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Capítulo 4



"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no la escucha."

                                                                                        Víctor Hugo.



Cuando el planeta estaba vivo, disfrutamos de los manjares y riquezas que sin ningún pudor arrancamos de sus entrañas, clavando nuestras garras en sus vísceras y robando lo que era propiedad de la naturaleza. Convertimos los océanos en pura contaminación líquida, ahogando a todo lo que vivía en ellos sin que las manos nos temblaran por ello. Separamos las raíces de los más majestuosos árboles del terreno que los alimentaba. Envenenamos la atmósfera que nos protegía sin pensar en las consecuencias. Sin embargo, cuando esto aún contaba con una solución, le dimos la espalda a todo lo que habíamos causado, sin apenas titubear o volver la cabeza.

Pero nos engañamos a nosotros mismos: creímos que solo La Tierra saldría perjudicada, pero la realidad es que al mundo le importa muy poco lo que a nosotros nos suceda; él continuará su órbita sin que nosotros causemos ni una sola variación en ella. Solo el ser humano es tan estúpido como para hacer de su hogar un basurero: la casa permanece, el problema es para el que vive en su interior.

                                                                       ***

Cuando desperté, en el cielo azul no había ni una sola nube. El sol brillaba en lo más alto y su luz empapaba todo cuanto había a mi alrededor. La luminosidad me cegó momentáneamente, algo que me obligó a entrecerrar los párpados porque su intensidad llegó a hacerme daño en los ojos.

Desde el suelo pude ver que las hojas no se movían, los arbustos y las copas de los pinos estaban en calma; parecía que el viento no soplaba en aquellos momentos, y aunque lo hiciera, no podría sentirlo debido a aquel traje protector que tan bien me aislaba del exterior.

Noté la boca y la garganta secas, faltas de un trago de agua para apaciguar la sed. En el estómago sentía la molestia típica del hambre: un pequeño vacío que parecía aumentar a medida que recuperaba la consciencia. Comencé a advertir un fuerte dolor en la cabeza, en una de mis piernas y también una serie de punzadas en el oído derecho que no hicieron otra cosa que confundirme aún más.

Me mantuve inmóvil durante unos minutos, esperando a que el mareo que estaba sufriendo en esos momentos se desvaneciera. Además, lentamente el desconcierto se fue disipando, lo que me ayudó a recordar dónde me encontraba y todo lo que había sucedido. Alarmada, traté de ponerme en pie, empezando por apoyar el peso e mi cuerpo sobre los antebrazos, pero todos los músculos de mis extremidades estaban demasiado magullados y agarrotados como para soportar aquella acción, por lo que cedieron bajo mi peso y volví a caer sobre la tierra.

— ¿Central? — Pregunté sin poder evitar que la voz saliera más ronca de lo habitual. El silencio fue la única respuesta que recibí. Me desplacé con dificultad, arrastrándome por el suelo hasta llegar al tronco de un árbol, donde me senté haciendo que este sujetara mi cuerpo. Me deshice del casco y los guantes, sufriendo bajo el intenso calor y la sensación de ahogo que la angustia me estaba ocasionando. — ¡Central! — Chillé exasperada, sin volver a obtener ningún tipo de contestación.

Saqué de golpe el auricular porque continuaba sintiendo los molestos pinchazos agudos que no habían llegado a desaparecer. En cuanto lo hice, una oleada de dolor se inició en ese mismo punto y recorrió todo mi cráneo. Al revisar el aparato descubrí que estaba totalmente destrozado y que probablemente los restos se me habían incrustado en el tímpano. Un hilo de sangre me recorrió la mandíbula y continuó su camino a lo largo del cuello.

Respiré hondo, más preocupada por intentar no caer en un estado de locura que por la contaminación que entraba directamente a mis pulmones. Me eché las manos a la cabeza, intentando formar una especie de escudo que pudiera protegerme de aquella situación que me sobrepasaba. Los dedos se me enzarzaron en los mechones oscuros y sudorosos, y a pesar de que traté de mantener la calma, rompí en llanto sintiéndome incapaz de hacer otra cosa por ayudarme a mí misma.

Estaba completamente sola en un mundo envenenado, sin ninguna posibilidad de volver a mantener contacto con mi civilización, con una herida grave en mi pierna izquierda y con las horas de oxígeno contadas. ¿Cómo iba a sobrevivir cuando apenas tenía fuerzas para levantarme del suelo?

Me mantuve inmóvil, acostada sobre la hierba, tanto tiempo como fue necesario para que mi cerebro asimilara que no había escapatoria posible, que no había tiempo ni forma humana de regresar a la misma zona del aterrizaje. Sentí que una eternidad transcurría ante mis ojos, pero en realidad puede que fueran unos minutos o incluso horas, sin embargo, solo volví a ponerme el equipamiento cuando noté que mi pecho comenzaba a arder y mi piel adquiría una ligera tonalidad rojiza.

Abrí mi mochila, repentinamente preocupada por los niveles de aire con los que aún contaba, aunque pensándolo mejor, eso ya no parecía tener mucha importancia. Teniendo en cuenta que la última vez había reducido el consumo a la mitad, ahora tenía diez horas de vida casi garantizadas, y haciendo cálculos, descubrí que había dormido ocho horas que no habían sido muy reparadoras.

Mientras continuaba revisando el interior de la bolsa, me percaté de que el GPS estaba tan roto que los pedazos de la pantalla estaban dispersos en el fondo del equipaje. También la caja de primeros auxilios presentaba una fractura que la cruzaba de lado a lado, afortunadamente, el contenido de su interior continuaba intacto.

Me moví torpemente, dispuesta a encontrar el motivo por el cual la mayoría de mi equipamiento estaba en pésimas condiciones. Con el objetivo de mejorar mi campo de visión, y sintiendo que los tendones se me romperían a causa del esfuerzo, comencé a ponerme en pie agarrándome fuertemente al tronco en un intento de no caer de nuevo sobre las hojas.

En lo alto de una colina muy próxima descubrí la parte trasera del edificio farmacéutico en el que había sido atacada. Recordaba haber salido de él tambaleándome, también perder la razón, luego, probablemente me hubiera caído por dicha pendiente y los salientes de piedra habían sido los causantes de los golpes en mi cabeza y los destrozos de aquellos objetos que podrían haber sido mi salvación.

Un escalofrío me recorrió la columna vertebral cuando me imaginé lo próxima que había estado a aquel ser mientras dormía. Posiblemente hubiera perdido el interés en mí, o no había conseguido seguirme la pista; estaba claro que podría haber salido de aquella construcción y hacerse conmigo sin problema alguno mientras yo permanecía en el país de los sueños.

Con el agobio del momento, la sed y el hambre habían pasado a segundo plano, pero ahora que ya había asimilado el mal de la situación, era evidente que necesitaba nutrirme e hidratarme si al menos no quería pasar mis últimas horas de vida agonizando (ya habría tiempo para eso cuando la radiación hubiera consumido cada rincón de mi organismo). Titubeé durante unos momentos, pero al final decidí recoger una de las ramas cercanas a mí y emplearla a modo de muleta para ayudar a desplazarme; si iba a detenerme para comer y beber, tendría que ser en un lugar en el que no tuviera que estar vigilando constantemente mis espaldas.

Cojeando e intentando reprimir las lágrimas de dolor, avancé pacientemente en busca de una zona en la que la pendiente no fuera demasiado pronunciada. Sabía que cerca de aquellos laboratorios había una antigua ciudad, lugar en el que me podría refugiar gracias a las numerosas casas abandonadas de la zona. No sabía con qué podría encontrarme allí, pero probablemente fuera un lugar mejor que el bosque, ya que en este habitaban alimañas mutantes y numerosos depredadores famélicos.

Noté más presentes los daños y magulladuras de mis músculos debido al esfuerzo físico que ni yo misma entendía cómo era capaz de ejercer. Varias veces estuve a punto de caer de bruces sobre los helechos, pero el improvisado bastón colaboraba en el costoso procedimiento de desenredarme de entre las zarzas.

Al cabo de un tiempo alcancé la cima de aquella cuesta y ante mis ojos se irguió el gran choque entre la naturaleza y lo urbano: las grandes y pequeñas construcciones ruinosas, de paredes torcidas y ennegrecidas por el paso de los años, eran invadidas por oleadas de bosque que penetraban en ellas como garras, destruyendo lo artificial y recuperando lo que tiempo atrás le había pertenecido. De lo que antes habían sido carreteras y aceras, ahora solo quedaban restos de asfalto y cemento mezclados con hierba, raíces y una densa vegetación. Las columnas que aún se mantenían en pie eran ahogadas por las hiedras que se encaramaban a su alrededor formando tupidas cortinas de follaje verde. El gorjeo de los pájaros era estridente.

Avancé unos metros más, ahora sin que tanto esfuerzo fuera necesario para ello. Una serpiente de colores vivos salió de entre los matorrales y reptó rápidamente hasta desaparecer de nuevo. Continué caminando, dejando atrás las viviendas de las que sólo quedaban restos de muros y piscinas en las que, en lugar de haber agua, crecían grandes plantas. Lentamente fui aproximándome a una hilera de casas que parecían estar en unas condiciones bastante decentes, algo que me vendría muy bien para descansar, porque ya no podría soportar aquel agotamiento durante mucho más tiempo.

Sentía el sudor empapando cada rincón de mi cuerpo, haciendo que la tela se me adhiriera a la piel e hiciera más dificultoso el movimiento. El hambre y la sed continuaban creciendo en mi interior, provocándome de vez en cuando oleadas de mareos que me obligaban a abandonar la tarea durante unos breves momentos. Las heridas de mi cuerpo parecían cada más doloridas, incluso podría asegurar que la brecha de mi pierna izquierda se había abierto de nuevo, haciendo que la sangre manara al exterior.

Finalmente logré alcanzar aquellas construcciones particulares y seleccioné la que aparentemente era más segura: el portal que daba al jardín delantero, y que apenas alcanzaba la altura de mi cadera, descansaba sobre las altas hierbas que obstaculizaban el acceso a la vivienda, además, solamente mitad de la chimenea continuaba sobre el tejado, ya que la otra parte había caído sobre un antiguo y polvoriento coche, inutilizándolo por completo.

Una vez hube escapado de aquella pequeña selva que era el césped, conseguí abrir la puerta principal, que cedió fácilmente ante un par de empujones ya que la madera podrida y las bisagras oxidadas no eran un difícil impedimento. En cuanto puse un pie en el interior, una oleada de polvo se alzó y nubló mi campo visual durante unos segundos.

Di un par de pasos inseguros, escuchando cómo el suelo de madera crujía bajo mi peso. Poco a poco fui desplazándome hasta el centro de aquella habitación, asegurándome con cada movimiento de que el piso no cedería. La nube de partículas se fue calmando, y gracias a la luz que entraba a raudales por la puerta, pude ver las paredes que tiempo atrás deberían de haber sido blancas, pero que ahora la mugre les daba una tonalidad más oscura y verdosa. Las ventanas, cuyos cristales continuaban misteriosamente en su lugar, estaban tapiadas con tablas que impedían el paso de la claridad.

Me encontraba de pie en el centro de un antiguo salón en el que reinaba el caos: cuencos, folletos y alguna que otra pendra de ropa descansaban en el suelo, cubiertos por una capa de suciedad y probablemente hogar de numerosas cucarachas y otros animales. Continué avanzando, dispuesta a inspeccionar de arriba abajo aquel lugar antes de asentarme en él. Atravesé el arco medio destruido que daba paso a la cocina; contra todo pronóstico, los electrodomésticos se conservaban mejor de lo que cabría esperar, pero no se podía decir de las sillas y mesas que habían sido alimento de las termitas. Los restos de una vajilla blanca conformaban una peculiar alfombra y eran muestra de una posible disputa que pudo haberse llevado a cabo en ese mismo lugar mucho tiempo atrás. ¿Qué habría pasado con los dueños de aquel domicilio?

También subí al segundo piso, donde pude encontrar un único baño y un par de habitaciones de camas deshechas y armarios en los que no había mucha ropa, pero nada de especial interés.

Continué paseándome por las estancias un largo rato, ignorando el cansancio y el dolor que azotaba cada parte de mi cuerpo. Me permití el lujo de desprenderme de nuevo de aquel casco que me mantenía encerrada, y me dediqué a consumir las pocas provisiones que aún tenía mientras recogía parte del desastre y desalojaba a las ratas que no iba a aceptar como compañeras de piso. Sin embargo, cuando abrí uno de aquellos armarios que se caían a pedazos, descubrí algo muy distinto a lo que me esperaba hallar: una máscara antigás permanecía en el fondo de uno de los estantes, intacta a pesar del transcurso de los años y aguardando a que alguien estuviera dispuesto a hacer uso de ella.

Si había una remota posibilidad de sobrevivir en tierra firme, donde la vida tal y como la conocía era prácticamente imposible, esta había hecho su aparición ante mis ojos y era sujetada entre mis manos. Un ápice de esperanza y una oleada de renovadas fuerzas llegaron a mí de forma inesperada. Puede que no tuviera oxígeno en mi bombona, pero el mundo estaba rebosante de él.


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