09. Jay
Las sábanas están en la habitación de abajo junto con la ropa limpia, pero no quiero bajar y encontrarme a Meg despierta. Aunque ya debe estar dormida mientras estoy despierto con una vena al borde de estallar por la migraña. Siento un escalofrío recorrer mi espalda, la temperatura está muy baja. Me levanto a ponerme un suéter sin dejar de pensar en Meg quien se apoderó de mi cobija.
No logro identificar lo que siento, hay demasiadas preguntas en mi cabeza. No entiendo por qué no puedo dejar de pensar en su cabello negro que enmarcaba su rostro mientras me besaba.
La pregunta que más hace ruido dentro de mi es: ¿Para qué abrí la boca?
Giro por séptima vez en la cama. Sus manos en mi cabello, las mías acariciando sus piernas. La calidez de cuerpo sobre el mío sigue vigente. Respiro. ¿Qué me pasa? Es mi mejor amiga, fue producto de la borrachera. Punto. Pero... ¿Por qué no se detuvo? Aceptó que la besara, no protestó cuando la apreté en mi pecho. Tenerla tan ver cerca provocó que algo dentro de mi se agrietara, algo nuevo. Es fácil besar por pasión, por amor es diferente.
¿Amor? Claro que la amo, es como mi hermana, he crecido con ella. Sin embargo, no encuentro la respuesta al por qué deseo más. Quería que se quedará a dormir aquí. Conmigo. Quiero pedirle disculpas por lo que dije, fui un idiota. Lo dije por miedo a arruinar nuestra amistad, no quiero perderla. Busco la razón por la que dije que sí iba a besarla en la fiesta. Yo no quería detenerme.
Su piel se sintió suave, tiene un bonito olor a frutas tropicales en su cuello, donde se siente más. Me gusta ese olor. Incluso en la cama se conserva, es tan fuerte como lo es ella. Ese carácter terco que me saca de quicio. No puedo dormir, no si continuo pensando en lo increíble que se sintieron sus labios.
.
.
Siento que dormí diez minutos cuando mis hermanos saltan encima de mi como un trampolín y el sol entra por mis ojos. Alissa se sujeta de mi cuello y me besa las mejillas, Aaron por el contrario, me golpea el estómago sin saber lo que le conviene. Los cargo a los dos de cabeza.
—¡No, Jay!—ríe Alissa—. ¡Bájanos!
—¡Mamá dijo que fueras a la cocina!—grita Aaron sin dejar de reír.
—¿No volverán a entrar así?
—¡Yo sí!—dice Aaron—. ¡Yo quiero mi cuarto como el tuyo!
—Cuando seas mayor.
Los tiro a la cama y al salir, me siguen corriendo.
—¿Por qué Meg está durmiendo en el sillón, Jay?—pregunta Alissa a mi oído cuando la ve arropada como un capullo.
—Ella quiso.
—¿Está enojada contigo?
—Sí, eso creo.
—¿Y tú estás enojado con ella?
—Un poco nada más. Pero que eso no te preocupe, niña preguntona—le beso la cabeza.
En la mesa hay un gran pastel de chocolate con velas sin encender. Mamá me mira con reproche con un puño sobre la cadera.
—¿Qué?
—¿Por qué dejaste que Meg durmiera afuera? ¿No te he enseñado nada?
—Ella lo quiso. Yo insistí.
—¡Jay!—me palmea el brazo—. Algo tuviste que hacerle.
—¿Estás de su lado?
—No estoy del lado se nadie. Pero tienes que resolverlo.
Alissa y Aaron despiertan a Meg haciendo lo mismo que conmigo. Sólo que Aaron si le da su cariño.
—Aaron casi me mata—mamá ríe mientras coloca más velas en el pastel.
—Jay, por favor. Es un niño.
—Tiene mucha fuerza, mamá.
—Los diecinueve creo que no te vinieron con mucha madurez—la miro ofendido.
Meg llega hasta nosotros estirando su espalda, no puedo mirarla a los ojos. Me sorprende que salude como normalmente lo hace.
—¡Esto se ve tan bien!—le dice a mi mamá con entusiasmo, mi cabeza palpita con dolor—. Se ve delicioso. Espero uno en mi cumpleaños.
—Lo enviaré a Nuevo Goleudy, lo prometo.
Maldición.
Debo resolver las cosas con Meg. La miro con discreción mientras ayuda a mamá con los platos. Mamá sigue en pijama, así que no creo que trabaje hoy y es un problema. Sonríe por algo que mamá le comenta, ¿cómo puede lucir tan bien? Me molesto con ella por no entender lo que intenté decirle. No me escuchará a menos que me grite y se escape constantemente de mi. No me mira, incluso sentada frente a mi, canta feliz cumpleaños y no se acerca a abrazarme.
—Puedo preguntar...—dice mamá mientras corta el mórbido pastel de chocolate—¿qué ocurre que no se hablan, ni insultan o se miran?
—Nada—responde Meg antes que yo con naturalidad. La miro uniendo mis cejas.
—¿Por qué no les creo?
—Todo está bien, mamá. De verdad.
—No les creo. Pero tienen que arreglarlo. Son amigos.
Meg se sobresalta un poco a la mención de la palabra, abre la boca pero su teléfono suena. Su rostro cambia a una expresión asustadiza cuando ve el nombre del contacto.
—¿Qué pasa?—le pregunto. Vuelve a sonar.
—Subiré un momento a tu habitación.
—Voy contigo.
No me dice nada, se ve nerviosa. Bota un suspiro entrecortado por la boca antes de contestar.
—Hola, mamá.
El peso me cae de golpe. Se sienta con los ojos perdidos, desde aquí puedo escuchar gritos y la mirada de Meg se vuelve vidriosa conforme pasan los minutos. Se muerde con fuerza el interior de la mejilla y después la uña del dedo índice.
—No seguiré hablando contigo—responde con una firmeza que no combina con su apariencia llorosa—. Es tu vida. Eres responsable de lo que te pasa, no es mi culpa que hayas sido egoísta e irresponsable. No vuelvas a llamarme para hablarme así.
Le corta el teléfono. No habla, no siento que respire. Veo como traga y se amarra un moño bajo en el cabello.
—Bien—se levanta con una palmada—. Vamos por ese pastel.
—No tienes que hacerte la dura conmigo.
—Lo sé—sonríe sin mostrar los dientes.
Mamá me da un enorme pedazo que no veo problema en acabarlo, pero Meg come en trozos que apenas se ven en el tenedor. Habla con Alissa y limpia los bordes de la boca de Aaron llenos de chocolate.
—No estoy de acuerdo con que sea lo que desayunemos, pero es una ocasión especial y no cortamos el pastel ayer—dice mamá con un pedazo en la boca—. Y no miento cuando digo que este es el mejor que he hecho hasta ahora.
—Concuerdo—digo.
—No iré a la fiesta de graduación—miro a Meg, mamá igual.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué dijo Miranda?—pregunta mamá.
—Devolvió mi vestido, regresó todo para ese día.
—¿De verdad crees eso?
—No lo creo. Lo dijo. Y si lo dijo, así fue.
—No puedo creerlo, Meg—los ojos de mamá se abren con enojo y suelta el tenedor en el plato—. Miranda es increíble y no de buena forma. No quiero ser grosera con respecto a tu madre, pero ella sabe que es muy importante en la vida de cualquier adolescente, es un día inolvidable.
—Sí, pero ya está hecho. No discutiré con ella.
—¿Qué dices si alquilamos algo? A Jay le falta una corbata—no me falta ninguna corbata, pero no le contradigo.
—¿Qué? No, Ellen. No podría.
—Meg, te conozco desde que eras una niña. Para mi no es una carga, ni una molestia.
—Podría pedirle a Hailee algo prestado.
—No, no. Necesitas algo bonito, Meg. Déjame hacer esto por ti—coloca una mano sobre la de Meg. Ella sonríe con una mirada esperanzada, me parte el corazón.
Siento mi rabia crecer hacia Miranda.
—Llamaré a Rose para que venga. Conozco una excelente tienda.
Mamá se levanta con emoción, empieza a limpiar todo con rapidez mientras balbucea sobre lo bien que se verá Meg con un vestido de fiesta.
—¿Irás conmigo?—me armo de valor y tomo su brazo, siento la corriente eléctrica.
—Claro. Es lo que planeamos—sonríe.
Actúa como si nada hubiese pasado y me duele. Su indiferencia no parece fingida, yo no puedo quitarme la imagen de su cuerpo sobre el mío. La sensación de tenerla un momento sólo para mi. ¡Y actúa como si nada! Ni siquiera puedo dejar de relamerme los labios en busca de la esencia de fresa que sentí en la fiesta.
Cuando entro a la habitación, veo como termina de colocarse una de sus camisas favoritas. Lo que faltaba. Siento mi corazón acelerándose y me tapo la cara con una mano cerrando los ojos.
—Jay, puedes ver. Ya estoy vestida. Toca la próxima vez, que no se haga costumbre que me veas en ropa interior—ríe. Pero yo no lo hago, crea un cosquilleo en mi estómago. Es tan incómodo.
—¿Por qué estás fingiendo que nada pasó?—pregunto, me acerco a ella
—¿De qué hablas?
—Meg, no mientas cuando sabes de lo que te estoy hablando.
—Nada pasó.
—Entonces supongo que soñé que te besaba—hablo en voz baja. La cara de Meg se enrojece.
—Dije que nada pasó. Olvídalo.
—¿Puedes dejar de decir eso, por favor?
—Es la verdad, estoy diciéndote justo lo que acordamos anoche.
—¿Anoche? Anoche no acordamos nada. No entendiste lo que quise decirte.
—Pues, dímelo. Sigo esperando la explicación—cruza los brazos, apoya su peso en una pierna.
—Lo dije porque pensé que dirías algo como que no querías que se arruinara nuestra amistad.
—Y si lo pensaste, ¿por qué me besaste?
—No. No sé, yo—tartamudeo sintiéndome estúpido—. Estaba un poco borracho, supongo.
—Entonces, bien. No significó nada. Olvidémoslo y hagamos como que nada de esto pasó.
—¡Tampoco dije eso!
—Jay, basta. No quiero discutir más.
Me aproximo más a ella, uso mis centímetros de más para obligarla a verme y que suba la mirada.
—Meg, no puedo.
—¿Qué no puedes?—quiero decirle que no puedo sacarla de mi cabeza, que quiero besarla de nuevo. Pero me callo—. ¿Qué no puedes, Jay?
Le hago sombra a su rostro. Quiero tomarla de la cintura y besarla para que se calle.
—Eso pensé.
Me esquiva, pero antes de salir, voltea a verme.
—Dejémoslo así. En serio. Todo está bien, fue el momento.
Para mi fue más que el momento, no entiendo cómo logra verlo así. Me enojo conmigo mismo por no poder hacer lo pienso. Pudiera haberlo hecho con cualquier otra chica y a Meg ni puedo acercarme porque me paralizan sus ojos oscuros como la noche solitaria. No entiendo qué me está ocurriendo, me estoy volviendo loco. Tengo esta necesidad de besarla, que sea dos minutos sólo para mí. Pero ese es el problema, Meg no es nadie, es de ella. Eso es lo que hace que quiera darme golpes de cabeza contra la pared porque me encanta que así sea. Aunque ya tengo suficiente con la migraña que crece y palpita.
.
.
Hace calor en el centro comercial, la temporada de verano hace que haya más gente de costumbre y las tiendas de artículos playeros se abarroten, las dos plantas son iluminadas por el techo de vidrio que aunque hace que luzca espacioso y agradable, es bastante caluroso por todo el sol que entra.
Muchas personas usan pequeños pantalones o franelas que dejan al descubierto sus axilas. Me estoy arrepintiendo de ponerme una camisa cerrada, los lentes se me resbalan del puente de la nariz constantemente por la humedad de las gotas de sudor que se acumulan. Será un largo día, Meg y mamá caminan delante de mi. Mamá tiene sus lentes de sol puestos que insiste en que la hacen ver elegante.
—Siempre vengo aquí cuando tengo algún evento al que debo asistir. La encargada es mi amiga. Te prometo que encontraremos algo que te hará llorar de felicidad.
—En serio, no tenías que molestarte.
—Es un placer ayudarte, Meg—acaricia su brazo con cariño.
Meg suelta un suspiro de alivio al entrar a la tienda. Está mucho más fresco aquí, la temperatura de mi cuerpo empieza a bajar. El aire frío es una bendición en donde vivimos. Mamá habla con la chica pelirroja del mostrador, se saludan e intercambian una serie de miradas en nuestra dirección mientras conversan. Puedo imaginármela viniendo aquí para alquilar los vestidos negros que lleva a casa.
La tienda no es demasiado grande. Repleta de vestidos de tonalidades fuertes y suaves, de todas texturas. Hay dos espejos al ras del suelo decorados en sus bordes con luces circulares blancas. El piso lo cubre una alfombra delicada de lana blanca hasta donde llega el mostrador negro mate que tiene de vista al frente el vestidor de cortinas salmón, a unos pasos diagonal al mostrador con uno de los espejos detrás, se encuentra en el piso una plataforma circular iluminada en su borde con las mismas luces que los espejos.
—Jay—me llama Meg viendo una etiqueta de los vestidos.
—¿Qué pasa?
—¿Viste esto?—me señala el precio sin soltar la etiqueta. Su boca se mantiene entreabierta—. Es demasiado dinero.
—No te preocupes por eso.
Eso correrá por la cuenta de mi buen jefe. No le molestará. O fue lo que dijo mamá guiándome un ojo antes de salir de casa.
—No puedo aceptarlo. Esto tendría que hacerlo yo. O mis padres.
—Lo hiciste, lo pagaste con el dinero de las clases de música—me mira sorprendida—. Sí. Sé que seguiste a pesar de que tus padres te lo prohibieron.
—No se compara a esto. No... Yo no puedo.
—¡Meg, mira este!—la llama mamá. La chica pelirroja de zapatos negros elegantes está al lado de mamá con las manos cruzadas.
Me reprocha con los ojos antes de acercárseles, puedo notar que se siente incómoda por los halagos de la encargada pero sus sonrisa es agradecida. Miranda convenció a Eric de que era su responsabilidad pagar cada cosa que Meg quería por capricho pero comenzó a ganar su propio dinero dando algunas clases de guitarra en la escuela.
Sólo me enseñó el vestido y no cuánto dinero le costó. Comparándonlo con los de este lugar, no debió gastar mucho. No estaba mal, pero no era el adecuado. Además de que ha estado ahorrando para los gastos en Nuevo Goleudy.
Meg y yo estaremos solos en Nuevo Goleudy. La imagen de verla despertar cada mañana se va tan rápido como aparece en mi cabeza. No tengo catorce. No sé que me ocurre. Pero se ve tan bonita con el vestido azul de pedrería que se prueba que me cuesta trabajo no volver a sentir el sabor de sus labios en mi boca. Me hipnotiza su sonrisa.
—¿Qué dices?—Meg me señala el vestido.
—Pues, yo digo que se te ve muy bien.
—No sé. No siento que sea el indicado—dice la encargada.
—Sí, yo tampoco—le responde mamá con una mano sobre su brazo—. Probemos con el rojo.
Meg sale de nuevo del vestidor. No se ve muy convencida.
—No sé mucho de vestidos, pero sí de color. Me gusta.
—No pueden gustarte todos los vestidos que me ponga.
—No son los vestidos—me mira con una cerca arqueada—. Quiero decir. Te verás bien con el que te pongas, lo sé.
—Megan...—interrumpe la encargada con una vestido blanco al hombro.
—Es Meg—responde cortésmente.
—Lo siento, Meg. Creo que este podría ser.
Vuelve a salir con un vestido blanco con pedrería brillante entallado hasta un poco más abajo de sus caderas, le sigue una falda voluptuosa en espiral. Me quedo sin habla, no tengo dudas de que me veo impresionado.
—¿Te gusta?
—Wow.
—¡No puedo creerlo! ¡Luces perfecta!—exclama mamá subiéndose los lentes de sol hasta la raíz de su cabello.
—Sí. Creo que este es mi favorito, señora Sullivan.
—El mío igual—las mejillas de Meg se oscurecen en un matiz rojo. Mamá me mira.
Mientras paga y tiene una charla sobre el último vestido que usó, Meg se mira un poco más en el espejo.
—Esto es muy caro.
—Quizás la encargada buscó el más caro a propósito—ríe.
—No lo dudo.
—Creo que este vestido estaba esperando por ti.
—Mientes.
—¡No miento!—me mira irónica—. Eres hermosa.
—Está mal mentir.
—Es la verdad más sincera que jamás he dicho.
—Deja de hacer eso.
—¿Irás conmigo de verdad?
—Claro que sí. Ya te lo dije.
—¿Nadie más te invitó?—me mira con una ceja arqueada.
—Iré contigo.
—¿Tus padres irán a la graduación?—se toma unos segundos para responder.
—Mamá no. Papá, lo dudo. Está muy ocupado y creo que mamá no me quiere ver por el resto de su vida—mira distraída la falda de su vestido—. Bien, iré a cambiarme.
—Deben estar orgullosos.
—Eso quisiera creer—me dirige una mirada rota antes de entrar al probador.
Ellos deberían estar orgullosos de Meg.
.
.
Meg no deja de agradecerle a mamá en el camino de regreso. Mi corazón se retuerce al saber que está triste. No sé qué clase de padres ponen de primero su trabajo antes que a sus hijos. Mamá la abraza cuando estaciona y le pregunta si también le gustan los zapatos plateados que combinan con su vestido pero antes de que pueda responder, Meg palidece. Miranda está sentada en la entrada de la casa. Su cabello está desaliñado y las ojeras debajo de sus ojos son prominentes, parece haber perdido todo el control.
—Quédate en el auto—le dice mamá a Meg, coloca su mano en la pierna de Meg para tranquilizarla sin quitar la vista del rostro enrojecido de Miranda.
Miranda se levanta estirando su falda cuando camina hacia a ella. No tiene sus zapatos altos por lo que mamá le gana por unos centímetros.
—Jay, ella vino sola.
—Lo sé. Está bien, no te asustes.
—Yo no le dije nada—su voz se corta.
—Meg, está bien—desde el asiento de atrás coloco mis manos sobre sus hombros.
—¡No voy a dejar que se quede aquí!—le grita Miranda a mamá, parece estar borracha por lo mucho que le cuesta hablar—. ¡Que pague lo que hizo!
—¡Es tu hija, Miranda!
La respiración de Meg hace que su pecho suba y baje con dificultad.
—Jay, vayan por la puerta de atrás—dice mamá mientras Miranda continua hablando con lágrimas en la cara.
Meg está asustada, se baja del auto con manos temblorosas, no ve la cara a su madre, a la única persona que le teme.
—¡Jamás debí tenerte! ¡Te odio! ¡Te odio!—le grita.
Al entrar, Meg comienza a hiperventilar. Me toma del brazo y su rostro se torna cada vez más rojo, no llora, busca aspirar aire.
—Necesitas respirar, Meg—no reacciona, la sacudo de los hombros—. ¡Meg!
Finalmente me mira a los ojos y empiezan a correr lágrimas por su rostro. La abrazo acercándola a mi pecho y me rodea como si pudiese caer en cualquier momento. Durante nuestro tiempo de amistad, la he visto llorar muy poco, su madre se lo prohibía y lo sigue evitando. Pero ahora está en mis brazos, rota. Estos últimos días ha soltado más lágrimas que nunca. Su madre continúa gritando afuera y juro escuchar sirenas de policía. Se la llevan.
Me la llevo a la cocina, mamá le da un vaso de agua. Se limpia la nariz con el dorso de la muñeca.
—Meg...—mi madre toma sus manos—no quiero interponerme entre las decisiones que tiene tu madre para ti. Pero si te ahorra dolor, lo haré. Cuando era niña tenía una madre como la tuya. Nos abandonó cuando cumplí los catorce y nunca estuve más feliz en mi vida. Después tuve una madrastra y fue lo mejor que puedo recordar de mi adolescencia. Ya... No hablo con ellos. Pero me hubiese gustado que alguien hiciera conmigo lo que hago contigo. Eres una chica increíble, bonita e inteligente. Capaz de hacer todo lo que quieras. No dejes que esto sea impedimento para alcanzar lo que deseas hacer.
Meg la abraza, en su cara puedo ver la tranquilidad que se expande hasta que logra relajarse.
.
.
No es tarde. Pero nos acostamos a ver las estrellas artificialmente reales de mi techo. No hablo, no habla. Su cara sigue ligeramente hinchada por las lágrimas. Le tomo la mano y no la aparta, tampoco me mira.
—Eres una de las mejores cosas de mi vida. ¿Lo sabes no?—digo.
—Lo sé. Y tú de la mía—suspira—. No puedo recordar ni un buen momento con mi mamá.
—No es tu culpa.
—Jamás fue a mis presentaciones, no me ha escuchado ni una vez tocar. No recuerdo jamás que me haya dicho te amo. Me odia, Jay.
No encuentro que decirle. No puedo decirle que es mentira, su madre no quería tenerla. Pero la abrazo. Mientras está en mi pecho siento algunas de sus lágrimas humedecer mi camisa.
—Es estúpido llorar por eso, ¿no?
—No es estúpido llorar por nada. Es necesario.
—Ella no me quiere.
—Intentaste todo. Eres perfecta como eres, no tienes que demostrárselo. Yo lo sé. Con defectos y malhumor sigues siendo perfecta. Y te sobra malhumor—ríe—. No dejes que alguien defina tu futuro.
—Te quiero.
—No me queda de otra decir que yo también, porque me golpearías—evidentemente me golpea, sonríe y hace que me sienta lleno.
—Lo único que le agradezco son las clases obligatorias de piano.
—¿Haz pensado que no estaríamos aquí si no te hubiesen dejado hasta tarde en la escuela? Sé que me odias por ponerte Miss Meggy, pero por eso te conocí.
—Claro, James P. Sullivan.
Papá todavía estaba aquí cuando vimos por primera vez esa película. Meg por fin encontró un sobrenombre con el que fastidiarme. Después de eso, papá se dio cuenta de que el nombre que había elegido para mi era bastante similar al de una caricatura.
—Soy Jay, no... James.
—¿Piensa mucho en tu padre?
—Todo el tiempo. Él también te quiso.
—¿No te gustaría volver a jugar?
—¿Baloncesto? Jamás.
Durante el accidente, una de mis rodillas salió afectada. Tuve que ir a rehabilitación durante un tiempo, saltar me asustaba cuando empecé a recuperarme. Empecé a jugar baloncesto porque papá era una fanático y quería enseñarme. No era malo en eso, pero no es lo mio. Después de su muerte, lo que menos quería hacer era jugar, así que seguí con la pintura.
—Papá siempre me decía que hiciera lo que yo quisiera.
—¿Sigues soñando con él?
—Ya... No—sonrío triste—. Eso es, algo bueno. Ver su pecho en el volante no era una imagen nada bonita cada noche desde ese día.
—Tu padre no merecía morir. ¿Por qué a la gente buena le pasan cosas malas?
—No lo sé. Cada cosa pasa por algo. Para enseñarnos. Acepté que murió porque debía, pero... Sigo extrañándolo. Además de que estoy tan preocupado por dejarlos a ellos aquí, si pasa algo, no estaré aquí para cuidarlos.
—Hablas como un adulto.
—Cállate.
Se apoya de su codo para verme. Y me sonríe.
—Eso no es malo, no seremos niños para siempre.
—¿Te gustaría volver a ser niña?
—No lo sé. No cambiaría nada porque no sería yo ahora.
—No te conocería.
—Seguramente sí. De una u otra forma—responde.
Cruzamos miradas, se muerde el interior de la mejilla. Espirales de corriente rebotan en mi pecho y por todo mi cuerpo.
—¿Por qué no quieres hablar de lo que pasó?
—Jay. No comiences. No hay que hablarlo.
Sus labios me llaman injustamente.
—Te dije que fue el momento. Los dos estábamos algo pasados. Tú bastante, en realidad y...
Regresa su vista a mi para terminar su oración, la beso. Corto, lo suficiente para hacerla callar. Vuelvo a sentir su esencia a fresas.
—Cállate—le digo—. Tú no lo estabas.
—¿Qué nos está pasando?—no se aparta de mi rostro.
—No tengo idea, pero... No quiero averiguarlo por ahora.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro