Capítulo 10
La vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.
Gabriel García Márquez.
***
Ratas. Decenas de ellas entre los túneles y huecos de las paredes. Arañando, chillando, peleando y corriendo. Parecía que la roca estuviera preñada de alimañas. Tumbada en el camastro, escuchaba a los animales intentando permanecer lo más quieta posible, tenía el cuerpo demasiado magullado como para intentar moverme. Arenas y pequeñas piedras caían del techo, como si toda aquella estructura subterránea se fuera a venir abajo en cualquier momento. Las rocas me partirían el cráneo, me aplastarían los órganos y me romperían los huesos. Me dolían demasiado los músculos, pero era incapaz de permanecer allí.
El frío me llegó hasta el tuétano en cuanto escapé del abrazo áspero de las mantas y caminé descalza hasta la puerta. Me sorprendí al ver que no había nadie escoltando mi cuarto, lo que hizo que me pusiera aún más nerviosa al darme cuenta de la facilidad con la que alguien podría haberme asaltado mientras dormía. Zay, el Cuervo, había dado la orden a Rona y a Shiloh de evitar que alguien me atacara... pero estaba segura de que ellos dos no tenían mejores intenciones que el resto de los habitantes de aquel lugar.
El pasillo, alumbrado por las titilantes velas, parecía un ambiente hostil y desierto. Vagué sin rumbo por los corredores de aquel laberinto, esperando encontrar algún lugar peculiar, tratando de alejar de mí todo aquello que me asfixiaba la mente y me hacía incapaz de conciliar el sueño. Lo único que lograba distinguir eran habitaciones similares a las mías. Caminé por las sombras hasta que perdí la noción del tiempo.
Un paso. Una firme pisada detrás de mí hizo que una descarga me tensara la columna vertebral. En el silencio más mortífero cualquier sonido era como el aullido de un lobo. Un depredador permanecía detrás de mí, pausado y tranquilo. Me giré despacio, apenas sin despegar los pies descalzos del suelo, pero la figura no pareció inmutarse. Ambos nos quedamos inmóviles, observando nuestras siluetas. El individuo avanzó unos centímetros, pero yo me mantuve en mi posición, pensando en cuáles eran mis alternativas.
– ¿Hola? – La voz apenas fue un susurro, pero resonó en el lugar cortando el denso silencio. Nadie respondió a mis palabras. Fue en ese momento cuando visualicé un brusco movimiento al mismo tiempo que un sonido metálico llegaba a mis oídos. La figura extendió el brazo a su costado, dejando ver una imponente espada que empuñaba sin temblores.
Comencé a correr. El suelo se clavaba en mis pies descalzos de manera dolorosa, las rocas salientes me abrían cortes sangrantes mientras yo trataba de avanzar cada vez más rápido. Las antorchas se convirtieron en destellos naranjas que pasaban rápidamente a mis laterales. El sonido de los pasos detrás de mí se hicieron cada vez más rápidos: era una persona ágil que se aproximaba a mí a gran velocidad.
– ¡Socorro! – Chillé golpeando la primera puerta que encontré en mi camino. No me detuve más de dos segundos, continué empujando los músculos de mis piernas al límite. – ¡Ayuda! – Aporreé las entradas, gritando hasta sentir la garganta dolorida. Frené en seco cuando escuché que varias personas habían decidido salir de sus camas para ver qué era lo que estaba sucediendo. Las personas, menos ocultas en sus ropas que durante el día, dejando al descubierto sus malformaciones y cicatrices, se agolparon alrededor de la figura que me perseguía y me ojearon con confusión. Pronto comenzaron murmullos, y descubrí el reconocimiento en sus miradas y sonrisas de suficiencia en los labios. Me di cuenta demasiado tarde de que acababa de servirme en bandeja a un grupo enfurecido y deseoso de sangre. Había despertado a las bestias y las había sacado de sus madrigueras. Veía en sus miradas el profundo odio que albergaban hacia mí, querían hacerme trizas las entrañas, degollarme, reventarme los órganos. Querían matarme, que mi sangre fluyera por sus dedos.
Reanudé la carrera, esta vez con media decena de individuos tras de mí deseando poder hundir sus armas en mí, hasta las vísceras. Intenté ser más rápida aún, dar grandes zancadas, pero pese a todos mis esfuerzos, mi organismo estaba demasiado agotado y mi cuerpo tenía un límite. Escuchaba el eco de mi corazón en las sienes, el pecho me dolía por el esfuerzo, como si los pulmones me fueran a estallar en cualquier instante, y la boca me sabía a metal. Ellos eran veloces y sus gritos iracundos resonaban por el pasillo. Cuando estaba llegando al final del oscuro corredor me dispuse a descender por las escaleras que allí había, pero mis pies resbalaron, las rodillas me fallaron y caí rodando por los escalones. Los peldaños me golpearon la cabeza, las costillas y los tobillos. El impacto me dejó sin aliento y el dolor me llegó hasta la parte más interna de los huesos. Fue tan agudo e intenso el daño que un grito salió de mi garganta sin permiso, lastimándome las cuerdas vocales. Permanecí en el suelo unos segundos, incapaz de reunir las fuerzas suficientes para volver a ponerme en pie, sin embargo, cuando por fin lo hice, noté un tirón en la camiseta y de repente me vi arrastrada hacia atrás. Caí encima de otra persona. Me removí y forcejeé con las escasas fuerzas que conservaba, asestando golpes a ciegas que a veces conseguían llegar a mis adversarios y otras veces solo encontraban el suelo en su camino. La gente se abalanzó sobre mí. Cada vez había más adversarios. Numerosas manos me sujetaron, clavando sus uñas en mi piel y abriendo cortes allí donde arañaban. Me agitaron de un lado a otro, agarrando mechones de pelo y tirando hasta que probablemente se le quedaron en las manos. Llegó un momento en el que me pusieron en pie, y a pesar de mi resistencia, me hicieron colisionar de manera brutal contra una de las paredes. Sentí los golpes: fuertes, duros, rígidos. Sin piedad. La sangre llegó a mi boca cuando un puño me partió el labio y la sangre corrió por mi cara cuando la ceja derecha también cedió bajo un impacto. Cada vez el bullicio era mayor. Había tantos gritos que tuve la sensación de que mis tímpanos no podrían resistir.
– ¡Que no escape!
– ¡Cogedla!
– ¡Matadla! ¡Quemadla! ¡Las antorchas!
Entre todas aquellas palabras ya no era capaz de escuchar mis propios gritos desesperados. La garganta me dolía como si estuviera ingiriendo ácido. Las lágrimas brotaban de mis ojos, dejando de ser translúcidas al juntarse con la sangre de mi rostro. La mezcla me caía por el cuello. La ropa, no solo la mía, se había teñido de rojo. Continué chillando, luchando e intentando apartar a la multitud de mí, pero aquella realidad infernal solo cesó cuando una voz se alzó por encima de todas las demás:
– ¡Basta! – Reconocí aquel tono grave y la autoridad que desprendían sus palabras. Los golpes se detuvieron, pero la multitud seguía sujetándome con fiereza, dejando las marcas de sus manos en mi cuerpo. – ¡He ordenado que nadie la toque! ¿Cómo me desobedecéis de esta manera? ¡Soltadla! – La muchedumbre que se había agolpado allí se tensó ante la actitud de Zay, todos los agarres se deshicieron y un espacio se abrió a mi alrededor. – Debería castigaros a todos por quebrantar mis normas. – La multitud continuaba en silencio, parecía que incluso estaba aguantando la respiración. – Marchaos a vuestros cuartos. Os lo advierto, como alguien intente ponerle una mano encima de nuevo, no seré benévolo.
Me quedé quieta, en el suelo, sin ni siquiera atreverme a abrir los ojos. Escuché los pasos que se alejaban en silencio, sin atreverse a protestar a soltar un simple suspiro.
– ¡Vosotros, os dije que vigilarais su habitación durante la noche!
– Yo lo hice ayer, hoy le tocaba a Rona. – La voz de Shiloh sonaba lejana, al final del pasillo.
– No me avisaste. – La respuesta de la chica fue murmuro enfadado.
– ¡Parecéis críos! Durante toda la semana montaréis guardia los dos. – Escuché unos gruñidos de resignación y alguien que se acercaba a mí. Me contraje por el miedo, consciente de que sería alguno de ellos, pero incapaz de reaccionar de otro modo. Me apreté aún más contra el suelo y la pared, como si pudiera atravesar las superficies y transportarme a otro lugar en el que nadie pudiera acercase a mí.
– Tienes que contarme qué ha pasado. – La voz de Cuervo sonaba algo más tranquila ahora. Él estaba a un paso de mí y cuando se agachó a mi lado no pude contener un quejido. Hizo caso omiso a mi pequeño reproche y me puso en pie rápido, como si no le costara nada. Abrí los ojos, y ese simple acto supuso que otro punto más de mi cuerpo aullara de dolor. Me sujetó por los hombros, me ayudó a caminar y a subir las escaleras. Al principio me resistí a su roce, pero luego, tras unos intentos de avanzar en solitario, comprendí que no podría llegar a ninguna parte sin apoyarme en él. Escuché los pasos de Shiloh y Rona detrás, siguiéndonos de cerca; sin embargo, cuando llegamos a mi habitación cerró la puerta tras él, dejándolos fuera. Hizo que me sentara en la cama y se cruzó de brazos frente a mí.
– ¿Y bien? – Preguntó, esperando a que yo le contara mi versión de los hechos. En ese momento, un dilema moral hizo que tardara unos minutos en responder. Podía contar la verdad: que había salido de mi cuarto cuando no debería y que había llamado a la puerta de mis enemigos como una estúpida; sin embargo, también podía hacer que la culpa recayera sobre aquellas personas que habían estado a punto de matarme. Podía decir que había sido una descerebrada, o podía azuzar el enfado del líder contra ellos. No podía mentir, no debía, pero merecían un castigo. Cuervo no apartó los ojos de mí durante el silencio, y cuando por fin hablé, tuve que bajar la vista a mis manos.
– Fue mi culpa. – Admití, demasiado agotada como para invertir fuerzas en crear una mentira, demasiado cansada y destrozada como para tomar venganza. – Salí de mi habitación porque no podía dormir y paseé por los pasillos. Al rato me di cuenta de que había alguien siguiéndome y yo no supe qué hacer. Pedí ayuda y desperté a los demás sin pensar en mis actos. – Mi voz fue un susurro, me llevé la mano a la cara, pero cuando toqué mi rostro magullado la volví a apartar.
– Fue una estupidez. – Hizo una pausa. – Pero de todos modos la persona que te seguía probablemente te estuviera buscando. Con la puerta abierta y sin la protección de Shiloh o Rona no habrías tenido tanta suerte. – Él volvió a callar y como no sabía qué contestar, dejé que un silencio tenso invadiera el lugar. – ¿Podrías describirme a la primera persona que viste, la que te espiaba? – Yo negué con la cabeza, sin energías para hablar ni para pensar, y ese simple gesto hizo que el cerebro diera tumbos dentro de su cavidad. – Vuelvo en cinco minutos.
Zay regresó al rato, traía consigo un pequeño tarro de cristal, que dejaba ver una sustancia marrón en su interior, un vaso con agua de tonalidad verdosa y un par de toallas limpias y secas.
– Para las heridas. – Señaló el frasco oscuro. – Y un calmante. – Dijo, refiriéndose al otro recipiente. Dejó los objetos sobre la caja de madera que funcionaba como mesilla de noche y me miró desde arriba, con sus ojos marrones que asomaban entre la tela desprendiendo destellos naranjas debido a las velas. – Si quieres un consejo, intenta encontrar un motivo por el que no deberían matarte. No te quedes de brazos cruzados. – Aparté la mirada, incapaz de sostenérsela, y cogí el extraño ungüento para mantenerme ocupada.
– No creo que lleguen a cogerme cariño. – La voz me salió ronca, ya que tenía la garganta dolorida. Una mueca ácida me cruzó el rostro en un intento de mantener las lágrimas a raya.
– Aquí abajo las cosas son distintas. Las personas se mantienen con vida gracias al poder, la fuerza, o porque aportan algo que nadie más puede ofrecer. – La voz de Cuervo salió, como de costumbre, mitigada por el paño que pendía sobre su boca. Ese efecto solo dejaba de apreciarse cuando empleaba un tono más autoritario de lo habitual. Moví los ojos hacia él un momento, confusa, pero los volví a apartar al ver que me escrutaba el rostro. – Te lo explicaré. En nuestra comunidad odiamos a nuestro curandero. Habitualmente sus remedios son más dolorosos que la propia enfermedad, siempre exige algo a cambio de su ayuda y no es una persona fácil de tratar. Sin embargo, el motivo por el que aún nadie le ha dado una paliza de advertencia es porque es el mejor en lo que hace. No hay nadie con más conocimientos ni nadie con tanta experiencia. ¿Lo entiendes? – Asentí. Me sentía como una niña en aquel momento, mirándolo desde abajo e incapaz posar mis ojos en él por más de dos segundos seguidos. – Tú no tienes poder ni fuerza, entonces, ¿qué puedes ofrecer? – Se acercó a la puerta, dejando la pregunta en el aire, aparentemente poco dispuesto a escuchar la respuesta en aquellos momentos. De todos modos, no sabría qué responder. Ya a punto de marcharse, se dio media vuelta, rebuscó algo entre su ropa, y lanzó algo brillante que aterrizó sobre mi cama. – Si las cosas salen mal y no puedes regresar a las ciudades del cielo, ¿qué nos puedes dar para que no acabemos definitivamente contigo, Lizzé?
– ¿Cómo sabes mi nombre?
– Lo ponía en tu uniforme. Lizzé O'Donnell. – Acto seguido salió de la habitación. Me quedé inmóvil unos momentos, luego rebusqué entre las mantas. Noté algo metálico y frío con la yema de los dedos. Una llave.
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