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Capítulo 7


"No hace falta conocer el peligro para tener miedo; de hecho, los peligros desconocidos son los que inspiran más temor."

                                                                                                 Alejandro Dumas.

Ni el universo ni el destino te ponen obstáculos, solo son coincidencias que hacen tu vida más interesante.

                                                                                  ***

No muchas personas sabían que una mezcla de aguarrás y papel de aluminio podía provocar una bomba, no muy peligrosa, pero la intensidad de la misma dependía de la cantidad de ingredientes con los que uno contase. Por otra parte, haber ocasionado una explosión para escapar no había sido mi idea más inteligente; el estallido difícilmente pasaría desapercibido por aquellas personas que me habían capturado. Las represalias que probablemente se tomarían en mi contra iban a empeorar aún más mi situación; sentí un escalofrío recorriéndome la columna vertebral al ser consciente de la cantidad de castigos a los que podrían someterme.

Titubeé unos momentos, y sintiéndome estúpida por no empezar a moverme, hice acopio de valor y salí de aquella mohosa celda para adentrarme en el oscuro pasillo. Estaba segura de encontrarme en algo similar a unos calabozos; otras muchas puertas había en aquel corredor, y tras ellas se escuchaban agónicos y confusos sonidos que parecían ser emitidos por otros encarcelados.

Con el cuerpo magullado y cubierto de heridas apenas era capaz de moverme con un mínimo de agilidad, por lo que tropecé con la superficie de madera que permanecía tirada en el suelo.

Avanzaba dando dolorosos e inseguros pasos, sin embargo, algo hizo que me detuviera de repente: escuché unos sonidos que provenían de la misma dirección a la que yo me dirigía. Al principio mis aletargados oídos no fueron capaces de diferenciar lo que era, pero no tardé en percatarme de que aquello distaba mucho de ser un llanto lastimero de algún recluso. Me quedé anclada en el lugar debido a la potente oleada de miedo que amenazaba con arrastrarme y ahogarme. Le supliqué a mis piernas que reanudaran la marcha de nuevo, pero parecía que los huesos se habían transformado en gelatina y los nervios ya no obedecían a mi cerebro. Algo se aproximaba a mí a gran velocidad.

Eran los pasos de mi carcelera. Me di cuenta de eso demasiado tarde, porque ella ya asomaba por la esquina de aquel penumbroso túnel dando grandes zancadas y empuñando una espada de aspecto antiguo. Vislumbré la ira en sus ojos de gato.

Como si de un acto reflejo se tratase, comencé a correr en sentido contrario, poniendo todo mi empeño en ignorar el dolor que se clavaba en mis extremidades y ralentizaba mi avance notablemente. Estaba completamente segura de que iba a terminar sin cabeza si ella llegaba a alcanzarme.

Apresuré mis piernas hasta el límite, no era muy rápida, pero al menos fui capaz de mejorar el ritmo. A medida que avanzaba iba sujetándome a los huecos que había entre las piedras de la pared, de ese modo fui impulsándome hasta conseguir una velocidad considerable. Mis articulaciones parecían oxidadas, como si llevara sin hacer ejercicio durante mucho tiempo. Potentes pinchazos se me clavaban en la carne con cada metro que dejaba atrás. Poco a poco el dolor fue desapareciendo hasta llegar al punto en el que me sentía cómoda llevando mi cuerpo hasta su nivel máximo. Era consciente de que mi cerebro estaba liberando unas determinadas sustancias que mitigaban el dolor; los daños continuaban ahí, pero mi organismo trataba de camuflarlos. Mis sentidos, adormilados por haber hecho poco uso de ellos durante aquel tiempo de encierro, despertaron entonces ante la situación de peligro.

Mis pies parecían volar sobre el suelo. Iba tan acelerada que, en un intento de frenar y no chocar contra la pared que había al final del corredor, derrapé y me deslicé unos metros manteniéndome torpemente en pie. La poca luminosidad del lugar había propiciado que aquello sucediera.

Giré a la izquierda, donde pude ver unas escaleras que ascendían hacia un lugar que desconocía. Como ese era el único camino que podía tomar, torturé mis extremidades inferiores subiendo aquellos escalones de piedra.

Apreté los dientes a medida que superaba los peldaños. No me detuve en ningún momento, siendo consciente de que debía mantener el ritmo.

Sentí las pulsaciones en las sienes. Un dolor agudo en el pecho.

Sin embargo, cuando mi corazón parecía desgarrarse y los pulmones no tener espacio suficiente para inflarse, vislumbré el final de aquella subida. Volví el rostro un momento y entre la penumbra distinguí cómo la mujer iniciaba el ascenso.

Corrí por un nuevo pasillo muy similar al anterior; ese contaba con un mayor número de velas y varios extraños adornos que proyectaban sombras siniestras. Solo era capaz de escuchar el sonido de mis pies chocando contra el suelo, cada vez más rápido. Me detuve de repente cuando vi que el camino se bifurcaba y que podía tomar dos direcciones; eligiera lo que eligiese no sabía a dónde me dirigía, asique continué hacia la derecha. Di zancadas cada vez mayores, intentado avanzar lo más rápido que me fue posible. Traté de ignorar el dolor en mi esternón y lo dificultoso que se me estaba haciendo respirar. Las velas del lugar se agitaron a mi paso.

Escuché un sonido que me hizo detenerme en seco; mis piernas fallaron ante la repentina frenada, los tobillos se me doblaron dolorosamente e impacté contra el suelo. El bullicio de una muchedumbre se escuchaba muy próximo, como si en una de aquellas habitaciones se reunieran una gran cantidad de personas. Estaba mareada, tenía la boca seca y respirar me era tan dificultoso que sentía el dolor en cada ranura entre las costillas. Tardé un par de segundos más de lo normal en distinguir una gran abertura cuadrada al final del túnel. Estaba cubierta por telas raídas que impedían ver lo que había en la habitación; fue entonces cuando comprendí que había una multitud detrás de aquellas cortinas.

Inmediatamente traté de ponerme en pié. Las rodillas se me quejaron como las bisagras oxidadas de una puerta vieja. Y de repente, entre la neblina ocasionada por unas lágrimas que no sabía en qué momento habían aparecido en mis ojos, vislumbré una extraña figura que surgió de entre los grandes trapos que pendían de la pared.

Salí disparada en dirección contraria. No me hacía falta darme la vuelta para saber que mi nuevo perseguidor estaba justo detrás de mí. Parecía ser mucho más rápido que la mujer de la espada; sus pasos no tardaron en sonar próximos a mí y comprendí que si me detenía un solo instante él me podría alcanzar sin problemas.

No tardé en llegar a la misma bifurcación de caminos por la que había pasado momentos antes, pero justo en el instante en el que me disponía a tomar la única dirección que no había recorrido ya, el rostro colmado de ira de la chica rubia me bloqueó el paso. Quise esquivarla, pero lo único que conseguí fue impactar contra su hombro con una gran brusquedad. La tremenda colisión nos bloqueó a ambas. Lo siguiente que ocurrió sucedió a gran velocidad: ella quiso mover la espada que portaba en mi dirección, pero yo me abalancé sobre la pared más cercana para evitar el arma mortal, el filamento me rozó el brazo y yo me contraje ante el repentino dolor que me provocó la carne abierta. Mientras estaba en aquella posición indefensa, hecha una bola y apretada contra la superficie de piedra, vi a lo lejos una estrecha ranura que no sería más ancha que la mitad de una puerta. Impulsada por el terror y una pequeña ola de esperanza, conseguí escabullirme por un hueco entre piernas y manos.

— Yo me encargo de ella. — Conseguí distinguir una voz masculina, joven pero autoritaria, mitigada por algo que debía tener sobre la boca.

Recorrí los últimos metros hasta mi objetivo intentando evitar que la sangre siguiera manando del corte. Mi desbocado corazón casi reventó de alegría cuando alcancé aquel posible camino hacia la libertad.

Una mano me agarró con brusquedad el hombro. Los dedos del agresor se me clavaron en la clavícula tan fuertemente que creí que el hueso se me haría añicos. Di empujones y me sujeté a los salientes que había en aquel agujero negro. El hombre continuaba tirando de mí, intentando meterse también en aquel extraño pasadizo, pero yo dificultaba la acción ya que no hacía más que dar patadas a ciegas. Sin embargo, en uno de esos momentos en los que luchaba con locura por liberarme de su agarre, uno de los guijarros afilados se desprendió de la pared y se quedó en mi mano. Desesperada por las sacudidas que me daba el individuo para llevarme junto a él, me giré de repente y herí su brazo sin compasión alguna. Después de un gruñido de dolor, la cadena de carne y hueso desapareció y yo pude moverme al fin.

Las rocas del pasadizo se me clavaban en la carne y en la nueva herida de la espada. Caminé a paso rápido, sin darle importancia a los pinchazos de dolor que me agujereaban el brazo y, segundos después, aquella brecha desembocó en un extraño lugar: oscuro, frío y con el característico olor a cemento, polvo y tierra. Quise intentar descifrar qué era aquella gran habitación, pero la oscuridad era casi completa.

Un cuerpo grande y fuerte me golpeó. Me precipité hacia el suelo y escuché el entrechocar de metales justo debajo de mí.

— ¡Suéltame! — Chillé al ser consciente de que alguien se sentaba a horcajadas sobre mí y me aprisionaba los brazos a ambos lados de la cabeza. Intenté dar un tirón para zafarme del agarre, pero aquella persona no estaba dispuesta a dejarme marchar. La presión aumentó y noté los fragmentos de cemento clavándose en mis muñecas. Unos ojos marrones me acosaban, inmutables, desde entre las sombras. Era la misma persona que me había perseguido en el pasillo y a la que yo había golpeado apenas unos segundos antes. Su rostro permanecía oculto entre la capucha de una capa negra y la tela que le cubría desde la barbilla hasta el final de la nariz.

Aquella mirada fría y ausente de compasión ya la había visto: cuando me habían llevado a rastras a aquel lugar.

"Puede que la chica nos sea de utilizad." El recuerdo de sus palabras me martilleó el cerebro.

— Has tenido suerte de que hayamos sido nosotros los que te hemos encontrado. — Su voz fue, también en esta ocasión, igual de monótona y sin vida.


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