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15. Jay

Dos semanas han pasado desde mi última conversación Meg. Me arrepiento tanto de haberla dejado ir sola. Le pedí a su papá por un mensaje de texto que me avisara si estaba bien después de que analicé que la dejé con un taxista gruñón en medio de la lluvia, no dormí hasta las doce de la noche que respondió.

Meg no ha subido nada a sus redes sociales, tampoco hemos intercambios mensajes y mucho menos llamadas, sé que está medianamente bien por el último mensaje de hace dos de Eric. Ha sido un tortura, he tenido dolores de cabeza constantes de tantas preguntas y pensamientos.

No he hecho mayor cosa que estar en mi habitación y correr por mi calle para drenar el hormigueo del recuerdo de nuestro beso en la playa. He estado tentado a llamarla e ir en donde se resida temporalmente con su padre, pero admito que sí tengo algo de mi orgullo herido. Ha sido aburrido hasta más no poder pero es tan incierto lo que puede pasar si me presento allá, puede gritarme y decirme que soy un imbécil o abrazarme y decirme que me extrañó tanto como yo a ella.

Cuando la palabra no salió de su boca sentí que algo, la pequeña esperanza que guardaba, se resquebrajó. Verla bajo la lluvia, igual de perdida que yo me hizo pensar que no puedo obligarla a quererme.

Meg me quiere, pero no me piensa como la pienso a ella. No he dejado de tenerla presente en mi cabeza, en todos lados la veo y la extraño. Dios, la extraño muchísimo. Pero una parte de mi me advierte que no debería hablarle.

Arrugo la hoja en la que dibujaba una vez más. Una montaña de papel empieza a nacer a mi lado en el piso. Me quito los lentes y me cubro la cara con las manos. Me siento frustrado e impotente por no poder decirle lo que siento.

Debí soltarle sin pensarlo tanto las palabras que había ensayado en el camino. No miento, yo tampoco sé que ocurre, pero quiero averiguarlo sin forzar nada porque no es normal como me siento, lo que explota dentro de mi cuando me sonríe.

Además, la fecha de viaje se acerca y no puedo dejar de pensar en qué haré cuando esté allá. Tuve que renunciar a mi trabajo en la escuela de arte, ayudaba a mamá con ese dinero y era un ingreso extra que aunque mamá no lo admita, necesitábamos.

Me iré y mi familia estará aquí, lejos de mi cuidado. Pienso buscar un trabajo a penas llegue para poder ayudar a mamá pero no podré apoyarla como normalmente, aunque Rose es quien se encarga de cocinar y lavar, yo soy quien lleva a Alissa y Aaron a sus actividades y ayuda con sus deberes de la escuela mientras mamá está en el trabajo.

Duermo con ellos cuando mamá tiene conferencias, les ayudo a vestirse, los llevo a pasear. No es culpa de mamá, trabaja sin cesar y los niños aman a Rose, pero no está papá para protegerlos, así que estoy yo, desde que él murió he estado aquí apoyando en todo lo que puedo. Mamá moriría de culpa si dejara de ir a Nuevo Goleudy por esa razón, ya hemos tenido esta conversación pero de todas formas se siente terrible.

—¿Jay?

Mamá se detiene en el umbral de la puerta, me reacomodo rápidamente colocando mis lentes sobre mi nariz y enredezándome sobre la silla.

—¿Sí?

—¿Quieres hablar?

—Claro, ¿de qué quieres hablar?—respondo tratando de fingir que no ocurre nada.

La sigo con la mirada cuando va camino a mi cama para sentarse. Tiene el cabello suelto con ondas que caen sobre sus hombros.

—¿Cómo te sientes?

—¿Por qué lo preguntas?

—No respondas preguntas con otra pregunta—sonríe.

—Bien, estoy bien.

—No he sabido nada de Meg desde el día después de tu pelea con ese chico, ¿están bien?

—Sí, sólo una tuvimos una discusión.

Las heridas de mis nudillos ahora son un rastro de costra, me quedó una pequeña cicatriz en el borde de la ceja que Aaron recalca constantemente que me hace ver como un gánster malvado.

—Llevan un tiempo sin verse. O hablarse. No creo que haya sido una simple discusión. Ambos sabemos que se mueren por verse.

—Estamos bien, no te preocupes—le aseguro, pero tiene mucha razón. Jamás había estado tanto tiempo sin saber de ella.

—Te lo digo como un consejo, no la dejes ir tan fácilmente, nada te impide ir—se levanta para darme un beso en la coronilla—. Tu padre estaría muy orgulloso de lo que hiciste por ella.

Dice antes de separarse. Desaparece bajando por las escaleras. Quizás mi padre sí estaría orgulloso, eso me hace sentir mejor. Ojalá estuviera aquí para ayudarme con esto. Empiezo de nuevo con una página nueva. Hago un boceto, nada más. Pero he intentado exprimir mi cerebro y no sale nada nuevo. Si esto fuera en un tiempo pasado, llamaría a Meg para dar una vuelta y agarrar la inspiración que necesito.

Pero no. Nada me dice que no puedo excepto yo mismo.

Excepto yo mismo.

Salgo de mi habitación después de darme una ducha decisiva. Arreglaré las cosas con Meg a cualquier costo. Le pido las llaves de la camioneta a mamá, me las da con una sonrisa y un guiño. Sabe a dónde me dirijo.

Al momento de encenderla debo darle tres arranques porque no enciende y no sé como no ha considerado comprar otro auto. En el camino ensayo algunas palabras.

.
.

El departamento del papá de Meg se ve a simple vista cuando me acerco, es un nuevo edificio en la ciudad de vidrios azules, alto que quizás sobrepase los doce pisos, y eso no es común en Ciudad Solar.

El recepcionista me detiene con un siseo, no lo vi al pasar. Tiene un bigote muy al estilo Charles Chaplin y es bastante más bajo y delgado que yo.

—¿A dónde va, señor?

—Eh. Vengo a ver a Meg Labrot.

—Ah, la niña rara de la lluvia—río.

—Creo que podríamos estar hablando de la misma persona.

—Eso creo—su voz es muy formal pero de igual forma sonríe—. ¿Piso?

—Once—digo recordando la información en el mensaje de Eric.

Teclea en su computadora y me deja pasar.

Un tipo agradable.

Las manos me sudan un poco en el ascensor, ¿y si no fue una buena idea? quizás no es una buena idea, pero no pienso pasar otro día torturándome. Desde afuera de su puerta escucho el sonido de una batería. Repetidamente el toqueteo de un platillo y el tambor. Toco la puerta. El timbre. Pero no me responde, el sonido se hace más fuerte y más enojado, llamo a su teléfono pero no suena ni una vez.

—¡Meg!—digo mientras toco de nuevo la puerta con la palma de la mano.

Le doy la vuelta a la perilla y está abierto. No creo que sea peligroso por la zona en que estamos, pero nadie sabe que clase de psicópata anda por ahí. Pero a Meg parece no importarle que alguien entre y aparezca su caso en algún episodio de CSI.

Camino despacio, el lugar es espacioso y muy iluminado, con bonitas lámparas que cuelgan desde el techo. Es bastante diferente a su departamento anterior, hay mucho color celeste y gris, lo hace ver... Sofisticado. El sonido se hace más fuerte conforme me acerco, Meg está en la primera habitación con unas grandes orejeras sobre sus oídos tocando la batería con las baquetas. Tiene puesto un sujetador y pantalones deportivos, se ve concentrada entre los tambores, su pie se mueve con ritmo en conjunto con sus manos.

—¡Meg!—me tapo los oídos, no me escucha—¡Meg!

Levanta la vista y lo último que se oye es el eco del platillo en la habitación, un hilo de sudor recubre la mitad de su cuello y desaparece en el sujetador deportivo que intento no ver por respeto.

—¿Jay?—se quita las orejeras, su expresión primero es de sorpresa y confusión, no parece molesta pero eso no disipa mis nervios—¿Cómo entraste? ¿Qué haces aquí?

—La puerta estaba abierta, llamé muchas veces a tu teléfono pero no contestabas y...

—No funciona—se acerca hacia mi limpiando sus manos en sus muslos.

—Oh...

Pateo inconscientemente el suelo con el pie, veo como Meg se cruza de brazos. Su cabello negro está amarrado en un moño alto y tiene la respiración algo acelerada por el movimiento de la batería.

—Tenía años sin verte tocar batería—le digo.

—Sí, tenía años sin hacerlo. Papá la compró como compensación de que me dejó toda la tarde en el vestíbulo y la estaba usando antes de que nos vayamos...—su tono de voz disminuye—Bueno, la estaba retomando un poco.

—Se te da bien.

—No, ni tanto—sonríe.

—No podría hacer eso ni con años de práctica.

—Te apuesto que sí.

Quedamos de nuevo en silencio, no me arrepiento de haber venido pero es aún más extraño que la última vez y siento como si fuéramos desconocidos.

—Meg, yo...

—Jay—hablamos al mismo tiempo.

—Habla tú.

—No, está bien—suelta una risa—. Hazlo tú.

—Perdón por dejarte ese día así. Ni siquiera sabía quién era ese tipo.

—Me lo merecía, me porté como una idiota contigo—suelta como si lo tuviera entre garras desde hace tiempo.

—No, no te lo merecías. Y también lamento no buscar la forma de contactarte.

—Eso debería decirlo yo, soy la que no tiene celular.

—¿Qué le pasó?

—Se mojó demasiado con la lluvia. Y... Puede ser que se me haya resbalado de las manos y haya terminado en el suelo con la pantalla rota.

Reímos. Todo se aligera y el peso que estaba encima de lo que sentía se va. Sus mejillas están más rosadas que de costumbre por el calor de la habitación.

—¿Amigos?—le extiendo el puño.

—Amigos—chocamos los puños.

—Es raro decir eso—digo con una risa entrecortada.

—Bastante. ¿Quieres algo?

Me da la espalda para caminar, la sigo con las manos en los bolsillos.

—No he comido nada—dice.

—¿Desde la mañana?

—En todo el día, no me había dado cuenta de la hora.

—¿Tocabas desde la mañana?

Me siento en uno de los bancos del largo mesón de mármol, esta casa se siente extraña.

—Quizás.

—¿Cómo no atormentas a los vecinos?—pregunto.

—En este piso, no hay vecinos—me sonríe de nuevo—. Hay cereal. Y también cereal. Y leche. Hay más cosas, pero sabes que no me gusta cocinar.

—¿Haz comido cereal todos estos días?

—Y sándwiches de pollo.

—Meg—le entrecierro los ojos.

—Jay, no voy a cocinar nada más para mi.

Pone dos platos hondos junto con el cereal y la leche. Que no es de almendras como la que su madre la obligaba a comer.

—¿Qué hay de Miranda?

—Pues—sirve en su bol una cantidad mayor a la normal cereal de colores—. Todos los días llama para insultar a mi papá. Nada nuevo.

—¿No pregunta por ti?

—Dice que le arruiné la vida y blá blá blá—pone su mirada en su comida—. Estoy bien. Si ella no me quiere en su vida, no estaré.

—Eres muy especial para sentirte mal por ella, ¿lo sabes, verdad?

Pongo una mano sobre la suya, contrasta mi tono más bronceado con su piel clara. Me sonríe con más ánimo metiéndose una cucharada de cereal y leche a la boca. Me sirvo la misma cantidad que ella para acompañarla. Meg se come todo el plato y repite, entre bromas y hablar de cómo los días estaban siendo más aburridos de lo normal se nos va un tiempo.

—No quiero pelear más contigo—dice.

Da la vuelta alrededor de la mesa que nos separa para estar en frente mi. Apoya un codo en el mármol.

—Eres un gruñón.

—Sí, sí, claro. Soy súper gruñón, Meg.

Me mira.

—Te extrañé—dice.

—Y yo a ti.

Tomo su mano libre, sus uñas están mejor pintadas esta vez de color azul oscuro, me sonríe. Me desliza sus dedos por el brazo hasta llegar a mi cuello, dejo caer mi cabeza en su mano.

—Perdón por dejar que Nix te pegara—suelta.

—Yo le pegué a él. Ya todo está bien con eso.

—Igual, me sentí mal por eso.

—Ya pasó.

Acerco mi rostro al de ella, entreabre los labios y en serio quiero besarla y soltarle su bonito cabello. Espero un minuto a que me aleje o me grite. Con el pulgar le acaricio la cintura y se ríe. Golpea su frente con mi hombro y no puedo evitar también reír con ella echando la cabeza hacia atrás.

—¿Por qué de nuevo?—dice todavía en mi hombro.

—Eres un imán.

—¿A qué te refieres con eso?—sus ojos negros hacen que me quede sin respiración un segundo cuando me mira.

—No dejo de querer besarte ni pensarte—le rozo la nariz en la mandíbula y casi puedo jurar que siento su piel erizada.

—Jay, eso suena bastante erótico si lo analizas.

—Tómalo como quieras—respondo, se muerde el interior de la mejilla—. Te ves linda cuando te sonrojas.

—No me sonrojé.

—Estás sonrojada.

—Jay, basta—le dejo un pequeño beso en donde rozó mi nariz.

Le sonrío, la temperatura entre nosotros aumenta evidentemente. Meg se pone nerviosa con una sola cosa y esa es su madre. O eso pensaba hasta que hice lo que acabo de hacer. No por provocarle nada, simplemente su piel es suave y a pesar de todo sigue teniendo el olor a frutas tropicales tan peculiar que me agrada.

—Esta no es la Meg Labrot que conozco—le digo—. La que se pone nerviosa.

—No estoy nerviosa, Jay. Y yo tampoco conocía esta... Parte de ti.

—Estás igual de nerviosa que de sonrojada.

Me mira uniendo sus pupilas a las cuencas, levantando una ceja. Agarra con su puño el cuello de mi camisa para atraerme a su rostro, queda a un centímetro de mi boca pero no me besa.

—Eso es trampa, Meg—le digo cuando se separa de mi con una sonrisa.

—¿Quién está nervioso ahora?

Me deja sentado viéndola caminar descalza y moviendo su largo cabello negro ahora suelto, luego de un rato escucho la ducha abrirse. Quiero evitar pensar en mi besándola en ese sujetador y... Ya. Basta. No puedo pensar eso, pero es difícil luego de verla tocar tan apasionadamente la batería, verla tocar algún instrumento es una de mis cosas favoritas.

Abro la alacena, está repleta de comida. Su padre, a pesar de ser distante, no quiere que pase hambre. Tampoco soy un experto en la cocina pero me las arreglo. Espero que hierva el agua para depositar la pasta y cocinarla.

—Ya sabes cocinar, ¿eh?—dice Meg con un paño en el cabello, se ve más despejada.

—Algo así, prometo que no quedará tan mal.

—No quiero admitirlo, pero será bueno comer otra cosa que no sean sándwiches y cereales.

—No sé porqué no cocinas.

—No me gusta.

—Sabes que no puedes vivir de eso.

—¿Quién dice que no?

—Tu cuerpo, Labrot.

—Me veo bien así.

—Jamás dije lo contrario—la veo después de picar un tomate—. No es saludable.

—Suenas como Ellen—ríe.

—Y tú pareces un elfo con esa toalla en la cabeza—digo refiriéndome a sus orejas sobresalientes por lo apretado de la toalla sobre su cabeza, vuelve a reír y sinceramente, daría lo que fuera por escucharla reír todo el día—. Y para el recepcionista eres la niña rara de la lluvia.

—Ah, el pingüino siniestro.

—¿El qué?—me burlo.

—No me dejó entrar ni siquiera al vestíbulo esa vez. Esperé por horas bajo la lluvia.

—Algo debiste hacerle.

—¡De qué lado estás!—reclama y me da un golpe en el brazo.

—¿Qué comes a esta hora?—le pregunto enrollando mi pasta en el tenedor.

—¿Qué hora es?—dice haciendo lo mismo.

—Las cuatro.

—Café y a veces galletas—cierra los ojos suspirando al comer—. Esto está delicioso, Jay.

—Es de mala educación hablar con la boca llena.

—¿Qué? ¿Así con la boca llena?—responde haciendo exactamente lo que le dije que no.

—Eres hilarante—sonríe.

—Jay, en serio está muy rico.

—Lo dices porque tienes días comiendo lo mismo como un prisionero.

Mi celular suena desde el mármol, lo tomo antes de que continúe y junto las cejas. El dueño del departamento en Nuevo Goleudy.

—¿Hola?—digo al contestar.

—¿Jay Sullivan? ¿El hijo de Ellen?

—Sí, soy yo.

—Soy Robert, hablamos hace un tiempo sobre el alquiler del departamento cerca de New Bridge—da su presentación y tengo un mal presentimiento—. Llamaba para avisarte que tengo un mejor inquilino.

—¿Qué?

—Sí. El tipo me está ofreciendo mucho dinero y lo estoy manteniendo para ti porque conozco a tu madre.

—Tenemos una fecha planificada, pensé que eso estaba claro—le digo, Meg se detiene a mitad de camino con la pasta en el tenedor.

—¿Quién es?—susurra, le pido un segundo con mi dedo.

—Claro, pero es una oportunidad que me estoy arriesgando a perder.

—Ya te pagamos el primer mes. Tenemos para pagar dos meses más.

—Sí, para eso existen las devoluciones. Deben venir a firmar el contrato tú y tu... Amiga. Recuerda que no hicimos nada formal porque...

—Conoce a mi madre, lo sé—evito sonar tosco—. Estaré en contacto con usted.

—Espero una respuesta más tardar mañana en la tarde.

—Era el dueño del departamento—le respondo a Meg después de colgar.

—¿Y bien?

—Hay alguien más que quiere alquilarlo.

Deja caer su peso en el respaldo de la silla.

—¿Qué haremos?

—Tenemos que estar ahí antes.

—Bueno. Eso no es problema, era lo que teníamos planificado.

—Sí, pero aún antes.

—¿Más antes que antes?

—Sí, por lo menos unos cuantos días antes de lo planeado—la miro.

—Ay, maldición.

—Es el departamento más económico y cercano. Es la opción más rentable que tenemos.

—No comienzan hasta agosto, tendríamos tendríamos un poco más de tiempo para instalarnos completamente. Sería bueno para encontrar algún trabajo—responde.

—Hablaré eso con mi madre más tarde.

—¿No te quedarás?—sus ojos pierden un poco de brillo.

—¿Quieres que lo haga?

—Pues, no lo sé. Papá tiene los miércoles toda la noche.

—Pero debería irme mañana en la mañana. Por la camioneta.

Me sonríe. Continúa con su plato mientras habla sin parar de su padre esforzándose por caerle mejor. La escucho atentamente sin quitarle los ojos del cabello mojado.

—No le guardo rencores—dice—. Lo intenta. No debe ser fácil darte al fin cuenta de que tienes una hija.

—¿No han hablado del divorcio?

—No hemos tocado ningún tema profundo. Realmente ni siquiera el de ir a Nuevo Goleudy. Sabe que me iré, pero le conozco el deseo de que siguiera la tradición de estudiar medicina.

—Es bueno que lo esté intentando.

—Sí. Mi mamá de todas maneras sigue con el otro idiota.

—No tendrás que verla más si no quieres.

—Por lo menos, no después de un tiempo. El día en que lo descubrí ella... Me gritó muchas cosas. Cosas que habitualmente decía cuando estaba enojada... Yno tan enojada conmigo. Pero jamás me había dolido tanto hasta ese momento. Me lo gritó en frente de alguien más. Dijo que había sido, de todas sus desgracias y decepciones, la más triste. Que me había inscrito a las clases de música para no tener que estar aún más tiempo cerca de mi. E igual pasaba cuando me dejaba de pequeña en tu casa hasta muy tarde.

Siento la rabia sangrante en mi interior. Intento comprender lo que debe pensar para decirle esas cosas a la chica maravillosa que intentó durante toda su vida complacerla y que hasta se arriesgó a cambiar su ser para ser aceptada por su madre.

—Creo que por eso soy buena. No dejaba de tocar porque era lo que en ese momento me hacía sentir acompañada. Me exigí a mi misma saber a tocar muchos instrumentos para enseñarle a mi mamá que no era una inútil.

Empieza a darle vuelta a los hilos de masa de su plato.

—En parte lo agradezco—dice—. No estaríamos aquí.

—Entonces, yo también se lo agradezco.

Expulsa una risa melancólica con el puño en la mejilla. Esta vez soy yo quien se levanta para estar a su lado, tomo su siempre helada mano.

—Ni siquiera tu madre tiene el derecho a hacerte sentir menos.

—Nadie me hace sentir menos. Ella no me importa.

—Sí te importa, Meg—le respondo con dulzura.

Se muerde el interior de la mejilla con ojos cristalinos. Se esconde en mi pecho para empezar a sollozar. La levanto desde las piernas y me siento en el sofá gris con ella con la mitad de su cuerpo en mi pecho. Acaricio su cabello todavía húmedo y la presiono contra mi.

—No siempre tienes que hacerte la dura.

—¿Tengo algo mal?—dice en voz baja.

—¿Qué?

—¿Crees que ella vio algo malo en mi que yo no puedo ver?

—No hay nada malo en ti. Nada. Tampoco tienes nada bien. Eres la combinación perfecta entre los dos. No necesitas un millón de personas que te amen, Meg. Perdón si esto no fue lo que esperabas, pero nosotros te queremos. Yo lo hago. Mi madre, tu padre, los gemelos. Hasta la misma Sopa.

Mete su nariz en mi cuello y me abraza como si fuera a desaparecer en cinco minutos.

—Siempre he amado tu olor—intento memorizar cada palabra dicha—. No quiero perder eso, Jay.

—Pase lo que pase, no lo harás. Podré estar mutilado por ti, pero seguiré regresando para asegurarme de que estás bien.

Sus ojos negros me persiguen, su nariz está carmesí y tiene una tenue hinchazón más arriba de los pómulos. Sus cejas oscuras se unen como siempre , es que tiene una forma peculiar de hacerlo. Sé que no conozco a Meg por completo, es un extraño cubo rubik que siempre armo y desarmo pero me he encargado de memorizar sus movimientos. La forma en que abre la boca al reír o como pega los talones cuando está tan feliz que no sabe expresarlo.

Quisiera poder detallarle cada cosa aprendida, destellos que se quedan en mi subconsciente cuando duermo.

—Y con respecto a mi olor—le digo—el tuyo también es bastante agradable. Siempre estoy oliéndote como psicópata.

La hago regalarme una tierna risa que no son muy comúnes en ella. La retengo un momento más en mis brazos.

—Te verías bien con barba cuando seas adulto—dice.

—¿Qué? ¿Por qué?

—No sé, nada más digo.

—Intentaré dejármela cuando a mi cuerpo se le antoje tener vellos parejos.

Sonríe. Se queda descansando sobre mi cuello. Muevo en balanceo las rodillas y siempre encuentro la forma de estar cómodo junto a ella. Mi respiración se va haciendo lenta junto la de ella, siento como relaja los músculos sobre mi. En mi poca cordura de despierto, pienso en lo extraño que es que Meg se duerma tan rápido.

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