiar juntos—respondo—. En New Bridge, la Universidad de Artes.
—¿Los aceptaron...a los dos?—pregunta señalándonos, asiento—. No sé si tienen suerte o tú, chico, tienes mucho dinero y talento. Quisiera escucharte tocar también.
—Jay no es músico, es pintor—Meg me mira, hay orgullo en su voz.
—Entonces ver algunos de tus cuadros no sería malo—toca a los niños por los hombros, uno de ellos mira a Meg torciendo su cabeza—. Ellos son Brad—dice refiriéndose al chico de rizos—. Y Simon.
El niño pelinegro la saluda ondeando la mano, deben de ser sus primos.
—Me alegra tanto que estés aquí, deberían venir a nuestra reunión familiar la próxima semana, el abuelo viene de visita—Meg levanta las cejas.
—¿Mi abuelo?
—Claro, ¿qué te ha dicho Eric?
—Nada, es que tengo muchísimos años sin verlo o hablarle, no lo sé.
—¡Por favor! Aquí no está tu padre para prohibirte nada, están invitados.
Anoto en mi celular el número de Patricia, después de muchos besos para ambos de su parte, me resulta extraño pero no desagradable. Nos insiste en que llamemos para darnos la dirección y fecha de su reunión familiar, Meg se siente incómoda a esa mención. Se despiden con la promesa de volvernos a ver. Me volteo a ver la reacción de Meg.
No parece triste pero es un misterio cuando se trata de lo que siente, su rostro es relajado pero en su cabeza seguramente maquinan ideas y pensamientos que tendré que ayudar a sacar para que no queme el resto de sus neuronas.
—¿Estás bien?—pregunto.
—Sí—suspira—. Es la tía que casi no recordaba tener y no la reconocí. Además que mis primos me trataron como a una extraña porque, es lo que soy para ellos.
—¿Pero?...
—Estoy feliz de haberlos encontrado—sonríe sin dientes.
—Ven, vamos a casa—le extiendo la mano.
No la suelta en todo el trayecto a casa.
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