Capítulo 38
La oscuridad era absoluta en aquel lugar gélido con peste a humedad. El olor a tierra era intenso, tan fuerte que incluso podía saborear el aire a mi alrededor y distinguir los matices del barro.
Estaba segura de que a través de mi boca salían volutas de vapor, pero la plena negrura no me permitía cerciorarme de ello. Casi podía apreciar mis pulmones encharcándose poco a poco debido al ambiente cargado y mi cuerpo debilitándose por el frío.
El invierno estaba cerca.
El silencio hacía compañía a aquella noche artificial y eterna, pero este se rompía cada poco tiempo, cuando el cuerpo moribundo de Peter se estremecía de dolor entre mis brazos o un quejido de agonía escapaba de sus labios.
Yo misma me agitaba de pesar. Había llorado lo suficiente como para vaciar mis ojos y dejar mi alma desgarrada e inservible, pero mis articulaciones estaban demasiado traumatizadas para ceder en sus movimientos espasmódicos. Mis manos temblaban descontroladas mientras acariciaba el rostro helado del muchacho con las yemas.
Habíamos tratado de taponar la herida, enterrar hondo la tela en la carne para evitar que la sangre siguiera fluyendo como un río, pero el filo de la espada le había atravesado el vientre de lado a lado y no existía el modo de frenar la hemorragia. Un charco caliente y espeso se había formado bajo su cuerpo y ahora cada fragmento de nuestra piel estaba sanguinolenta y pegajosa.
–Lizzé. – Su voz fue apenas un murmullo roto. Mi nombre fue muy difícil de pronunciar para él, como si jamás lo hubiera escuchado antes o formara parte de un idioma desconocido. La llamada agónica me hizo verter unas cuentas lágrimas más, que se deslizaron silenciosamente por mis mejillas empapadas.
–Dime. – Sus mechones de pelo ondulado y oscuro se deslizaron con suavidad entre mis dedos.
–Ya sabes dónde estamos. – Hizo una pausa para tomar aire, pero el acto le causó un tremendo dolor e intentó ahogar, inútilmente, un gemido que nació en lo más profundo de su garganta. – Sabes cómo hacerlo, solo tienes que esperar el momento. – Silencio de nuevo. – Lo harás bien.
–Sabías que algo así podía pasar. – Murmuré, demasiado muerta por dentro para sorprenderme de su astucia.
–Sí. – Contestó con simpleza.
–Pero tú te vienes conmigo. – Concluí.
Pocos segundos después, continuó hablando:
–Tengo que contarte algo. – El aire le falló a mitad de aquella sencilla frase, quizás por el dolor mortal que le aletargaba el cuerpo o quizás por otro motivo.
–No. – Negué, agitando la cabeza como si él pudiera verme a través de la oscuridad. – No seas dramático, lo que tienes que hacer es ayudarme a encontrar el modo de salir de aquí. – Intenté bromear, como si ambos no fuéramos conscientes de que sus heridas eran imposibles de curar en aquel mundo primitivo y medieval, sin cirujano ni quirófano.
Xena sabía exactamente dónde asestar el golpe, como si lo hubiera calculado mentalmente cientos de veces antes de cumplir su macabro deseo. Había blandido el acero con una precisión milimétrica y aterradora: una cuchillada certera e irreparable que le arrancaría lentamente la vida al chico. Había acertado de pleno en la diana sin ni siquiera hacer uso del sentido de la vista.
–Escucha. – Insistió, agotado.
–No. – Lo detuve, tratando de evitar la despedida que, estaba segura, iba a recitar.
Acuné su mejilla con la palma de mi mano, pero el tacto de su piel era como una superficie húmeda, fría y sin vida. Una corriente eléctrica me mordió la columna vertebral al percatarme del poco calor que conservaba su cuerpo. Me deshice de mi propio abrigo como pude, moviéndome lo menos posible para no molestarlo. Luego, lo arropé, abrazándolo con suma delicadeza para mantenerlo tibio.
Tenía la carne gélida, viscosa, sucia, y quedarme con una prenda menos hizo que miles de témpanos de hielo me atravesaran las costillas hasta sentir el ardor en los bronquios. Estaba aletargada, quejumbrosa, pero nada comparado con el daño que sufría Peter con asombrosa estoicidad.
–Vas a estar feliz de que me muera. – Lo escuché tragar con notable dificultad. Supe que no era saliva lo que estaba intentando sacar de su boca.
El mutismo se extendió por aquella cárcel subterránea con rapidez.
–¿Qué? – Dije, apartando mi cara de la cercanía de su rostro para intentar verlo mejor. Estupefacta ante lo que acababa de ocurrir, cogí su frágil mano y entrelacé nuestros dedos. – Has perdido mucha sangre y no piensas con claridad. Estás diciendo tonterías. – Di un suave apretón y él me lo devolvió, aferrándose a mi extremidad como si fuera un bote salvavidas en la mitad de un mar profundo, oscuro y embravecido. –No vas a morir. – Mentí.
–Al menos este dolor servirá para que te sientas mejor. Tendrás mi sufrimiento como consuelo. – Sus palabras fueron traqueteos débiles casi indescifrables: unas frases terribles fruto del terror y la confusión.
–Peter, estás delirando. – Me incliné de nuevo sobre él y deposité un beso en su frente sudorosa. – Te quiero, jamás me alegraría de algo como esto.
–No me quieras, Lizzy. – Pronunció las palabras entre sollozos. – Fui yo. – Habló con un hilo de energía reflejado en su voz, como si hubiera invertido todo lo que quedaba dentro de él en rebelarme un gran secreto.
–No lo entiendo. – Lo ignoré, estaba segura de que su mente divagaba como la de cualquier persona al borde de la muerte. –Estás cansado, dolorido y asustado, tienes que intentar tranquilizarte.
–Fui yo, tengo que...
–No te voy a dejar solo. – Lo interrumpí. –Vamos a librarnos de Xena juntos.
–Yo te ataqué en los laboratorios. – Soltó de golpe. – Fui yo.
El abismo. Profundo, gigante, mortal. Absorbiéndome como un agujero negro imparable y descontrolado.
–¿Qué?
Agité la cabeza como si pudiera sacar de su interior lo que acababa escuchar. Varias toneladas de puro pánico me golpearon el pecho como una bola de demolición. Sentí el tuétano estremecerse dentro de mis huesos.
–Intenté matarte. Sé lo que te enviaron a buscar, no podía dejar que lo tuvieran. – Enloqueció, su cuerpo vibró con desasosiego y el movimiento probablemente le abrió aún más las heridas.
–Mientes. – Le sujeté los brazos y el rostro, tratando de evitar que se hiciera más daño por los temblores del llanto. Sentí ardor en el corazón, en el alma remanente y en los ojos, de los que brotaron lágrimas que me quemaron como ácido industrial.
–Es la cura. El antídoto para hacer el ADN resistente a las mutaciones por radiación. Son cajas de documentos detallados de fórmulas químicas y efectos biológicos. Solo necesitan perfeccionarlo. – Hablaba como un maníaco, desenfrenado y con una fuerza de origen desconocido. – Si lo consiguen, vendrán a por nosotros. Tenía que hacerlo, tenía que evitar que se lo dieras.
–Cállate, Peter. – Lloré contra su cuello, sintiéndome desfallecer de pura angustia. Alguien me había abierto el pecho en canal sin anestesia: casi parecía escuchar el esternón resquebrajarse bajo el cuchillo afilado que eran sus palabras.
–Lo siento, Lizzé, lo siento. Yo lo hice. Te hice daño y quise hacerte incluso más. – Metió la mano en la herida e hincó los dedos en mi corazón, arrancándolo de cuajo de la cavidad. Lo apretó, todavía sangrante y palpitante dentro de su puño.
–¡Peter! ¡Por favor, deja de hablar!
–Me arrepentí tanto, eras solo una chica indefensa. Tenía que arreglarlo, tenía que cuidarte. Hice lo que pude para arreglarlo. – Desgarró el órgano con todas sus fuerzas, con el tejido todavía vivo y suplicante de volver a estar unido a mí.
–No quiero oírte. Te perdono, pero deja de hablar.
–No es cierto. – Concluyó, sin fuerzas. No tenía voz ya, y lo que pronunciaba eran roncos vocablos que solo podía entender por estar muy cerca de él. – Jamás me perdonarás, por mucho que lo intentes. Deberías tener el derecho de matarme tú. Hazlo si quieres.
–No te odio, no te haré daño, pero solo quiero que te calles.
–Lizzé...
–¡Cállate! No quiero escucharte, no quiero que me digas que has sido tú.
–Liz...
–¡No! Te lo estoy suplicando, por favor, por favor. No quiero oírte.
–Yo...
–¡No quiero que me lo recuerdes! ¡No hagas que mi cabeza repita una y otra vez lo que hiciste! ¡Para, por favor! –Grité, totalmente desquiciada. Cállate, cállate, cállate, cállate. Mi cerebro recolectó la imagen mental de aquel pasillo oscuro y abandonado en el que alguien me había rajado la pierna y había intentado romperme el cráneo. La cicatriz rosada, mal curada y con la marca de las grapas que yo misma me había clavado en la carne, parecía palpitar con vida propia, como si algo en su interior tratara de abrirse paso hasta fuera. Después, el puro terror y abandono en un mundo ajeno salvaje.
Cállate, cállate.
–¿Por qué tenías que ser tú? ¿Por qué has tenido que hacerme esto? – Las palabras salían de mi propia boca sin control. No podía soportar el sonido de mi propio ser estallando en millones de trozos reducidos a polvo. Me llevé las manos temblorosas a las orejas, taponándolas, pero era imposible silenciar mi propia mente.
Dolor emocional, visceral. Caótico y desproporcionado. Ardor en el pedacito de alma residual, luego, la extinción total de mi propio espíritu y la gelidez más absoluta dentro de mí, como el espacio exterior: oscuro, frío, silencioso. Nada.
Quedó el llanto irracional, el temblor incontrolable y una mente bombardeando imágenes de alguien que me había hecho sentir viva y completamente muerta al mismo tiempo.
Cállate.
Cállate.
–¿Por qué me has hecho esto? ¿Por qué me has condenado a muerte? ¿Por qué? ¿Por qué? – Chillé, golpeando el suelo con el puño con todas mis fuerzas, pero sin llegar a sentir nada en absoluto.
–Si yo te quiero, Peter, ¿por qué lo hiciste si yo te quiero tanto?
Cuando me di cuenta, incontable tiempo después, Peter se había callado.
–¿Peter? – Murmuré, con una voz rota que no reconocí como mía.
Me separé de él despacio, tocando su cuello, esperando encontrar un leve pulso.
Me apoyé sobre su pecho, con el oído aguzado en busca de una señal de que él continuaba allí conmigo.
Nada.
Le toqué el rostro, frío, inmóvil.
Sus ojos abiertos no se cerraron cuando me incliné sobre él y le besé los párpados todavía llenos de lágrimas.
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