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CAPÍTULO 10

De cierta forma, todo se veía más oscuro según pasaban los días, y no en un sentido pesimista de la vida relacionado con ver el vaso medio vacío, no, todo se veía literalmente oscuro. Primero, Perséfone se dijo a sí misma que era solo la falta de sueño jugándole en contra, después, pasó a creer que había algo malo con sus ojos, porque, ¿cómo podría estar todo bien con ella cuando veía de esa manera?

Las cosas se veían opacas a su alrededor, a veces incluso parecían acelerarse o ralentizarse ante sus ojos, como si ella viviera en un mundo distinto que todos los demás y los viera a través de una burbuja, pero eso no era lo que la preocupaba, lo eran los hilillos negros que a veces veía saliendo de sus dedos como humo, marcas oscuras que seguían la forma de sus venas y recorrían sus brazos como las raíces de un árbol, pero que nadie más veía, y la forma en que su vista tendía a nublarse en ocasiones, como si fuera a desmayarse.

La experiencia era tan mala y se había preocupado a tal punto en que se plantó en la enfermería y exigió que Madame Pomfrey le realizara un escaneo mágico completo, sin explicar el motivo, y cuando este arrojó un resultado de un óptimo estado de salud exceptuando por un alto nivel de estrés, ella tuvo que esforzarse por no hacer un escándalo e inventar una excusa que terminó en ella obteniendo un frasco de poción de sueño sin sueños y otro de poción de pimienta.

Su siguiente teoría fue la culpa por haber matado a una persona, excepto porque eso simplemente no concordaba con ella. Ella no era así. Ella no se había sentido arrepentida cuando su víctima había sido una rata a la que sus hermanos querían, pero siendo una persona, un mago desconocido, que se había infiltrado en su familia, los había engañado y se había aprovechado... Entonces ella no entendía por qué debería sentirse culpable, quizá un poco en conflicto cuando su hermano entró en un desesperado frenesí buscando al animal, pero no más.

En esos días, había pasado más tiempo sola que en toda su vida, lejos de cualquiera de sus hermanos, pero todavía suficientemente cerca como para vigilarlos. Estaba mayormente en la biblioteca, a varias mesas de donde se sentaban Percy y Penélope, leyendo libro tras libro hasta que sus ojos le ardían.

Ginny fue la primera entre todos sus hermanos en encontrarla, tenía su mochila colgando del hombro y un cuaderno sobre el brazo, se acercó a ella con una sonrisa. Parecía haber mejorado mucho en los últimos días, llevaba algunas semanas viéndose algo enferma, y Perséfone se preguntó si el ritual podía haber tenido que ver con eso, pero parecía extraño que una magia de ese nivel se ocupara de algo como un simple resfriado.

—Perséfone, hola —saludó Ginny, deslizándose en el asiento.

—Hola —saludó Perséfone, cubriendo cuidadosamente la pesadez de su voz.

—Te he traído algo —dijo Ginny.

Perséfone parpadeó, sí, el buen humor de su hermana menor podía verse a kilómetros de distancia, hacía mucho tiempo que no tenía un día como ese, en el que parecía rodeada de un aura brillante y de felicidad, ya ni rastro de la oscuridad que la había estado hundiendo.

Ginny dejó caer el cuaderno que había traído consigo sobre la mesa, con un golpe seco pero entusiasta.

Perséfone observó el objeto con más cuidado, era más como un diario que como un cuaderno, era pequeño y estaba encuadernado en cuero, con bordes de metal de un dorado oscuro y las páginas de aspecto viejo, ligeramente amarillentas.

—Es un regalo para ti. Lo compré en una tienda de segunda mano en el Callejón Diagon durante las vacaciones, pero olvidé dártelo y lleva desde entonces en mi baúl.

Perséfone tomó el diario y le dio vuelta, se sentía familiar y cómodo en sus manos, como si lo hubiera sostenido antes y ya estuviera habituada a él y a su energía; en la parte inferior de la encuadernación llevaba escrito un nombre, la letra del mismo color que los bordes metálicos.

—Tom Marvolo Riddle —leyó en voz baja.

Ginny tosió.

—Sí, bueno, te lo dije, es de segunda mano, pero fue el mejor que encontré con mi presupuesto —dijo Ginny, tensa como la cuerda de una guitarra. Perséfone le sonrió, en disculpa, pues no había sido su intención que su descubrimiento de aquel nombre escrito fuera un recordatorio de la situación económica de la familia, como suponía que había sido para su hermanita.

—Muchas gracias, Gin. Es un hermoso detalle, me servirá bien.

—Sí, sé que lo hará —afirmó con una extraña pero amplia gama de emociones refulgiendo en su mirada: una especie de temor reverente y algo parecido al anhelo.

Perséfone dudó.

— ¿Estás segura de querer dármelo? —preguntó Perséfone, con practicada amabilidad, para que la niña no tomase su pregunta como un insulto o rechazo, si no como lo que era, una respuesta al profundo deseo con el que miraba el objeto que acababa de obsequiar.

Ginny se enderezó, como poseída por una repentina inspiración.

—Más segura de lo que he estado nunca.

—En ese caso, realmente te lo agradezco, Gin.

—Gracias a ti, hermana. Y, Perséfone, es un diario muy especial, cuídalo bien —dijo Ginny, con los ojos brillantes.

Quizá fue la actitud extraña y casi sospechosa de su hermana lo que empañó la idea de recibir un regalo, pero cuando ella realmente lo aceptó, cuando se dijo que le pertenecía, lo sujetó con ambas manos y lo acercó a sí misma, tuvo una curiosa sensación de abrumo, no desagradable pero tampoco agradable, solo presente como un susurro en su oído y una voz incalmable en su cabeza; como magia, sí, pero no del tipo que enseñarían en la escuela.

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