18.- No Sentí Nada
Lo que ocurrió después fue... todo un lío.
Prefiero comenzar con la experiencia de Silvina:
>>>El animal alargado al que mi mamá le tiene simpatía, o como tú lo llamas, Papel, me fue a buscar. Planeaba pasar la noche en vela, matando monstruos para demostrarle a mi mamá que podía defenderme, pero él apareció y... en fin, terminó convenciéndome de volver. Se tenía que ir a otro lado, así que nos despedimos en el camino y yo me fui volando.
Pensé en volver a la casa, meterme por una ventana y escabullirme hasta mi cama, conversar las cosas por la mañana. Para mi sorpresa, al acercarme desde el aire, advertí varias luces por el camino y a un montón de personas, unas 300 por lo menos. Me mantuve lo suficientemente lejos para que no escucharan el silbido del viento que me impulsaba. La oscuridad de la noche al menos me ocultaba de sus ojos. Aun así, me acerqué con cautela. Entonces me di cuenta que llevaban trajes antidisturbios y que los últimos del grupo llegaban desde la cueva con el puente. No lo podía creer; la policía de Luscus había encontrado el puente y atravesado hasta Goerg. Supe que debía alertarlos a ustedes, que habían estado en una misión y que debían estar durmiendo, aunque no estaba segura siquiera de si ya habían llegado, pero decidí que sería mejor arriesgarme y al menos alertar a mi papá. Así que tomé unas rocas y las arrojé con magia hacia las ventanas de los dormitorios.
Luego tomé la roca más grande que pude, la levanté bien alto y la arrojé sobre el grupo de policías más cercano a la casa, al frente. Eso causó harto ruido, que es lo que pretendía... solo buscaba alertarlos a ustedes de los enemigos, nunca pensé en... en ellos.
Desde ese momento supe que tendría muchas miradas sobre mí. No se me ocurrió otra cosa que volar alto, cruzar hacia la casona y aterrizar en el patio interior, donde aún los policías no llegaban. Ahí comencé a escuchar disparos y otros ruidos. Me metí por la puerta y fui corriendo hacia las habitaciones. Ahí fue cuando los encontré a ustedes.
***
Eso es lo que me contó Silvina. Por mi parte, esa noche, después de la emboscada que sufrimos a manos de la policía en el laboratorio clandestino, regresamos a Goerg y nos fuimos a dormir. Pensábamos que tendríamos una noche tranquila, que a la mañana siguiente podríamos tomarnos las cosas con calma, pero eso no podría ser. De repente, ruidos de ventanas rompiéndose nos despertaron, seguidos de un estruendo como solo hace un cuerpo de roca enorme al caer y partirse. Asustado, me levanté de la cama y me asomé a mi ventana; desde la mía no veía nada, tampoco estaba rota, pero había oído al menos a un par rompiéndose. Supe que algo ocurría, así que fui a revisar si los demás estaban bien. Encendí la luz de mi habitación y del pasillo mientras pasaba. Coni y Aconte aparecieron desde sus puertas, en pijama, seguidos de Prípori.
—¡Nos atacan!— exclamó.
Aconte se dirigió de inmediato a las puertas de las chicas, pero no hizo falta; las tres aparecieron desde sus respectivas puertas y se nos acercaron. Prípori se dirigió a una de las ventanas frontales, una de las que habían roto, para ver lo que ocurría. Entonces una multitud de rayos láser surgió desde el hueco y penetraron en el techo. Escuchamos los cientos de pequeños impactos de otros láseres golpeando las paredes por fuera. Con cada disparo, el hormigón se horadaba unos centímetros más; no podríamos aguantar mucho tiempo refugiados tras las paredes.
—¡Son la policía de Luscus!— exclamó Prípori, encogida debajo de la ventana para evitar los rayos láser.
—¡¿Cómo nos encontraron?!— bramó Aconte.
—Eso no importa ahora. Tenemos que pelear. Vístanse, ahora. Al menos pónganse zapatos.
Nos apresuramos a nuestras habitaciones. Yo me puse unos pantalones y zapatillas, ni siquiera busqué mis calcetines, y eso que nunca me pongo calzado sin calcetines. Me sentía más desnudo que sin ellos. Apenas salir de nuevo, notamos el ruido de botas pesadas corriendo por los pasillos de madera. No podía creer que habían invadido la base, el único lugar en donde podíamos refugiarnos, donde nos sentíamos seguros de verdad.
—¡Vamos a acabarlos!— exclamó Marisa.
—Esperen, necesitamos una estrategia— bramó Prípori.
En eso, Asdate abrió la puerta de su habitación. Detrás de él iban sus tres hijos menores, todos vestidos y abrigados.
—Amor, me temo que nosotros solo estorbaremos. Creo apropiado irnos cuanto antes— le espetó con premura, pero con una calma de cualquier otro día. Yo no sabía cómo no se alteraba.
En ese momento apareció Silvina desde la puerta del pasillo del segundo piso.
—¡Silvi!— exclamaron sus padres.
Asdate abrió los brazos para que Silvina se aproximara a él, dado que el resto de sus hijos lo retenía, sujetando su vestido corto con miedo. Silvina corrió a sus brazos y lo apretó con fuerza.
—Perdón por irme.
—Está bien, después hablamos— le espetó Prípori.
De súbito, unos disparos desde debajo de la escalera nos alertaron. Noté que Prípori también permanecía tranquila a pesar de la situación. No estaba seguro de qué hacer, pero supe que los policías que subían por las escaleras podrían fusilarnos si no los repelíamos, así que les mandé un golpe de aire para que se cayeran al fondo. Luego aproveché ese instante para quitarles las armas y aplastarlas con mi magia.
—¡No podemos esperar a que vengan a matarnos! ¡Tenemos que repelerlos mientras pensamos en algo!
Bajé dos escalones, pero me detuve y miré a mis compañeros. Todos se me quedaron mirando como si nunca hubieran visto mi cara.
De pronto, Otoor reaccionó.
—Yo cubro el flanco oeste— dijo, y cavó un hoyo en su propia habitación para bajar más rápido.
—Entonces yo me dirijo al este— se apuntó Aconte, antes de salir volando por el techo.
—¡Yo la retaguardia!— exclamaron ambas gemelas a la vez.
—Y yo cuidaré el frente— dije, sin muchas alternativas— Coni, Silvi, cuiden a los demás.
Marisa, Aversa y yo bajamos precipitadamente las escaleras, justo para encontrarnos con un puñado de policías que nos apuntó en la base. Yo doblé sus cañones, Marisa quemó sus rifles y Aversa se les acercó para quitarles el calor hasta que cayeron con hipotermia. Me dispuse a dirigirme al frente, pero Aversa me tomó el hombro.
—Sobre las reglas de la maestra, este es el momento en que puedes romperlas— me espetó— estos policías vienen con intención de matar ¿Entiendes, Arturo?
Yo asentí. Aversa hizo el mismo gesto y volvió con su hermana, ambas se dirigieron a la zona posterior de la casa.
Un rayo frío me recorrió el interior del cuerpo mientras el significado de las palabras de Aversa terminaba de decantar.
Pero no había tiempo de asustarse o dudar.
Yo iba a matar gente.
Pero no había tiempo para dudar.
—Scire ¿Tienes un visor de calor que me puedas dar?— le pedí.
Tendría que dejar las discusiones de moral para otro momento.
—Lo siento, eso es demasiado para mí, pero los rifles emiten un campo electromagnético débil. Puedo resaltarlos en tu vista, a partir de cierta distancia.
—Hazlo.
De inmediato dirigió un holograma a mis ojos, como lentes de realidad aumentada. Este holograma resaltó las armas de los policías caídos con un leve brillo azul.
Apenas unos segundos más tarde, derrumbaron una puerta a mi costado para entrar. Un policía grandote con una metralleta pesada me apuntó e intentó disparar. Yo desbaraté su metralleta antes de que pudiera atacarme, luego la arrojé al otro lado de la sala de estar y a él lo enterré. Un grupo de policías entraron detrás de él, a quienes también enterré. Sin embargo, uno de ellos alcanzó a levantar sus manos con su rifle intacto antes de caer a la tierra y me apuntó. Apenas tuve tiempo de reaccionar; levanté una pared de roca entre él y yo, sin fijarme en que en ese lugar se encontraba uno de sus compañeros atrapados. El súbito movimiento de roca a través de su cuerpo le enterró un enorme pedrusco en el pecho y lo mató al instante.
—Lo maté— pensé.
Antes de llegar a Nudo, nunca pensé en matar a nadie. Incluso cuando quise matar a cierta persona hacía poco tiempo, pensaba que ver su cuerpo sin vida me daría un enorme impacto psicológico. En ese momento, sin embargo, me olvidé de esa muerte de inmediato para continuar con mi misión; todo lo que importaba era mantener a mis amigos seguros, los policías que murieran en el proceso eran poco más que cifras.
Tumbé la pared recién erigida sobre el soldado que me había disparado, no sé si se salvaría de algo así. Escuché más ventanas rompiéndose a lo largo de la casa, la más cercana en un costado. Vi policías intentando entrar, por lo que los empujé con fuerza hacia afuera y bloqueé la pared con otra capa de roca. Pero los disparos no cesaban.
Advertí pasos pesados acercándose por un costado. Levanté una pared a mi lado y la usé de escudo para los policías que aparecieron desde una puerta a la izquierda. Rompí sus rifles, enterré sus cuerpos, partí la nueva pared en cuatro pedazos y los mandé como estacas por el aire para detener al último del grupo. Fui a revisar por allá, pero antes de pasar por el umbral, noté disparos desde el otro lado. Al mismo tiempo, más policías surgieron desde la puerta principal, con otro sujeto grande con metralleta pesada. Me deshice de los que tenía en la habitación, pero para cuando me di la vuelta, aparecieron cinco más. Doblé la metralleta pesada, atrapé la pierna del oficial grande y se la torcí con la fuerza de la tierra. Tres sujetos más me dispararon. Desde la derecha surgieron siete, desde la izquierda cinco. No había cómo; eran demasiados. No podía controlar sus rifles mientras bloqueara, dado que las mismas paredes que me resguardaban de sus láseres, me tapaban la visión. Mandé golpes de aire a ciegas, escuché a algunos caer o exclamar con dolor.
—Arturo, debes retirarte— me pidió Scire.
—¡No aún!— bramé.
—Basta con un disparo para matarte. Al menos retrocede hasta las escaleras, donde tienes ventaja de terreno.
Esa era una buena idea; como no estaba peleando con magos, se me había olvidado por completo usar mi cabeza. No podía permitirme ese lujo en el futuro.
Rápidamente levanté un camino de paredes que me llevó seguro hacia las escaleras, por las que subí hasta la mitad para enfrentar a los policías con estacas de tierra y golpes de aire. De pronto, desde mi espalda alguien me tiró para indicarme que debía subir. Al girarme, advertí a Prípori.
—Ya tengo una idea. Ven, los necesitaremos a todos.
Bloqueé las escaleras para ganar un poco de tiempo y corrí con ella al segundo piso. Varilú, la hija de 6 años de Prípori, lloraba en los brazos de su padre. Tirbero, el de 12, se aguantaba las lágrimas mientras se abrazaba a la pierna de Asdate. Asfolo, el muchacho de 15, intentaba consolar a su hermano, aunque se mantenía atento a su madre. Silvina, la mayor, se encontraba a dos metros de la ventana, lista para atacar a los invasores si intentaban aparecer por el segundo piso, aunque algo me decía que Prípori se interpondría a ella en cuanto llegaran a atacar. Coni apareció desde una puerta y dejó unos frasquitos con pociones y energizantes en un maletín, el cual cerró con premura.
—Arturo, te daré una misión muy importante: necesito que te lleves a mi familia y a Coni— me pidió Prípori— usa una plataforma de roca como trineo. No los eleves en el aire, porque serán fáciles de detectar. Los demás usaremos la nave para distraer a los policías.
Dijo todo en un tono alto y claro, evitando arriesgar valioso tiempo que necesitábamos en ese momento, pero su voz dejó escapar un temblor, quizás con la posibilidad de separarse de su esposo e hijos en un momento tan crítico.
—Yo me quedo. Me necesitarás— se ofreció Silvina.
—¡No!— exclamaron sus padres.
—¡Mamá, no te puedo dejar...
—¡Pfff! ¡Silvi!— bramó Prípori, adoptando repentinamente un tono divertido— ¿Crees que es la primera vez que me enfrento a un ejército sin mi magia? Vamos, que esto no es nada ¿O no te acuerdas de la historia de los dragones?
—¡No puedes tentar a la suerte! ¡Es lo que tú me dices todo el tiempo!— alegó.
—¿Y quieres dejar a tu padre y tus hermanos sin nadie? Arturo es un buen mago, pero no lo puede hacer todo él solo. Yo aún me llevaré a cuatro excelentes magos conmigo.
Silvina apretó los labios, preocupada, pero incapaz de seguir insistiéndole a su madre.
—Está bien.
Prípori se giró a mí.
—¡Arturo, llévatelos ya!
—¡Sí, maestra!— exclamé, más fuerte de lo que esperaba.
Me pasó un energizante, que yo me tomé entero. Coni tomó a Tirbero de la mano para conducirlo, Asdate llevaba a Varilú. Silvina se nos acercó, no muy segura, pero con la premura que requería la situación.
—Yo iré a la vanguardia por si hay enemigos en el camino, tú asegúrate de protegerlos desde atrás— le ordené.
—Bien.
Me adelanté corriendo, pero me detuve junto a Coni.
—Mantén distancia conmigo, quédate una habitación por detrás. Tú le dices al grupo que avancen ¿Entendido?
—S-sí— musitó, amedrentado.
Comencé a sentir las energías renovadas, junto con las ansias de saber que estaba en una cuenta regresiva hasta que el efecto pasara. Ignorando esto último, salté hacia la próxima habitación. Podía escuchar a lo lejos el crujir de la madera al partirse, el impacto de rayos láser en las vigas de metal y en los pedruscos del concreto, los vidrios rompiéndose, las botas pisando todo sin un atisbo de empatía. Tenía rabia, rabia que vinieran a matarnos cuando nosotros teníamos tanto cuidado en no hacerles daño, pero al mismo tiempo me sentía aliviado de que en esa situación pudiera usar mi magia sin frenos, sentía preocupación de que no me importara, miedo de cometer algún error y ser responsable por la muerte de uno de los hijos de mi maestra, o quizás uno de mis compañeros.
—Echarle ganas— pensé— activar toda la cabeza. Llegar al límite y superarlo. Debo ser el mejor hasta el final.
En la segunda habitación no encontré nada, en un principio. Justo antes de que le avisara a Coni que estaba bien, la puerta se rompió, y de esta surgió un grupo entero. Les mandé un golpe de aire para arrojarlos al primer piso desde la baranda. Luego tomé uno de sus rifles, rompí los demás y les disparé a los que quedaban de pie. Avanzamos rápido al pasillo.
Desde ese punto le indiqué a Coni que esperara mientras yo revisaba las habitaciones contiguas. No encontré nada en las primeras tres, pero en la cuarta apareció un policía de sorpresa. Quise dispararle, pero mi rifle se trabó en una mesa del pasillo y no me dio tiempo de apuntar. Vi el cañón del sujeto hacia mí. Controlé su gatillo para mantenerlo en su posición. Nada ocurrió por unos segundos. Rompí su rifle, solté el mío y sujeté su cara para meterle una gran bocanada de aire por la garganta, con tal presión que, cuando se expandió dentro de él, lo hizo vomitar sangre. El sujeto cayó al piso, aturdido, mientras expulsaba litros de fluidos. Advertí una foto colgada en la pared, con un protector de vidrio. Rápidamente usé mis extensiones para sacarlo de su marco y enterrárselo en la nuca.
Me pregunté sobre las secuelas psicológicas de ese acto, de matar a esos policías. Al menos, de momento, no sentía nada.
Terminé de revisar las habitaciones y le hice una seña a Coni para que continuaran. En eso, desde una escalera por detrás, surgió un pelotón. Coni y la familia Driastela apenas habían salido; estaban lo suficientemente cerca para hacer de blanco, justo entre los policías y yo, obstaculizándome el protegerlos. Me apresuré hacia ellos, pero entonces Silvina les mandó un potente golpe de aire, los cual los mandó a todos escaleras abajo y me dio suficiente tiempo para enterrarlos vivos a todos juntos.
—¡Vamos!— exclamé.
Me apresuré hacia la vanguardia otra vez mientras los demás avanzaban. Nos dirigimos a la última habitación del pasillo, que yo ya había revisado. Ahí miré por la ventana, no noté nada, así que derrumbé la pared. Sin embargo, al hacerlo aparecieron cuatro policías, tres de los cuales comenzaron a disparar de inmediato.
En esa situación en que yo estaba en una zona elevada, me vi desprovisto de la cercanía del suelo habitual para defenderme, lo cual me llevó más tiempo a buscar algo que usar. En ese momento, uno de los rayos me dio en un costado y me arrancó un pedazo de carne. Sentí el láser quemándome la piel y los músculos, y me encogí del dolor.
—¡No te detengas!— exclamó Scire.
No había tiempo, no podía dejar que siguieran disparando, así que tomé la pared del piso inferior y la levanté hasta nosotros para bloquear las arremetidas.
—¡Arturo!— exclamó Coni.
Se acercó a mí para tratar mi herida.
—¡Aún no!— ladré.
Antes de dejarlo reaccionar, me arrojé hacia la pared que mantenía levantada con mi mente y la incliné horizontalmente para que me llevara al primer piso. De inmediato la rompí y mandé los pedazos que no me sostenían hacia los policías para machacarlos. El cuarto, que no disparaba, juntó sus manos frente a él en un aplauso. El sonido se volvió un estruendo explosivo que hizo añicos la parad sobre la que me encontraba. Caí hacia el suelo desde un metro y medio de altura, pero antes siquiera de aterrizar, el sujeto aplaudió nuevamente. Esta vez el sonido retumbó a través de mi cuerpo como si un martillo me golpeara los huesos y órganos, cada uno por separado.
Me desplomé paralizado sobre el suelo del patio trasero. Mi vista se nubló, mi mente cesó todo pensamiento por momentos y mis oídos se apagaron. Tosí algo espeso que me imaginé sería sangre.
—¿Qué...— intenté pensar.
Era sonido. El mago había usado una bomba de sonido contra mi cuerpo y no sabía si conseguiría sobrevivir una tercera. Lo vi apuntándome con un rifle, pero entonces su arma se dobló hacia él, un golpe de viento lo botó sobre su espalda, y la tierra se abrió para tragarlo. Silvina y Coni aparecieron a mi lado. Coni me esparció una poción por toda la cara y me dio el resto a beber. Durante los próximos segundos recobré mi visión y audición, y pude moverme otra vez. Los efectos del retumbar se habían ido, pero aún sentía la cabeza dándome vueltas; nunca más quería enfrentarme a un mago de sonido en mi vida.
En poco tiempo me recuperé lo suficiente para ponerme de pie. No había otros policías por ahí cerca, así que el resto no fue muy difícil; erigimos una plataforma de roca lo suficientemente ancha para todos, con mangos de roca para que pudieran sujetarse; la elevamos unos centímetros sobre la tierra, con algo de esfuerzo, y procedimos a marcharnos. Al pasar, vimos a un grupo de policías disparando; de un momento a otro advertimos una llama que atravesaba la espalda de uno de ellos; recordé que Marisa y Aversa habían ido a la retaguardia.
Los polímatas estaban por su cuenta; cuatro magos contra un batallón completo.
—No mueran— les pedí en mi mente.
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