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Capítulo 6


"Inteligencia es lo que usas cuando no sabes qué hacer."

                                                                                                    Jean Piaget.

Cuando creas que ya no hay escapatoria posible, que todo el cielo se despedazará y caerá sobre ti, que te despeñarás por el barranco de la desesperación hasta llegar a un infierno oscuro y solitario, lo único que puedes hacer es utilizar tu valor e intelecto para crear una nueva salida con tus propias habilidades.

                                                                       ***

Desperté a causa del dolor que inundaba mi cuerpo, que me ahogaba como si de agua se tratara y que apenas me dejaba respirar o pensar. Estaba tan agotada que no tenía fuerzas para reflejar en gritos la tortura a la que estaba siendo sometido mi cuerpo, por lo que lo único que llevaba a mis oídos eran mis propios gemidos de sufrimiento. En algún momento conseguí reunir el valor y las energías para mirar a través de las pestañas, sin embargo, mi empeño no tuvo sus frutos ya que no logré ver nada más allá de una negrura insondable. El tiempo transcurrió con gran demora y a cada segundo que pasaba me sentía con menos fuerzas para permanecer despierta.

En algún momento determinado, mientras yo caminaba sobre una fina línea entre el dolor extremo y la insensibilidad total, algo pareció moverse a mi alrededor y agitarme con poca delicadeza. Luego sentí algo húmedo y frío en varias partes de mi cuerpo: la pierna izquierda, el rostro, los brazos y el vientre. Noté que el calor que me abrasaba y el calvario que padecía se disipaban rápidamente. Con aquella nueva oleada de tranquilidad caí dormida sin que la fiebre me atormentara, sumergiéndome en un sueño renovador que logró apaciguar el martirio.

La siguiente vez que despegué los párpados logré identificar diferentes partes del lugar en el que encontraba. Las paredes y suelos eran de piedra gris e irregular. Dos velas titilaban y emitían una pequeña cantidad de luz que disipaba las sombras ligeramente. No había nada más en aquella habitación.

Me encontraba tirada sobre la superficie fría y con la cabeza apoyada en un montón de harapos sucios que desprendían un olor a plantas, sangre y sudor. De repente me percaté de que mi cara estaba totalmente al descubierto; había desaparecido la máscara antigás, que filtraba el oxígeno que respiraba, y también la mochila. Desorientada y alarmada, intentando mantener a raya el pánico que comenzaba a dominarme, traté de levantarme para poder ver con mejor claridad lo que me rodeaba, teniendo la esperanza de no haber perdido todo lo que necesitaba para sobrevivir. Con un simple movimiento miles de pinchazos me atravesaron los músculos, haciendo imposible que pudiera despegarme las telas. Fue entonces cuando descubrí que mi traje aislante estaba hecho jirones y que en cada hueco abierto de la prenda asomaba un vendaje pringado de algún tipo de ungüento. Intenté levantarme de nuevo. Tuve la sensación de que los tendones se me desgarraban poco a poco, que los huesos se me partían, incapaces de soportar mi propio peso, que la sangre aletargada en mis venas comenzaba a arder, reduciendo a cenizas cada célula. Con gran esfuerzo logré mi objetivo, pero no pude evitar tambalearme y aterrizar sobre la pared con un fuerte golpe en la mejilla que me abrió una nueva brecha en la carne; noté un líquido cálido descender desde mi pómulo hasta el final del cuello.

En cuanto me dispuse a avanzar, un mareo me zarandeó y provocó que mi estómago junto con la extraña estancia se movieran vertiginosamente, acto seguido, por mi garganta subió un líquido de sabor asqueroso y vomité bilis sobre mis propios zapatos.

Las lágrimas me desbordaron los ojos casi al instante. El llanto me empapó el rostro y se mezcló con la sangre del corte reciente. Mientras a mi mente regresaban los recuerdos de lo que había sucedido, lloré en silencio con las piernas temblando a causa del terror y la debilidad.

Todo lo que había conseguido con mis propias manos, todo lo que había logrado hacer para permanecer viva en aquel lugar de algún modo, se había derrumbado de una forma que ni siquiera alcanzaba a comprender. Mientras buscaba provisiones y creaba un lugar aislado de la radiación, había tenido mucho tiempo para asimilar y recapacitar sobre los numerosos problemas a los que me enfrentaba; como que yo ya no tenía utilidad alguna para mis superiores. Era algo difícil de llegar a comprender, y aunque aquello no era algo que se me hubiera dicho directamente, la experiencia me decía que no iban a mover ni un dedo por ayudarme. Arriesgarse a que alguien como yo, que había sufrido heridas e infecciones en tierra firme, regresara a las ciudades era algo impensable. Era más sencillo dejarme atrás que llevarme de vuelta con el peligro de que fuera portadora de enfermedades causadas por herirme con objetos contaminados. Por ello, mis posibilidades de vivir se acaban allí: nadie vendría en mi ayuda y estaba rodeada de extraños individuos deseosos de cortarme la cabeza.

Recorrí casi a ciegas el lugar, ayudándome de las manos para intentar no tropezarme con algo que no hubiera llegado a ver. Mis yemas tocaron algo distinto: una superficie con un tacto diferente a la áspera piedra de la pared. Parecía algo de madera que nunca había sido pulido ni barnizado, tosco pero resistente. No tardé en percatarme de que allí había un pequeño agujero por el que entraba luz del exterior.

De repente, recibí un potente golpe en la frente y en el pecho. El impacto me hizo caer hacia atrás y mi cabeza impactó con fuerza contra el suelo. La visión se me nubló durante unos momentos y el dolor se expandió como una corriente eléctrica por todo el cuerpo.

Cuando recuperé la visión, ante mí apareció una figura bípeda que acababa de entrar allí; debió de haber sido la puerta lo que había colisionado contra mí.

La persona se aproximó a mí, intimidante y sin articular ni una sola palabra. Tenía el pelo rubio y rizo recogido en una coleta alta, de donde salían largos mechones trenzados con diversas plumas y abalorios al final de cada uno. Un pañuelo le cubría el rostro, únicamente dejando a la vista sus ojos felinos color amarillo y varios retazos de piel. Vestía prendas desgastadas de tela marrón y negra: los pantalones ajustados le cubrían las piernas por completo, pero la camiseta dejaba a la vista sus brazos bronceados y músculos marcados. En las manos traía algo en lo que no me fijé, ya que mi mirada se desvió hasta detrás de sus hombros, por donde asomaba la empuñadura de una espada.

Retrocedí al instante arrastrándome por el suelo, embargada por el pánico que se me clavaba en el estómago. La mujer dio un par de pasos en los que no había asomo de vacilación alguna y me lanzó un cubo que parecía contener varios objetos.

— Quiero que toda la habitación reluzca cuando regrese— La voz de la mujer me resultó realmente familiar. A pesar de las numerosas lagunas que había en mi mente con respecto a las últimas horas (o días quizás), supe que la persona que me hablaba era una de las que me había arrastrado hasta aquel extraño lugar. Volvió sobre sus pasos y cerró la puerta tras de sí. Escuché el sonido de una llave en la cerradura.

En el interior del recipiente encontré una bola de papel metálico, una botella que desprendía un fuerte olor y una vieja esponja que poca utilidad tendría ya. Cuando abrí el envoltorio plateado pude ver un pequeño trozo de pan duro y de forma irregular; en ese preciso momento mi estómago comenzó a rugir y la boca se me hizo agua. A pesar de que sabía a rayos, mordisqueé el pedazo para aplacar el hambre, pero aquello apenas pudo frenar mis ganas de comer.

Con las manos temblorosas me hice con la garrafa que allí había y comprobé que lo que tenía dentro era un líquido transparente que no parecía potable. Desenrosqué el tapón y la peste que desprendía me golpeó con más fuerza aún; me mareé aún más. Al final descubrí que el contenido se trataba de aguarrás: un producto bastante común cuya función era disolver pinturas. En aquel lugar carecía de utilidad, pero probablemente no tendría ninguna otra cosa que darme para limpiar.

Eché un chorro sobre la piedra grisácea y comencé a frotar con el estropajo. El tufo me hizo daño en las fosas nasales, y al tratarse de un lugar sin ningún tipo de ventilación, la mente comenzó a darme vueltas con mayor velocidad. El utensilio de limpieza era tan fino que de vez en cuando mis nudillos impactaban con fuerza contra la roca y esta me rasgaba la piel, abriéndome brechas sangrantes en las que el químico entraba provocándome un dolor punzante.

Transcurrieron varios días como aquel. La visita diaria que recibía de aquella mujer era siempre con el mismo objetivo: me daba una nueva botella de aguarrás junto con un triste trozo de pan a punto de coger moho y, si tenía suerte, también me dejaba beber medio vaso de agua templada que siempre me dejaba más sed de la que en un principio tenía.

Yo continué llevando a cabo la única tarea que se me encomendaba a pesar de que cada vez me sentía con menos fuerzas para ello.

Con el tiempo descubrí que la radiación había dejado de ser un peligro para mí en aquel lugar; no tenía ni la más mínima idea de cómo podía ser eso posible, pero la contaminación parecía haber desaparecido sin dejar rastro. A pesar de la gran cantidad de tiempo libre con el que contaba para pensar en aquel asunto, no era capaz de llegar a una explicación lógica de porqué ni siquiera tenía una sola quemadura. Al final siempre abandonaba el tema por imposible y porque mi cráneo amenazaba con volar por los aires. Por ese mismo motivo, uno de aquellos días en los que continuaba prisionera y había decidido dejar de buscar una respuesta a aquella locura, en mi cerebro se abrió un hueco en el que se incrustó algo nuevo en lo que pensar: cuando mis ojos chocaron contra el montón de papeles metálicos que había estado acumulando, ya no vi basura inservible, sino que descubrí que aquello podía tener una nueva utilidad.

Moví entre mis dedos los envoltorios arrugados, insegura de si la idea que estaba tomando forma en mi mente sería un plan suicida. Medité durante unos minutos, intentando buscar la parte racional de mi persona que me ayudara a tomar la decisión correcta. Pero, ¿Qué tenía que perder? Hiciera lo que hiciese era evidente que ya no había muchas posibilidades de salvarme. Por lo que, sabiendo que mi muerte era algo que tenía que afrontar, lo único que podía hacer en esos momentos era intentar liberarme o esperar a mi verdugo. De ese modo, poniendo una pizca de esperanza en mis conocimientos y habilidades, me decidí a hacerlo.

Metí los papeles metálicos en la botella de aguarrás, cerré el recipiente, lo agité unos segundos y lo coloqué en el hueco de la puerta por el que llegaba a entrar una pequeña cantidad de luz.

Aguardé unos segundos y, tal y como esperaba, la bomba casera estalló y la superficie de madera se tambaleó notablemente. Varias astillas revolotearon antes de manchar el suelo que yo había estado limpiando. Las viejas bisagras chirriaron, lamentándose por el golpe que habían recibido, y cedieron bajo el peso de la madera maciza que ya no fueron capaces de sostener. La puerta impactó contra la piedra con un fuerte estruendo e incluso yo misma me sorprendí por lo que había logrado hacer.

Ante mí se había abierto una salida. Me tambaleé como pude hasta el agujero y ojeé lo que había fuera de aquella cárcel gris. Descubrí un largo pasillo que no tenía mucha más luminosidad que la celda de la que aún no me atrevía a salir. Las paredes y suelos eran idénticos a los de la estancia, por lo que no sentí demasiada felicidad por haber salido de allí; parecía que incluso lo que había fuera era un laberinto sin color. En aquel penumbroso túnel solo había más puertas y velas que temblaban al mismo ritmo que mis piernas.


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