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CAPÍTULO 34

Para el momento en el que Perséfone terminó su ensayo de transformaciones, era medianoche, y a falta de clase de astronomía ese día, todas sus compañeras de habitación ya dormían tranquilamente en sus respectivas camas. La última de ellas se había acostado ya hacía una hora, mirando a Perséfone con silencioso regocijo desde el colchón antes de cerrar sus cortinas.

No era algo que se hubiera dicho en voz alta o textualmente, pero era imposible para Perséfone no ser consciente de lo mucho que sus compañeras disfrutaban ver su esfuerzo. Porque ella trabajaba, se esforzaba y luchaba por la perfección, sin dormir si era necesario, pero al fin y al cabo no había nada después de la calificación más alta, y cuando su resultado terminaba por ser el mismo que el de los demás, sin importar la diferencia de esfuerzos, era satisfactorio para ellos poder sentir que quizá eran mejores que ella, por lograr lo mismo o algo similar con un esfuerzo mucho mejor.

Tenía una lógica retorcida que fuera técnicamente cierto. Algunas noches eso la hacía sentir doblemente desgastada.

Tenía la regla, pese a esto, de intentar no cuestionarse entonces el por qué hacía las cosas, a sabiendas de que la respuesta no sería en absoluto satisfactoria.

Ella tomó sus cosas escolares y las colocó nuevamente en su mochila y caminó hacia su cama con lentitud, para no hacer demasiado ruido y no despertar a nadie. Dejó las cosas sobre su baúl, se acostó y cerró la cortina.

Cuando cerró los ojos, no pudo evitar pensar en Tom, sin embargo. La imagen del diario invadió su mente tras sus párpados cerrados como si hubiera sido grabada allí a fuego.

Era todavía temprano en el año y el clima seguía estando frío, pero ella no logró soportar la cobija alrededor de su cuerpo por demasiado tiempo, antes de quitársela y arrojarla a sus pies de una patada, muy frustrada como para hacer algo al respecto que no fuese eso, sobre todo con la tela sintiéndose escalofriantemente parecida a piel cuando estaba en la oscuridad.

Solo el proceso que estaba atravesando para poder quedarse dormida ya era una garantía de que Perséfone tendría pesadillas en cuanto lograra conciliar el sueño, y eso no era alentador tampoco.

Y ella no era una experta en la regularidad del sueño, mucho menos en los hábitos de sueño remotamente saludables, pero era complicado no espantarse cuando parpadeas y, al abrir los ojos, te encuentras desplomada en el suelo de piedra, con ropa distinta de la que usabas al irte a dormir. Estaba, por supuesto, el detalle más preocupante de todos: que no recordaba haberse quedado dormida. No recordaba la sensación de pesadez, la niebla cubriendo sus ojos ni la somnolencia propia del proceso; en cambio, ella estaba ridículamente consciente de que había estado en su cama, de que había estado intentando dormir, de que había terminado su maldito ensayo de transformaciones... Y después ya no.

Después estaba en el suelo, su cuerpo caído como el de una marioneta con los hilos cortados. Requirió un gran esfuerzo de su parte abrir siquiera los ojos, y luego sentarse. Mientras se empujaba como pudo con los brazos para levantarse, sus manos se mojaron al entrar en contacto con alguna fuente desconocida de agua.

Una vez sentada, la oscuridad rodeaba sus ojos, como tinta manchando su vista en los bordes, y requirió de varios parpadeos recuperar la plena capacidad de observación. Requirió, entonces, de varios parpadeos, notar las estatuas con formas de serpientes enfilando el pasillo, el suelo encharcado y el rostro de piedra de Salazar Slytherin en la pared de fondo.

Estaba en la Cámara de los Secretos.

Todo su cuerpo se manifestó en su contra cuando se obligó a ponerse de pie, acomodándose descuidadamente la túnica escolar, húmeda en algunos sitios, donde se había mojado con los charcos. Pero Perséfone se había quedado dormida utilizando su pijama... Aunque, claro, también se había quedado dormida en su cama y evidentemente no estaba allí, así que el qué había estado usando, pasaba a segundo plano.

La idea cruzó entonces por su mente como un flashazo.

Tom...

— ¿Tom? —dijo, y la voz le salió en un susurro, así que se obligó a alzar la voz, en un grito—. ¡¿Tom?!

Tom salió de entre las sombras de una de las serpientes, y Perséfone reprimió un sollozo. Ella corrió a su dirección y se escuchó el sonido suave de la colisión cuando él la atrapó entre sus brazos, con ella colgada de su cuello y el rostro escondido en su hombro.

—Perséfone... —suspiró Tom, su nombre saliendo en una profunda exhalación.

—Carajo —murmuró Perséfone—. Te perdí, Tom. Literalmente, te perdí. Y estaba tan asustada por... Tenía tanto miedo de...

Con los ojos fuertemente cerrados, ella sintió con escandalosa claridad sus dedos en su cabello.

—Me habrías encontrado al final, si de ti hubiera dependido. Porque no he visto una sola cosa en este mundo o en cualquier otro que me haga creer que es posible detenerte.

—Pero no lo hice. ¿Te das cuenta de que no lo hice? No te encontré.

—Estoy contigo ahora.

—Pero ¿cuánto durará eso?

—Bueno, eso, amor, depende completamente de ti.

Perséfone retrocedió un paso y lo miró a los ojos. Lo miró por completo, de nuevo, como si fuera la primera vez que lo veía. Como estar en el diario por primera vez, en esa biblioteca polvorienta que se había asemejado tanto a la real, escuchando otra vez sus promesas y sus verdades a medias. En esa nueva ocasión, sin embargo, se concentró no en quien veía, sino en cómo se diferenciaba de la primera vez que lo había visto.

Mantenía la túnica de Slytherin, pero la llevaba abierta, mostrando su camisa blanca, corbata perfectamente anudada y pantalones negros bien planchados; su cabello perfecto tenía algunas evidentes muestras de polvo; y sus ojos azules tenían un halo rojizo en el centro del iris, rodeando su pupila. No se veía del todo distinto, pero sí se veía más real. Quizá porque se estaba volviendo real, y eso estaba sucediendo sin ella.

Retrocedió otro paso, con las manos temblorosas y su cuerpo estremeciéndose por la repentina urgencia de algo que ella no podía descifrar.

— ¿Qué está sucediendo? ¿Qué estás haciendo? —preguntó ella, con el ceño fruncido, rehusándose a alejarse más sin tener sus respuestas— ¿Esto es o no es un maldito sueño, Riddle?

—No estoy haciendo nada, amor. Nada más que esperar por ti. Entonces creo que deberías venir a buscarme, sobre todo porque no soy el único aquí.

Tom se encogió ligeramente de hombros, desinteresadamente, haciendo un amplio ademán para señalar a su alrededor. Sonriente, feliz, como si no supiera que juega a algo peligroso, a algo que lo podría dejar sin nada, que lo podría dejar sin lo que más añoraba: su libertad, porque, claro, necesitaba a Perséfone para conseguirla. Necesitaba a Perséfone en cada maldito aspecto, y eso se originaba simplemente en el hecho de que, al final, él no hacía sino querer necesitarla. ¿No era ese el fundamento del amor? El amor al que él podía aspirar. El amor que él quería. El amor que arrasaría fácilmente con el mundo.

—Tom... —dijo Perséfone, enfriando deliberadamente su voz, liberándola de cualquier indicio de enfado.

—Ven por mí —insistió él—. Sabes donde estoy. Date prisa, porque yo te esperaría por la eternidad, Perséfone, pero creo que tu hermana no durará tanto.

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