Capítulo 3
"Cuando se lucha contra el destino, sólo las grandes cuestiones -la vida, la supervivencia y la muerte- tienen verdadera importancia."
Jane Wilde Hawking
El organismo es una máquina que funciona en perfecta sintonía. Sólo somos materia con habilidades por encima de lo normal, pero seguimos dependiendo de la actividad de tejidos y órganos que no podemos controlar. Cada estructura que nos compone está en su lugar por un motivo determinado, desempeñando su función correspondiente y obedeciendo a las necesidades de nuestro cuerpo, siendo esclava de nosotros mismos.
Y a pesar de esto, aunque todo lo que nos conforma esté en perfectas condiciones, cualquier instante es el adecuado para que se haga el caos: para que la vida se convierta en supervivencia. No está en tu mano que el corazón continúe bombeando, que el cerebro no muera, que los pulmones se sigan inflando.
***
— Informa sobre tu estado. — Escuché que me ordenaba una voz a la que yo trataba de ignorar.
Chillé de dolor en cuanto mis dedos rozaron el objeto que se había incrustado en mi pierna izquierda, algo que se multiplicó por varios cientos cuando conseguí reunir el suficiente valor como para arrancar la estrella de entre la carne desgarrada. El grito que proferí me rasgó de principio a fin la garganta, y trajo consigo una oleada de lágrimas que no fui capaz de retener.
La sangre salía aún más caudalosa de la herida, colándose entre mis manos y goteando en el suelo.
— Lizzé O' Donnell informa sobre tu estado.
Me había encerrado en una habitación polvorienta, una de las pocas que aún conservaba una puerta sobre las bisagras. El cemento y la pintura que habían caído de la pared y el techo conformaban ahora una alfombra en el suelo. La negrura absoluta solo era quebrada por la luz de mi linterna, cuyo haz apuntaba a algún lugar aleatorio e iluminaba las motas de polvo que revoloteaban por la estancia. Varias estanterías metálicas de baldas oxidadas se apoyaban sobre las paredes, y con gran esfuerzo había conseguido mover una de ellas para reforzar la entrada.
Abrí la mochila de un tirón, arrojé a su interior el objeto ensangrentado que acababa de extraer de mi cuerpo y busqué el pequeño botiquín de primeros auxilios, en el que no parecía haber demasiadas cosas útiles. Cogí el bote de agua oxigenada y limpié la zona sin escatimar en cuanto a la cantidad. Con las manos temblorosas por el dolor y resbaladizas por la sangre, sujeté una aguja e intenté enhebrarla, sin llegar a tener éxito alguno.
— ¡Maldita sea, responde!
No sabría decir si las gruesas gotas de agua rodaban por mis mejillas eran de terror o dolor, pero era consciente de que las cosas no iban a salir bien, no para mí al menos. No quería hacerme una idea de qué era lo que quería matarme, ni tampoco de cómo acabaría todo aquello, solo trataba de ganar tiempo para que algo sucediera, buscaba una forma de sobrevivir.
Frustrada y acorralada como estaba, un ataque de locura se adueñó de mí y eché mano de la grapadora que parecía esconderse en el fondo de la caja de primeros auxilios; con unos movimientos rápidos y apretando los dientes, uní la piel incrustando el metal en ella.
— ¡Lizzé!
— ¿¡Qué!? — Vociferé, harta de escuchar su insistencia y rompiendo en llanto sin poder aguantar más. No podía soportar imaginármelos: vestidos con sus batas blancas y acomodados en sillones de cuero, en una elegante sala repleta de aparatos tecnológicos, sin peligro, a salvo. — ¡No podéis ayudarme! — Me tapé la boca con las manos, intentando callarme a mí misma. El sabor de la sangre me repugnó.
En aquel momento el silencio invadió el lugar, algo que agradecí enormemente porque mi cerebro ya no era capaz de procesar la información que llegaba hasta él. Sentí una presión en el pecho, tan fuerte que parecía casi real, como si alguien me hubiera roto la caja torácica y ahora me agarrara los pulmones con fuerza. De repente estaba en el suelo, abrazándome a mí misma porque ninguna otra persona podía acompañarme en mis últimos minutos de vida.
— Aún puedes salvarte Lizzé.
No, no podía, pero me abofetearía a mí misma si no lo intentaba, si no luchaba un poco para que mi corazón continuara latiendo. Me puse en pie lentamente, notando el dolor de mi pierna como miles de clavos al rojo vivo incrustándose en la zona.
Volví a revisar el interior de la bolsa con más detenimiento, buscando algo que pudiera serme de utilidad; con una pizca de alivio descubrí que en uno de los bolsillos había un rollo de cinta adhesiva transparente, que utilicé para pegar la tela desgarrada y taponar los agujeros, evitando así la entrada de aire contaminado. Me liberé del casco quebrado, que ya no suponía protección alguna, y lo tiré en una esquina intentando desechar los perturbados pensamientos que empezaban a abrirse camino al igual que el metal lo había hecho en el cristal.
Con las manos pegajosas y el sudor frío pegándome las prendas a la espalda, me coloqué la esfera intacta y negué la imagen del hombre muerto al que había pertenecido. Sin estar muy segura de querer hacerlo, consulté la cantidad de oxígeno con la que aún contaba en mi botella. En esos momentos solo tenía nueve horas para huir de aquel lugar y regresar a la nave, algo prácticamente imposible teniendo en cuenta que mi estado físico no me permitiría hacerlo tan rápido; me iba a ser casi imposible caminar tantos kilómetros con una pierna lesionada. Suspiré entrecortadamente, intentando mantener la calma y tratando de razonar con claridad; si quería tener aire suficiente, iba a tener que gestionarlo.
— Acabo de reducir el consumo de oxígeno a la mitad. — Lo dije casi sin pensar, porque en cierto modo me sentía obligada a informar de ello. Al instante noté que respirar se hacía más dificultoso, pero traté de pasar por alto ese hecho.
— Bien. ¿Lo crees necesario?
Un repentino repiqueteo muy cercano a mí me dejó la sangre helada en las venas. Sentí que el aliento se había quedado bloqueado a mitad de camino hacia mi boca. Me giré con lentitud, insegura ante aquel leve ruido inesperado que procedía de una esquina del interior de aquella estancia; por el rabillo del ojo vi cómo una rata correteaba entre los escombros y escalaba con ayuda de los salientes de la pared, de repente, se volvió en mi dirección alarmada por mi movimiento. Tuve que ahogar un pequeño grito ante la impresión que me causó la visión de la parte delantera del animal: la mandíbula desencajada a causa de los grandes dientes, que le salían de la boca en diferentes ángulos, el hocico retorcido y los ojos más pequeños de lo habitual. Sin duda alguna, aquella era una muestra del golpe que la radiación podía tener sobre los seres vivos. La alimaña se vio cegada por la luz de mi linterna, se tambaleó e impactó contra la pared. Pulsé el interruptor repetidas veces, viendo cómo la rata se confundía y se ponía cada vez más nerviosa, tropezando con todo lo que había a su alrededor.
— ¿Sigues ahí? — Escuché a través del interfono, pero yo continuaba observando, sumergida en los movimientos torpes y confusos de la mancha oscura que tenía delante. Aquella reacción hizo que una idea comenzara a tomar forma en mi cerebro casi de manera inconsciente.
— Sí. ¿Sabéis dónde están las diferentes salidas del edifico? — Escuché un murmullo de fondo: unas palabras lejanas que no comprendí y el golpear de unos ágiles y veloces dedos sobre un teclado. Me colgué la mochila en los hombros, apagué el foco y sujeté entre mis manos el rollo de cinta mientras esperaba una respuesta que pudiera serme de ayuda.
— En un extremo del pasillo están las escaleras por las que bajaste hasta el piso en el que estás ahora mismo. — Descarté esa idea justo al instante, entre mis planes no estaba cruzarme de nuevo con un cadáver de cuyo pecho sobresalía la empuñadura de una espada. — Al final del corredor también debería haber una salida de emergencia hacia la superficie.
Temblando desde los pies hasta el cabello, me dispuse a salir de mi pequeño refugio, por lo que aparté la estantería y abrí la puerta procurando hacer el menor ruido posible, algo muy complejo teniendo en cuenta que el metal estaba completamente oxidado. Cojeando y apretando los dientes a causa del dolor, conseguí hacer acopio de valor y abandoné la habitación. Parpadeando varias veces con el objetivo de enfocar la vista, avancé a oscuras y en silencio, sintiéndome observada desde cada esquina del edifico.
— ¿Qué vas a hacer? — La pregunta me dejó helada durante unos momentos; tuve que permanecer estática durante unos segundos hasta comprender que quien me estaba hablando era mi superior. Respiré hondo, casi exasperada por la estúpida cuestión.
— Intentar salir.
Me moví deprisa entre el mutismo denso, que caía como una manta sobre mí. Me dolían los tímpanos cada vez que tropezaba con algún pedazo de cemento, sintiendo que el repiqueteo podría despertar a miles de bestias dormidas entre las sombras. Doblé la última esquina y pude intuir el final del corredor, donde una puerta metálica debería alzarse, aguardado como una salvación acogedora y cálida.
Obligué a mis piernas a obedecer a mi mente, que durante esos minutos había estado trazando un plan que podría sacarme de aquella situación peliaguda, pero mis extremidades estaban empeñadas en que echara a correr sin mirar atrás; algo que parecía demasiado sencillo cuando, en comparación, poco antes había estado esquivando objetos mortales que habían sido lanzados cuidadosamente en mi dirección. ¿Cómo aquello que tenía tanto empeño en matarme parecía que ahora me dejaba, literalmente, un camino libre hacia la libertad?
Al final conseguí desplazarme hasta el interior de una de aquellas habitaciones cuya puerta permanecía tendida en el suelo, con la madera podrida y totalmente corroída por las termitas. Aún sumergida en la penumbra, con el alma en un puño y el pulso más acelerado que en ninguna otra ocasión de mi vida, me coloqué al lado de la entrada y con la punta de los pies comencé a mover los pequeños trozos de ladrillo, emitiendo un sonido que atraería a lo que ahora era mi presa. Pero la actividad no duró mucho, cesé casi al instante; creí entrever una tonalidad más oscura entre las sombras, también un caminar calmado que pretendía ser silencioso; en situaciones normales no me hubiera percatado de aquellos detalles imperceptibles, pero en esos momentos parecía que todos mis sentidos estaban más desarrollados que los de cualquier otro humano.
Los pasos continuaron, lentos e inalterables, avanzando hasta hacerse tan próximos que supe que no podía esperar ni un segundo más. Encendí la linterna, apuntando el haz hacia el hueco de la puerta. La repentina y potente luminosidad cegó a mi adversario: un cuerpo alto cubierto de harapos del que no tuve tiempo de distinguir ni la más mínima característica. En una oleada de valentía, utilicé lo que tenía a mano como arma y le propiné un buen golpe en dónde debería haber un rostro. La figura se tambaleó, perdiendo aquella paciencia y quietud propias de un depredador. Trastabilló con los brazos alzados hacia mí, intentando alcanzarme, pero recibió más de la dosis anterior, algo que lo confundió y mareó aún más.
Con un gran dolor en mi pierna izquierda, me moví lo suficiente como para poder salir de la habitación sin que aquello pudiera llegar a tocarme.
Traté de sujetar con firmeza el rollo de cinta entre mis manos temblorosas, y más rápida incluso de lo que yo misma había imaginado, conseguí enrollar lo que debería ser una cabeza, cubierta completamente, y unir varias partes de sus extremidades entre sí, convirtiéndolo de ese modo en una masa de ropajes y plástico que se retorcía incapaz de liberarse de la improvisada atadura. Además, conseguí acertarle una tercera vez con la linterna, lo que hizo que aterrizara en el suelo con un sonoro impacto.
No tuve tiempo para alegrarme por la inesperada victoria. Comencé a trotar ayudándome de la pared para conseguir mantenerme en pie; el dolor me agujereaba hasta la médula ósea y sentía que las suelas de mis zapatos se habían anclado fuertemente a los azulejos de mármol blanco. No tuve el valor suficiente como para volver la vista atrás, solo escuchaba unos gruñidos de furia y rabia que dejaba atrás a medida que me aproximaba al final de aquel desolado corredor.
Notaba que mi cuerpo se aproximaba peligrosamente a su punto más extremo; los pulmones me dolían de respirar tan rápido y, a pesar de que mi corazón se contraía velozmente, no había suficiente oxígeno en mi sangre para que todo mi organismo continuara funcionando a aquel ritmo tremebundo.
Me desplomé sobre una superficie fría y metálica que parecía ser la salida de emergencia que con tanto empeño había logrado alcanzar. Los brazos me temblaron cuando le di el primer empujón a los asideros de esta, pero no conseguí abrir ni el más mínimo hueco.
— ¡No se abre! — Chillé exasperada, mientras continuaba forcejeando con las asas sin llegar a lograr ningún resultado.
— ¡Sigue intentándolo!
El óxido que se había formado a lo largo de los años impedía que aquella puerta, que era mi única salvación, se abriera para dejarme un simple espacio por el que arrastrarme hasta el otro lado. Lo único que se escuchaba ahora en el pasillo era el chirrido de las bisagras, algo que me alteró aún más; había dejado de oír los sonidos frustrados de mi adversario.
No pude soportar más aquella situación. Apoyé todo el peso de mi cuerpo en mi pierna herida y apreté tanto los dientes que creí que el esmalte se quebraría. Grité de dolor, sintiendo que el hueso se partiría en un par de segundos, y las lágrimas volvieron a desbordar de mis ojos, empapándome el rostro y mezclándose con el sudor frío fruto del terror. Le propiné una potente patada a la cerradura, haciendo que varios hilos de polvo cayeran del techo al mismo tiempo que las láminas de metal se abrían de par en par estrepitosamente.
Me abalancé hacia delante y cerré dando un portazo, además, utilicé la poca cinta adhesiva con la que aún contaba para mantener unidas las manijas, y justo cuando terminé de realizar aquella medida de protección, algo al otro lado zarandeó y golpeó las puertas sin lograr romper aquel refuerzo.
— ¡Central, lo he conseguido! ¡Estoy en las escaleras! — Anuncié, incapaz de creer que aún continuara con vida. Estaba respirando, estaba viva. Me moví veloz, apoyándome en la barandilla y ascendiendo por los escalones utilizando mi pierna sana y arrastrando la mala.
Estaba agotada, pero consideraba un fenómeno sobrenatural que aún pudiera mantenerme en pie, sobre todo teniendo en cuenta que ahora no tenía tanto oxígeno como antes; algo que me estaba causando una sensación de ahogo y sofoco, haciendo que mi cabeza comenzara a dar vueltas incluso cuando me paraba a descansar. Continué ascendiendo, tratando de controlar mi respiración para ayudar a que todo lo que me rodeaba dejara de girar vertiginosamente. La oscuridad continuaba siendo densa y fría allí también, pero al menos contaba con la luz del foco para iluminar el camino.
No supe el tiempo que me llevó alcanzar el final de aquel doloroso trayecto, a lo largo del cual había dejado un rastro de sangre, lágrimas y también de sudor, pero cuando por fin abrí la puerta que me lanzaba al exterior, descubrí que lo que allí había no era mejor que lo que había dejado atrás. La inmensidad de la noche lo bañaba todo con sus afiladas garras, el amenazante y profundo bosque parecía extenderse hasta donde alcanzaba la vista y las temperaturas habían descendido tanto que incluso noté el frío punzante a través del traje aislante.
Traté de correr de nuevo, pero era evidente que se trataba de algo imposible. Avancé cojeando; tropezando con piedras y matorrales que durante años habían crecido a su antojo. Mareada, me tambaleé y caí sobre un tronco que sostuvo mi peso mientras yo hiperventilaba, incapaz de creer lo que había sufrido en aquel lugar. Solo avancé un paso más, y fue entonces cuando mi cerebro no pudo soportar más la presión que durante tantas horas había sufrido. Caí de bruces y noté que el cráneo me estallaba cuando el repentino movimiento hizo que impactara contra el cristal del casco.
Fui consciente de que los ojos se me cerraban a pesar de que yo luchara por mantenerme despierta. Dejé de escuchar y ver, los pensamientos huyeron. Me agarré a la hierba porque notaba que mi cuerpo se movía, probablemente rodando por alguna pequeña pendiente, sin embargo, de entre mis dedos sin fuerzas se escaparon las briznas y choqué contra algo. El aire no entraba en mis pulmones, me ahogaba, pero ya no sentía dolor alguno.
Fue entonces cuando los sentidos y la mente abandonaron mi derrotado cuerpo a su suerte, a la deriva en un mar de posibles sucesos que podrían costarme la vida.
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