"Nuestra pelea con el mundo es un eco de la interminable pelea que ocurre en nuestro interior."
Eric Hoffer.
Lo más cruel de pelear por tu vida, es que hay que estar dispuesto a perderla para conservarla.
***
Cuando la luz se abrió paso entre la inmensa oscuridad de la habitación sentí que me incrustaban clavos ardiendo en los ojos. Había permanecido sumergida en el silencio y la negrura desde mi intento fallido de huida. Llevaba tanto tiempo encerrada en aquel lugar, en la penumbra absoluta, que había perdido la noción de los días y las noches. Si me hubieran preguntado, no sabría decir si habían pasado un par de días, o todo un año. Me cubrí el rostro con las manos, intentando que las sombras continuaran a mi alrededor.
— Aleja eso de mí. — Gruñí entre dientes, y no supe de dónde había sacado el valor para hablarle de aquel modo a la carcelera de los ojos de gato. La voz que desgarró desde lo más hondo del pecho: tenía la garganta tan seca como la piedra de aquella habitación. Llevaba mucho tiempo sin beber. Tampoco había respirado aire fresco e, irónicamente, estaría dispuesta a dar la vida por un poco radiactividad fresca en mi piel; estaba segura de que todo el polvo de la habitación estaba ahora acumulado en mis pulmones.
— Deja de llorar y muévete. — Antes de que yo pudiera reaccionar y hacer lo que me pedía, me agarró por el brazo y me levantó sin apenas esfuerzo. El tirón me hizo daño en la herida que ella me había abierto en esa misma extremidad. No había sido consciente de mi llanto hasta que al ponerme en pie las lágrimas me empaparon el cuello.
Cuando me empujó hasta el pasillo me vi deslumbrada de nuevo, esta vez por decenas de velas que antes me había parecido que apenas alumbraban. Escuché el vocerío de una multitud. De repente noté que los cuerpos de la muchedumbre comenzaban a rodearme, a empujarme y a ahogarme por la falta de espacio. No entendí lo que gritaban, eran palabras y frases que me parecieron inconexas. Empecé a recibir golpes en la cara, en el estómago, en los tobillos... Rona (o así creía recordar que se llamaba) se limitó a arrastrarme por aquellos túneles mientras yo intentaba cubrirme para que las luces no me derritieran las retinas y para que los puños no mazaran mi carne. A pesar de que tenía las piernas entumecidas, nos movimos a bastante velocidad. Me obligó a subir escaleras. Muchos escalones. Más y más. Tantos peldaños subimos que creí que me llevaría a la superficie para dejar que la contaminación me matara lentamente. Porque era evidente que estábamos bajo tierra, ¿no? No había ventanas, ni aire fresco, ni luz natural... nada. Solo roca fría y oscuridad. Poco a poco la multitud se fue quedando atrás.
Milagrosamente, mis ojos se fueron habituando por fin a las luces. Ahora, de nuevo, la luminosidad del lugar me parecía escasa, pero antes había sido suficiente para deslumbrarme por completo. Rona me hizo cruzar a través de una espesa cortina de telas deshilachadas y me propinó un golpe justo en la herida de mi pierna izquierda; caí de rodillas contra la piedra. Solté un quejido de dolor cuando mis huesos temblaron a causa del impacto.
— Deja de llorar de una vez. — La bofetada que me asestó hizo que me doblara hacia la derecha. El suelo desigual se me clavó en las mejillas.
— Es la luz. — Murmuré casi en un tono inaudible, más para mí que para ella. Rona volvió a agarrarme del brazo con brusquedad, tiró de mí y me colocó de rodillas.
— ¿La luz? — La voz me sonó tan familiar que me provocó picores en todo el cuerpo. Era él, Cuervo, o así era como yo había apodado al hombre que ahora se cernía sobre mí. Los ojos oscuros me ojearon desde entre la amplia capucha negra y el paño que siempre tenía sobre la boca, al igual que Rona. Esa prenda le pendía del rostro como un pico negro, y la capa larga, densa y oscura como petróleo, parecía un par de alas que se anclaban a su espalda. Cuervo era un buen apodo para un asesino. El dueño de aquellos ojos fríos podría empuñar una de sus espadas y atravesarme el pecho con ella, hasta que la punta asomara al otro lado de mi cuerpo; porque ese era otro tema: justo detrás de su cuello asomaban las dos imponentes empuñaduras de las armas. En ese momento no pude evitar recordar al hombre de los laboratorios, el que había muerto con una de aquellas armas letales cruzándolo de lado a lado. Probablemente ese sería mi destino: una brocheta humana.
Cuervo miró a Rona con aspecto impasible y ella abrió la boca para contestar, pero la cerró al instante.
La habitación, al igual que todas las demás, tenía escasa luz. Era una explanada amplia de roca, y al fondo, detrás del cuerpo del chico que se alzaba ante mí, había una plataforma de madera semejante a un escenario.
— La encerró toda la semana en los calabozos, pero sin luz. — La voz provino de otro chico, justo detrás de mí. No lo había oído llegar, y eso hizo que un escalofrío me agitara los huesos. La chica movió el rostro tan rápido como un depredador para mirarlo. Las trenzas y mechones rubios de su coleta se agitaron como la melena de un león.
— Muy bien. ¿Qué creéis que conseguiremos a cambio de una chica a la que hemos vuelto loca? — No había que ser un genio para saber que el chico, Cuervo el asesino, estaba cabreado.
— Zay, si te parece bien le damos una de las mejores habitaciones y luego la dejamos campar a sus anchas por toda la comunidad. ¡Qué demonios! Si te parece bien le damos hasta un arma. — Rona ladró las palabras casi con asco.
— La verdad, no me parece tan mala idea. — Las palabras de Zay, el cuervo inmenso, hicieron que los dos presentes mantuvieran la boca cerrada. Al comprender sus palabras no supe si asustarme aún más de lo que ya estaba o dejar que un poco de alegría se abriera paso en mí.
— Te has vuelto loco. — Afirmó el chico que yo tenía detrás. Y comprendí la idea que él tenía en la cabeza: ¿cómo iba a dejar a una prisionera libre por su hogar? Entonces ya no era una reclusa, era una invitada.
— Pensadlo. Es mejor que todos estemos en el mismo bando. Todos podemos salir beneficiados. — Rona puso los ojos en blanco. — Ella quiere volver a casa. Allí arriba seguro que hay una familia que la quiere con ellos. Nosotros queremos algo a cambio de devolverla a las ciudades del cielo... nosotros pedimos, ellos nos lo dan y ella vuelve a casa. — Se hizo el silencio en toda la sala. El punto de vista de Cuervo, no tan asesino al fin y al cabo, empezaba a gustarme.
— Se escapará. — Rebatió la chica felina. Ella no estaba dispuesta a ceder tan pronto.
— No lo hará, no puede sobrevivir sin nuestra ayuda. — El argumento de Zay hizo que el silencio denso cayera sobre el lugar. Pasaron los segundos. Era casi hasta cómico que estuvieran hablando de mí como si yo no estuviera delante, ignorando mi presencia.
— La matarán si la ven campando a sus anchas por los pasillos. — La voz provino desde mi espalda.
— Por eso le daremos un arma. — Los ojos de Zay no mostraban nada más que frialdad y seguridad. Estaba seguro de sus palabras, y con tan solo mirar aquellos pozos oscuros supe que él ganaría la disputa.
— No sabría usarla. — El chico de nuevo.
— Por eso tú le enseñarás.
— Y si aprende a usarla, nos matará mientras estemos con la guardia baja. — Rona volvió a la carga. La poca piel que tenía a la vista brillaba roja por la rabia.
— No lo hará, nos necesita para seguir viva. — Y con esa simple frase, Cuervo cerró el círculo de la disputa.
— Eso solo nos traerá problemas. Si la mantenemos encerrada como hasta ahora será más sencillo. — Rona continuaba insistiendo, empeñada en que las cosas se hicieran a su modo.
— Perderá la cordura. Sus familiares no querrán a una chica que apenas puede razonar. Solo supondría una carga para ellos, por lo tanto, nosotros no conseguiremos nada a cambio.
— No tienen por qué darse cuenta de que le ha ido la olla.
— Querrán hablar con ella. Asegurarse de que está viva. Al igual que nosotros nos aseguraremos de que ellos tienen lo que queremos. — Zay cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía las manos callosas, probablemente debido al trabajo físico. — Rona, que no se te olvide que soy yo el que está al mando. — La chica soltó un bufido, casi como un gato.
Pero había un pequeño problema con el que ellos no contaban: que nadie me quería de vuelta en la ciudad. Puede que mis padres y mi hermano, sí, pero ahora ya no había lugar para mí allí arriba. Había estado en contacto con la tierra enferma demasiado tiempo y había sufrido heridas e infecciones graves que casi me habían costado la vida. Nadie se arriesgaría a llevarme de vuelta porque lo único que yo podría proporcionar eran virus y enfermedades que pondrían en riesgo a toda la población. Nadie iba a dar nada por mí. Pero yo no era tonta. Sería estúpida si les dijera que no iban a conseguir nada a cambio, sobre todo ahora, que parecía que la situación iba a mejorar. Podía permanecer allí durante un tiempo, fingiendo que les ayudaba, pero cuando las cosas se pusieran feas y me hubiera ganado su confianza, me escaparía antes de que me degollaran como a un animal. Además se equivocaban pensando que yo no podía sobrevivir sin ellos. Lo había hecho durante varios días, y lo único que había interferido en ello habían sido mis heridas y un extraño animal del bosque. Pero podría apañármelas mejor si me enseñaban a defenderme y me proporcionaban buenas armas. No iba a ser tonta.
Cuervo se acercó y me ayudó a ponerme en pie, intenté mostrarme firme y segura, a pesar de que mi vida estaba en sus manos. El chico me sacaba una cabeza y me miraba desde arriba con aquellos ojos oscuros como la tierra mojada.
— ¿Tregua? — Pronunció la palabra extendiendo la mano hacia mí, invitándome a estrechársela como si ahora fuéramos buenos socios. Una cosa era ser tonta, otra era ser lista y otra muy distinta era tener un mínimo de dignidad.
— Tregua. — Dije con la voz más segura que pude, pero su mano continuó sujetando el aire.
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