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11. Jay

La misma chica pelirroja con quien hablaba el imbécil de Peter vuelve a besarme estando sobre mi regazo. Seguramente, Meg debe estar bailando con él de nuevo. Debería estar adentro con ella y mis dos pies izquierdos y no con la que chica que está profundamente enamorada de él y que rechazó hace menos de media hora. Brotan unas pocas lágrimas de sus ojos azules.

—¿Estás bien?—intento preguntar con amabilidad.

—Si, sí—su respiración se agita, cambia la dirección de su cabello—. Lo estoy. Duele el rechazo, es todo. Debo verme horrible.

—Te prometo que luces muy linda.

—Lo dices para no hacerme sentir mal.

—No soy idiota, Vanessa. Él se lo pierde.

Regresa a mis labios. Busco sentir algo pero es igual que cuando estuve con Lisa. Me siento incómodo, como que no debería estar aquí. Vanessa es una hermosa chica de curvas suaves y firmes, me obligo a pensar en lo afortunado que soy por tenerla besándome el cuello, pero nada cambia. El extraño y desgarrador sentimiento se mantiene en mi pecho desde la noche de mi cumpleaños.

El auto de Vanessa huele a lilas, me pica la nariz por el fuerte olor a esa flor. No es desagradable porque ella huele igual, pero mi cabeza extraña el olor tropical al que estoy acostumbrado.

—¿Qué me dices si...?—Vanessa acaricia con su nariz el borde de mi oreja.

—¿Lo haz hecho antes?—pregunto.

—No soy tan tonta como aparento.

—Bueno, que no lo hayas hecho no te hace tonta.

—Jay—me reprende—. ¿Sí o no?

—¿Estás segura?

Me mira a los ojos.

—No soy Peter, linda—le digo.

—Lo sé.

Ataca mis labios con fuerza mientras me quita el nudo de la corbata. Acaricio sus caderas por encima del vestido.

—Bájame la cremallera.

—Vanessa, ¿de verdad estás segura de lo que haces?

—Yo creo que el que no está seguro eres tú.

—¿Qué? No. Claro que no. No quiero que luego te arrepientas.

—No soy Meg, cariño—usa mis palabras en mi contra, intento no parecer sorprendido.

¿Y si tiene razón? ¿Y si la persona que no está segura soy yo? De mis pensamientos no se quiere ir el cabello negro de Meg que tanto me gusta cuando está suelto. Se ve perfecta con el peinado complicado que elaboró Hailee pero lo que siento que la hace tan libre es su cabello al aire sin ataduras.

—He visto cómo la miras—dice.

—Es mi amiga.

Le bajo la cremallera del vestido y le ayudo a quitárselo por encima mientras cambio mi peso para estar encima de ella. No trae sujetador. Las mujeres a mi alrededor no quieren traer sujetador porque hasta la misma Meg se niega a usar uno de vez en cuando diciendo en voz alta que las mujeres no lo necesitan.

Maldita sea, necesito olvidarla un momento. Le prometí que nada cambiaría. Se supone que en estos momentos, cuando tienes a una chica semidesnuda debajo de ti no deberías pensar en nada más que no fuera eso. Me desabrocha la camisa y aún continúo con ideas en el cerebro. Meg diría que es una lluvia neuronal. Vanessa suspira cuando recorro mi mano sobre su abdomen y llego hasta su pecho. Le muerdo el labio.

—Vanessa. Yo no...

—Cállate. Lo haces bien.

.
.

Me paso los pantalones por las piernas muy incómodamente dentro del auto, creo que soy bastante alto para estar aquí adentro. Vanessa arregla su cabello en el espejo del conductor y retoca su maquillaje.

—¿Cómo te sientes?—le pregunto.

—Bastante bien—responde cerrando el espejo—. Soy fabulosa.

Acompaño su sonrisa con la mía.

—Ella se dará cuenta de lo fabuloso que eres también—me da un beso en la mejilla—. ¿Volvemos adentro? Hace frío.

La fiesta está en su tope, mucha gente bailando alocadamente y con nada de decencia, a decir verdad. Vanessa se reúne con sus amigas y me guiña el ojo. Desaparece. No veo a Meg por ninguna parte y me siento asfixiado cuando intento hacerme paso entre los cuerpos sudorosos, espero que no esté haciendo ninguna estupidez, estoy casi seguro de que está a punto de hacerlo y la mataré si ya lo hizo por lo que me apresuro a buscarla y a decir su nombre por encima de la música. 

Muy poca gente se conserva en las mesas y en la más alejada veo a una chica con un largo vestido blanco, no dudo en ir y mientras más me acerco, veo que tiene la mano apoyada en su barbilla con la mirada perdida. Me impresiona no haberla encontrado bailando o gritando, sino aquí sentada sola y con una expresión triste en su rostro. Me siento a su lado pero no me mira o me dirige la palabra.

—¿Qué te pasa?

—No me siento bien.

—¿Por qué?—antes de que pueda decir algo más, vomita del lado contrario de donde estoy—. ¿Meg? ¿Estás bien?

Me levanto y deslizo mi mano por su espalda. Quito algunos cabellos caídos en su rostro más pálido que de costumbre.

—¿Puedo saber por qué no me llamaste para decirme que no estabas bien?

Vuelve a vomitar. Apoya su cabeza en el respaldo de la silla. Evadiendo el vómito, doy la vuelta para mirarla pero tiene los ojos cerrados.

—¿Meg? ¡Contéstame!

—¿No ves que me estoy muriendo?

—¡No digas eso! ¿Puedes decirme qué mierda tomaste? ¡Di algo!

—Deja de gritarme.

—¡No te estoy gritando! ¿Qué tomaste, Meg?

—Quiero ir a casa.

—¿Con tu papá?

Niega.

La ayudo a levantarse, llevo el dorso de mi mano a su frente. Tiene fiebre.

—Tengo frío.

—Claro que tienes. Estás con fiebre.

La temperatura está baja a afuera, la cubro con la chaqueta del traje mientras llegamos al auto.

—¿No dejaste nada?—vuelve a negar con la cabeza.

Mientras conduzco la veo de reojo y maldición, estoy tan molesto que quiero gritarle por ser tan irresponsable.

—No sé qué te pasa. Te dejo dos minutos, me dices que te puedes cuidar sola y esto sucede—digo con la voz más calmada que puedo, me saca de quicio.

—No tienes porqué cuidarme—responde débilmente con la cabeza apoyada en la ventana. Tiene los ojos cerrados y se abraza a sí misma, estoy seguro de que su fiebre no ha disminuido.

—Sí tengo qué, Meg. Deja de ser tan impertinente. Dios. ¿Por qué te haces esto?

—Calla.

—No me voy a callar. Actúas como si no midieras tus actos. Ni siquiera puedes hablar para decirme qué tomaste. Estoy tan molesto contigo. No te entiendo.

Al llegar de nuevo a casa, la ayudo a subir las escaleras en silencio. Mamá nos mataría. Meg hace un triste intento de correr con pies tambaleantes hasta el baño donde se agacha y vomita en el inodoro. Le sostengo el cabello una vez más. Le ayudo a quitarse las horquillas de su peinado cuando se recuesta en la tapa. Alissa me enseñó a trenzar el cabello de sus muñecas así que le hago lo mismo procurando que no sea muy apretada, debe ser igual y creo que para no tener tanta práctica, quedó bien y lo más importante quitó las hebras del cabello que molestaban en su cara.

—¿Estás mejor?

No contesta.

—Meg—la sacudo, levanta las cejas—. Respóndeme.

—Nix me dio algo.

—Nunca aprendes, ¿verdad?

—Tomé poco.

—¿Antes de que bailaramos?—asiente—. Voy a matarlo. Y a ti también. Sabes lo mal de la cabeza que está y tú le aceptas un vaso de algo que no sabes lo que podría ser. Algo peor pudo pasar. Cualquiera se pudo aprovechar de ti contigo así.

Por un instante echo a un lado mi rabia y agradezco llegar a tiempo.

—¿Necesitas ayuda para levantarte?—asiente. Aún tiene fiebre y está bastante pálida—. No te imaginas lo molesto que estoy contigo.

—Cárgame—suspiro.

—Debería obligarte a caminar. Pero no soy imbécil y eso hace que me enoje más.

Sujeto su espalda y piernas. Se encoge discretamente en mi pecho, está caliente y veo que le castañean los dientes. No abre los ojos desde el auto y estoy cada vez más preocupado, quiero matar a Nix por ser tan idiota.

—¿Te ayudo a cambiarte?—asiente.

De mi ropa saco una camisa ligera que pueda cubrir algo de sus piernas, está lo suficiente caliente para agregar más grados a su temperatura. He desvestido a Meg en un par de ocasiones por sus borracheras, no debería estar nervioso. La ayudo con su vestido bajando el cierre y me reprendo cuando trago. Le paso la camisa por la cabeza y se saca la tela debajo de su pijama improvisado. No quita de su cara el disgusto de sentirse mal.

—¿Quieres vomitar de nuevo?—pregunto cuando le pongo un paño mojado sobre la frente. Niega—. Meg. Necesito que hables.

—No.

—Voy a matar a ese inútil. No aprendes. Deja de ser tan terca.

—Jay. No estoy para regaños—su voz es ronca, rasposa por la bilis que quemó su garganta al vomitar.

—¿Sigues teniendo frío?

Mjúm—le pongo los dedos en el cuello, no le ha bajado ni un poco.

—¿Qué te tomaste?

—No sé que era.

Mi teléfono suena, lo contesto antes de que mamá despierte. Por suerte tiene el sueño pesado y es una ligera ventaja en estos momentos.

—¿Sí?—contesto.

—¡Jay!—Hailee suena algo borracha—.¿Dónde están Meg y tú?

—Meg casi muriendo. ¿Por qué la pregunta?—respiro profundo después de mi respuesta.

—¿Qué? ¿Qué le pasa?

—Tiene fiebre. Está segura que fue por lo que el bastardo de Nix le dio.

—Mierda. Otra chico se fue de la fiesta por lo mismo.

—¿Qué fue lo que bebieron, Hailee? Le he preguntado ochenta veces a Meg y no quiere decirme, tengo seguridad en que ni siquiera sabe.

—Yo tampoco sé. Tal vez una droga.

—¡¿Una droga?!—grito en susurro—. ¡Hailee! ¿Sabes lo peligroso que es? ¡No tengo una idea de cómo cuidar a Meg en esto!

—¡No sé si fue así! ¡Sólo supongo porque es lo que escuché! Cálmate, seguro estará bien.

—Vomitó más de dos veces, Hailee.

—Ay, maldición—veo a Meg con el paño para su fiebre—. Intentaré buscar respuestas.

—Por favor—cuelgo la llamada y me siento en el borde de la cama con la cabeza en las manos.

¿Qué debería hacer? El papá de Meg la mataría antes de que pudiese explicar algo y mamá me mataría si ve a Meg en este estado. Queda esperar. Si empeora, prefiero recibir un enorme castigo a que le pase algo.

—¿Cómo te sientes?

—Apaga la luz.

Me levanto a hacerlo, para después recostar mi cuello y espalda sobre la cabecera de la cama mientras juego con la trenza de Meg en la oscuridad. Su respiración es pausada y no aparenta estar dormida, mido su temperatura y está un poco mejor. No ha recuperado el color ruborizado de su piel, suspira con los dedos entrelazados en su abdomen.

—¿Quieres volver a vomitar?

—Si vuelves a preguntarlo, querré hacerlo.

—Te mueres y te mato.

—Me muero y te dejaré matarme—sonríe.

—No debiste beber de un vaso de cualquiera. Tienes instintos suicidas. Espero que hayas aprendido una lección para la universidad. ¿Quieres morir?

—La muerte no debe dar miedo.

—No debe dar miedo si eres un anciano feliz con sueños cumplidos. No una adolescente intoxicada por quién sabe qué.

—Es igual.

—Debes cuidarte, Meg. No creas que se me pasó el enojo—su temperatura está más regular.

—No puedes molestarte por siempre.

—Sí. Sí puedo si te mueres.

—Sobreviviré. Lo prometo.

—¿Así como prometiste no beber más líquidos que sabes que son malos para ti?

—Eso fue antes. Ahora soy una persona nueva—río. Me quito los zapatos para echarme a su lado.

—Quítate—ordeno.

—¿Qué dices?

—Permiso, por favor—digo entre dientes—. Te aprovechas de que estás enferma.

—No estoy enferma.

—Solamente moribunda. Pero enferma no.

Estamos como antes de que todo pasara. Mirando las estrellas en el techo como lo más fascinante. Meg aparta el paño húmedo de su vista, tiene los ojos algo inflamados pero no demasiado como para preocuparse. En medio de la oscuridad, las estrellas le hacen compañía a nuestras pensamientos. Sigo pensando en mi momento con Vanessa. 

No soy Meg, cariño

Claro que no lo es. Nadie es Meg. No quiero abrir la boca y decir algo de lo que pueda arrepentirme, las cosas son distintas pero ninguno quiere admitirlo. Después de sentir tanto, es casi imposible reprimirlo.

—Hay días en que pienso cosas estúpidas—dice.

—Siempre piensas cosas estúpidas, es lo que te hace tú.

—Cállate. No me refiero a eso... A veces me gustaría ser alguien más.

—No digas eso jamás.

—¿Por qué? Creo que todos lo hemos pensado alguna vez.

—Sí, pero sin ti... Muchas cosas serían distintas. Quizás jamás hubiese entrado a New Bridge.

—Sí, pero...

—No hay peros—le interrumpo—. No desees ser jamás alguien que no eres tú. Por cada vez que pienses eso, hay otras diez personas queriendo ser Meg Labrot.

—Eres un tonto.

—Yo igual te quiero, alcohólica.

Mientras cierro los ojos, pienso en lo bonita que es su sonrisa y en lo mucho que quiero matarla por casi morir esta noche.

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