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CAPÍTULO 43

De algún modo, Perséfone esperaba sentirse distinta al mirar a Tom. Como si el hecho de que ahora compartieran un alma fuera a cambiar algo, sobre como se sentía con ella misma o quizá sobre cómo se sentía respecto a él, pero no fue así, y cuando la piel de él adoptó normalidad y su forma general adoptó solidez, el único efecto secundario que ella experimentó fue la oscuridad bordeando su visión, como un manto de sombras luchando por envolverla.

Inicialmente, ella se paralizó, peor mientras recobraba la racionalidad, y casi por instinto, se arrodilló y bajó la mirada. No lo miró acercarse, en realidad no lo miró en absoluto hasta que sintió su mano entre las hebras de su cabello rojizo, deslizándose hasta su mejilla para sujetarla con ligereza casi desdeñosa, haciéndola alzar la vista.

—Lo lograste—dijo Tom. Perséfone se estremeció un poco y se puso de pie, no pidió permiso, pero él tampoco hizo ningún ademán de exigir que lo pidiera. Ella se sentía en terreno algo pantanoso en esos momentos, a sabiendas de que él ya no la necesitaba más, y que la dinámica de poder bastante equiparable que habían mantenido se desmoronaba entre sus manos, porque él ya no era solo Tom, el chico encantador y misterioso del diario, sino que también era el Señor Oscuro, aquel monstruo que había doblegado al mundo en una guerra que habrían jurado que sería eterna.

Era difícil rendirle respeto, entonces, no porque no creyera que se lo mereciera, sino porque era difícil conciliar las historias de miedo que había escuchado sobre la época en la que su poder estuvo en auge, y la persona de la que ella se había enamorado.

No experimentaba dilemas éticos, por supuesto. Lord Voldemort había asesinado a sus tíos, Fabian y Gideon Prewett, cuando ella era una niña, demasiado pequeña como para recordar al par, pero eran las únicas pérdidas que ella en especifico había sufrido, y no le dolían particularmente. Le habían causado más dolor las personas en su familia, las que se clamaban su sangre, que el villano que había sumido al mundo mágico en una época oscura. Y si siempre había estado dispuesta a hacer lo innombrable por las personas que le importaban, Tom no tenía por qué ser la excepción.

Aún así no tenía la menor idea de qué era lo que él esperaba de ella. Y eso la aterraba, porque no estaba lista para volver a sufrir un corazón roto tan pronto.

— ¿Todo este tiempo fue todo lo que se necesitaba para liberarte? ¿Que yo matara al basilisco? Lo habría hecho mucho antes si me lo hubieras pedido, hubiera sido más fácil de aceptar que tu sugerencia de matar a Ginny.

—Hiciste más que matar al basilisco. Me diste tu alma. Para muchas personas, romper tu alma es un acto tan terrible que no puede ser superado por ningún otro. Muchas personas preferirían masacrar a toda su familia sin piedad que romper su alma y ponerla en manos de alguien más.

—Jamás habría imaginado que era posible —admitió Perséfone. Tom sujetó sus manos y examinó las heridas en ellas, delineando los cortes con la punta de su dedo pulgar, casi metiendo el dedo en la yaga y haciendo que ella soltara un ruidito entrecortado por el dolor, pero bajo su tacto, pronto las heridas comenzaron a cerrarse. La sangre permaneció como única evidencia de que alguna vez había estado lastimada—. Pareces disfrutar de curar mis heridas, no es la primera vez.

—Solo los mortales sangran, no puedo dejar que nadie nunca piense que eres mortal, ni siquiera tú —respondió Tom, todavía mirando sus manos y frunciendo el ceño con concentración.

Solo cuando notó el esfuerzo que él parecía estar haciendo, ella se dedicó a pensar en que estaba usando magia para sanar sus cortadas sin utilizar una varita. Magia sin varita. Algo que muchos consideraban imposible, algo que solo podía mostrar su impresionante poder, y por algún motivo eso la atrajo aún más.

— ¿Porqué salvar a alguien entregando una parte de tu alma sería tan aborrecible? —insistió Perséfone, después de algunos segundos. La mirada que él le dirigió después la hizo pensar que quizá se había extralimitado, porque Tom jamás la había mirado de esa forma antes, ni siquiera cuando lo había abandonado y más enojado había estado.

—Es una magia muy oscura, más que eso, incluso, es un arte dentro de la categoría de magia negra. No hay mucha información al respecto en casi ningún lado, pero no eres la primera en hacerlo. Se llaman Horrocruxes —explicó Tom, soltándola y mirándola con cautela, mientras una sonrisa empezaba a extenderse por su rostro—. Objetos, animales o personas en los que se guarda una parte de tu alma. No están diseñados para salvar a nadie, Perséfone, sino para que, aunque se destruya el cuerpo de la persona, ésta no muera, debido a que una parte de su alma sigue intacta. El diario era un Horrocrux hasta antes de que yo me liberara, pero tengo más, y nunca le contaría eso a alguien vivo, pero puedo decírtelo a ti, porque ahora, con tu alma en mí, me convertí en un Horrocrux, tuyo. Y mientras yo exista, tú existirás. Vidas eternas, vinculadas el uno del otro.

Probablemente reír no era una reacción natural, pero como adolescentes se echaron a reír tan pronto como él terminó de hablar. Un brillo alegre en sus miradas, como si los vinculara un amor puro y profundo, y no la muerte y la desgracia, aunque ambas no eran mutuamente excluyentes.

—Por siempre —reiteró Perséfone, no preocupada o temerosa, si no entusiasmada. Nunca había soñado con la inmortalidad, con mirar el mundo envejecer y marchitarse, con una sonrisa. Ella había creído que, como había nacido también moriría, al lado de su hermano mellizo, pero las personas se equivocan, incluso ella, y el futuro prometía más de lo que había sido capaz de imaginar.

Él se acercó más a ella, y cuando alzó la mano para acariciar su mejilla, su dedo pulgar dejó su huelle en el rostro de Perséfone, tintado con la sangre de la que él se había manchado al curar sus heridas, la mancha carmesí, varios tonos más oscura que el cabello de Perséfone, quedó marcada ligeramente abajo de su pómulo. Perséfone no dejó de mirarlo ni por un segundo, casi sin parpadear, observando con detenimiento el iris rojizo del muchacho, que había abandonado cualquier indicio del azul que había tenido originalmente, y ese era el precio que había pagado por una nueva vida.

Ella aún no sabía cuál era el nuevo protocolo con él, pero sin importar su nombre, él seguía sintiéndose igual para ella, como libertad, comprensión, caos y amor (siendo esa última palabra una compilación de todas las anteriores). Y si estaba cometiendo un error, entonces felizmente lo pagaría con su vida, pero no creía equivocarse, porque había algo en Tom que era solo un reflejo de Perséfone.

— ¿Vas a besarme, Tom? —preguntó ella, con una sonrisa. Había algo retorcido y malicioso en su voz, incluso si no había malas intenciones. Su tono se había suavizado, pero manteniendo su alegría, como si hablara cantando.

—No —respondió Tom, con simpleza, pero ella no se amedrentó, ni se encogió, ni se apartó para llorar debido al rechazo. Su reacción habría sido digna de premio, por una actuación impecable, por la forma en que podía disimular un corazón roto, excepto porque no escondía nada en absoluto, y lo que se veía era lo que había, lo único roto en ella era su cordura, y cicatrices aún abiertas de ocasiones anteriores en que había pagado con dolor su sacrificio. Era reconfortante para Perséfone descubrir que no se desmoronaría a sus pies cuando él resultara no ser lo que ella había esperado.

Con un suspiró resignado, ella hizo ademán de alejarse, apartando su rostro del tacto de él, pero la mano que había estado sobre su mejilla se movió rápidamente para rodear su muñeca con fuerza, un agarre casi doloroso. Más aún porque su piel bullía allí donde él la tocaba.

—No te molestes en conservar los juguetes con los que no piensas jugar —tarareó Perséfone. No era una amenaza, no realmente, porque no insinuaba que ella escaparía, lo abandonaría, o dejaría de ayudarlo. Pero sí le recordaba que, en esas circunstancias, aunque permanecería a su lado como la más leal de las leales, rechazarla significaría que siempre habría algo en ella que podría ser reclamado por alguien más. Si no la quería, bien podía dejarla ir, porque Perséfone sabía que Tom no soportaría no ser la prioridad de alguien, especialmente de ella, quien le había profesado amor.

Él chasqueó la lengua, molesto, su agarre apretándose y su otra mano sujetando la barbilla de ella con más rudeza que antes.

—Escucha todo lo que tengo para decir antes de molestarte, amor. No voy a besarte, porque es tu última oportunidad de arrepentirte de todo esto. En el momento en que te bese, no puedes mirar a nadie más. No puedes darme la espalda nunca. Y aunque pasen seiscientos años más, no podrás cambiar de opinión jamás. Y no te doy esta oportunidad porque quiera ser lindo contigo, Perséfone, te doy esta oportunidad porque lo quiero todo, y si aceptas y no puedes lidiar con ello, la muerte será la última de tus preocupaciones. ¿Quieres un beso? ¿Quieres que alguien te quiera tanto como tú lo quieres? Puedes tenerlo, yo te lo ofrezco, te lo ofrezco por siempre, pero tienes que tomarlo tú misma.

Perséfone parpadeó, con su mano libre sujetó la de Tom y lo obligó a apartarla de su muñeca, entonces se colocó de puntillas, lo sujetó de la nuca y lo besó.

El beso fue intenso, casi desesperado, como si el mundo entero dependiera de ese momento. Sus cuerpos se acercaron más, y la rigidez de la postura de Tom se desvaneció lentamente, cediendo al calor del contacto. Su mano, que antes había apretado con rudeza, se deslizó suavemente hasta la cintura de Perséfone, atrayéndola aún más hacia él.

El beso no era solo una promesa, era un pacto sellado con la atracción contenida durante tanto tiempo, cargados tanto de posesividad como de protección. Los labios de Tom se movían con urgencia, como si tratara de grabar en la memoria de Perséfone cada caricia, cada roce. La respiración de ambos se entremezclaba en un ritmo frenético, sus corazones latiendo al unísono, sellando un destino que habían decidido enfrentar juntos: un futuro que sería glorioso, así se derramara más sangre para alcanzarlo.

Finalmente, ambos se separaron ligeramente, sus respiraciones entrecortadas y sus miradas entrelazadas, y entonces Tom se estremeció notoriamente, como si hubiera sufrido escalofríos. A los pocos segundos, Perséfone compartió la sensación, como si le hubiera golpeado una brisa, excepto porque no había viento y el único desorden en su cabello era el provocado por todo lo que había sucedido en la Cámara.

— ¿Qué sucede? —preguntó Perséfone. Él soltó una risa oscura, negando suavemente con la cabeza.

—Nada importante, amor —respondió Tom, acomodando el cabello de Perséfone—. Dumbledore debe saber ya que estoy de regreso, no sé cómo se enteró, pero puso el castillo bajo algún tipo de encanto para que no pueda salir.

— ¿Eso será un problema?

—En absoluto. Es solo un pequeño inconveniente, él mismo debe saber que esto no lo hará más que ganar un poco de tiempo, una hora o dos si dedico toda mi atención a eso.

— ¿Saldremos de aquí entonces en un par de horas? ¿Nos iremos?

—Un par de horas si dedico toda mi atención a eso, dije. Entonces quizá salgamos en unas tres, porque hay algo que quiero hacer primero —susurró Tom—. Esto solo es el comienzo.

Sin previo aviso, Tom la atrajo hacia él nuevamente, sus ojos brillando con una intensidad casi peligrosa. Sus labios se encontraron con los de Perséfone en un beso más profundo y deliberado. Esta vez, fue Tom quien tomó la iniciativa, su beso exigente y minuciosamente controlado por él, como si quisiera dejar claro que ella era suya y de nadie más, aunque ella no estaba segura de si eso era algo que quería demostrarle a ella o demostrarse a sí mismo.

Perséfone sintió un escalofrío recorrerle la columna, pero no de miedo, sino de una anticipación eléctrica que la hizo estremecerse. Las manos de Tom la exploraron con más precisión, acariciando su espalda y su cintura, eliminando cualquier distancia entre ellos.

Perséfone cerró los ojos y las piernas le habrían fallado de no haberse aferrado a Tom como lo hizo. Pero lo hizo, hundió los dedos en los mechones de cabello ligeramente rizados en su nuca, y retrocedió entusiastamente cuando él la empujó hacia el muro de piedra.

Su primer beso había sido bueno, pero el segundo lo había sido más, y de eso se trataría siempre, de besos y toques que sacudirían su mundo, porque ella lo amaba, con una intensidad que cualquier cuerdo llamaría insania. Una adicción que crecía en sus venas, aferrándose a ella como lo hacía la magia y cimentándose en su conciencia.

Era tan bueno que dolía. Tan intenso que nublaría su mente. Tan placentero que la haría caer de rodillas como el dolor de lo que había creído ella un rechazo, no había logrado.

El tiempo se detuvo, y, en ese instante, sellaron un pacto eterno; su unión seconvirtió en leyenda, y su historia se convirtió en presagio, porque, aunque ellos no lo sabían todavía, era un hecho que la oscuridad misma eventualmente se inclinaría ante ellos.

FIN DEL PRIMER VOLUMEN. 

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