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21. Lord Máximo

—En el principio de mi existencia, cuando el Ojo Universal me fue confiado, tuve una visión... la de un universo oscuro. Y en el centro de ese nuevo orden, yo era el gobernante eterno.

La noche reinaba, silenciosa en danza con la oscuridad sobre la habitación. Allí, una gruesa voz penetraba las paredes. Desde el centro se revelaron las puertas de una plataforma ovalada, sobre la que imperaba un pozo de muerte.

»Solo así, durante miles de milenios, en la realidad hubo orden. Un orden caótico, absoluto e imperecedero, inquebrantable por ningún otro ser.

A paso lento, el líquido carmesí en la fosa se fue secando como energía agonizante. En consecuencia un hombre pálido emergió. Se fortalecía. Sus ojos resplandecieron como la encarnación de una pesadilla tenebrosa. Desnudo, caminó hacia la gloria.

»Así hubiera sido en un principio. Una hermosa utopía. Pero La Eternidad la quebrantó con La Luz, todo para dar vida a una creación que jamás debió existir.

Un canto mortífero resonó. En su andar los leves destellos púrpura del ambiente revelaron por momentos sus más codiciados atributos. Se detuvo justo frente a un trío de sirvientes encapuchados.

»Por eso, cuando La Oscuridad me mostró la gloria venidera, únicamente concebible con su poder, acepté su trato. La Luz nunca lo esperó. Su querubín, su guardián de las llaves del abismo, en alianza con el mal que le había sido encomendado vigilar.

En reverencia, lo vistieron con un pantalón oscuro.

»Patéticos sirvientes de La Eternidad —bramó con rencor, sobresaltando por un momento las manos que recorrían su pecho firme, cubierto de vello de pocos días—. Banales. Sin un propósito para su larga existencia más allá de obedecer a su creador.

Las manos de sus siervos recorrieron la larga cabellera blanca que caía sobre su espalda fornida. Se la ajustaron en una cola. Incluso recogida le llegaba a la cadera.

»Pero yo... yo no fui como ellos. Yo tuve perspectiva. Un propósito que me motivó a cumplir mis más placenteros deseos. Sin duda Lucifer fue la primera piedra, un ejemplo considerable de lo que puede lograr la motivación adecuada.

Su barbilla cuadrada y pómulos pronunciados se tornaron inmutables. Sus sirvientes lo vistieron con una impecable coraza de plata que se ajustó perfectamente a su musculatura.

»Pero él falló donde yo gané. Siempre fue tan caprichoso y prepotente. Un poco más de cálculo le hubiera dado la victoria. Tal vez no consiguió lo que quería porque en realidad nunca estuvo destinado a gobernar. Pero yo lo estoy. He esperado, paciente, al día de mi inminente ascenso.

Le incrustaron un cinturón de correas negras atravesadas.

»Creyeron derrotarme en la Batalla Milenial del Vórtice Negro. Oh, ese glorioso crepúsculo, cuando abrí las brechas de la Dimensión Oscura y desaté sus más temibles horrores, la sangre caída de los seres creados por La Luz fue grande.

Saboreó con placer el anhelado objetivo.

»Por poco La Oscuridad fue soberana esa vez. Pero entonces ganaron. Universum nos arrebató el Ojo Universal y se lo encomendó a un terrano de linaje bendito, Adam, séptimo hijo de Adán y Eva. Por su puño, el mal fue encerrado. Y yo con él. Creyeron haber ganado —Rio—. Nunca fue mi intención salir victorioso en aquella batalla.

Una larga gabardina negra le fue puesta encima.

»Al final de cuentas, no fue más que eso, una batalla. Todos saben que las batallas no son más que partes de algo mucho más grande, una guerra. Y un verdadero estratega juega a largo plazo.

Las últimas incorporaciones fueron aleaciones de fina plata en sus rodillas y en los antebrazos sobre las mangas de su gabán.

»La Consciencia de La Oscuridad... Madame Nyx, así se hace llamar ahora, ¿no? La locura en la que la sumieron sin duda le ha volado la cabeza. —Rio con gracia—. Ella creyó manipularme. —Una sonrisa pandemónica brotó en sus labios—. Qué curioso. Como si no hubiera sabido desde el principio cuáles eran sus insanas intenciones.

Vestido por completo, los sirvientes le otorgaron una nueva reverencia y se retiraron inclinados por lo bajo, sin perder de vista sus pies, hasta que se perdieron en las penumbras.

»Los Universales han vivido durante generaciones creyendo que estoy encerrado. Cuánto se equivocan. Todo ese tiempo, toda esta vida de confinamiento eterno, todo ha sido planeado. Solo para llegar al glorioso día de mi visión.

Alrededor del pozo de donde había emergido, colgaban cuatro cadáveres. Su sangre goteaba en los canales dispuestos en deceso a la fosa.

»En ella el éxito era mío. Analicé todas las variables, todas las líneas temporales, cada futuro posible. Solo un hombre interfería con mis planes... James Jerom.

A paso lento, caminó a un costado de la profana habitación. Tomó un cáliz dejado momentos antes por sus sirvientes y lo bebió con exquisitez.

»Pero cuán provechoso es el tiempo, cuando eres eterno. Para que él se convirtiera en Mago Universal, el hombre destinado a derrotarme, aún existían millones de milenios de diferencia.

Volvió a dejar la copa en su pedestal.

»Todo ese tiempo me he preparado, alimentándome, absorbiendo la energía oscura de esta dimensión. Listo para cuando llegue el día... la conclusión de esta guerra eterna: la Batalla por el Tiempo.

Solo los pasos de sus botas retumbaron en camino a su objetivo.

»Ahora, el tiempo se ha cumplido. Cada ficha ha sido puesta. Cada peón ha jugado su rol en este tablero. Mago Universal se está acercando a su destino. Está llegando hacia el rey. Yo, a mi victoria —dijo finalmente, con una media sonrisa plegada en su rostro, muy cerca a su víctima.

La criatura del otro lado se estremecía con horror, prisionero de bandas metálicas que terminaban de desgarrador su piel. Máximo jugaba dentro sí una apuesta. O el hombre moría por sus estrepitosas pulsaciones, provocados por su miedo infundido al Rey del Umbramundo, o por sus propias manos. Cual fuera el resultado, sería igual de placentero.

—Po-por-por qué me-me cuenta esto —inquirió en susurrante dificultad.

Todo su cuerpo se hallaba agrietado y quemado, maltratado por las peores torturas de los verdugos de Las Fosas. Incluso de los dos cuernos curvos que le nacían de sus pómulos, uno estaba partido.

—Porque no necesitará saberlo, cuando esté muerto.

—Po-po-por favor, Lord Máximo. ¡Piedad! —suplicó.

—¿Piedad? ¿Acaso se atreve a sugerir que llegué a donde estoy teniendo piedad de abominables criaturas como usted, señor Tumnus?

—No, mi señor, le juro que no era mi intención que...

—No. Por supuesto que no. —Llevó ambas manos tras su cadera y le dio la espalda—. ¿Así como tampoco era su intención, señor Tumnus, participar en una abominable revuelta contra su señor? ¿Intentar derrocarme? ¿A mí, Lord Máximo, supremo gobernante de la Dimensión Oscura? ¿Acaso olvida quién puso orden a esta dimensión? ¿Intentan relegar a quien venció al todopoderoso Darkxamum?

—Milord, le juro que...

—Ya no es tiempo de jurar lealtades, señor Tumnus. Su destino fue sellado tan presto como dio el sí para esta sacrílega causa. —Volvió de frente a su víctima—. ¿Acaso cree Himéreto Mondemis que por haber sido mi mano derecha durante la ejecución de las mil hadas, está destinado a ser rey sobre el Umbramundo? Inconcebible.

—Himéreto me manipuló, mi señor —lloró sin consuelo—. Entró a mi mente, jugó conmigo y me usó como una marioneta, así como lo hace con sus presas. Yo solo fui una víctima.

—Patético intento —expresó asqueado—. No soy un dios de misericordia. Tampoco un rey que da segundas oportunidades. Usted lo sabe bien, Tumnus. A no ser, claro, que me diga la ubicación exacta del centro de operaciones desde donde Himéreto Mondemis está llevando a cabo esta blasfemia contra mi buen nombre. Y entonces, solo entonces, podría considerar perdonar su miserable vida.

—La Puerta al Sol Negro, sobre la Calle Cerbero. Desde ahí ha planeado todo. Hoy, al paso del Cometa de almas, se reunirán otra vez.

—Tumnus, buen Tumnus, siempre obediente.

—Eso quiere decir, milord, ¿que me perdonará?

—Significa, señor Tumnus, que ahora será recordado en mi memoria como la persona que, aún en su lecho de muerte, dio la vida por su rey para ayudarlo a mantener su eterna hegemonía.

—No-no-no-no, mi señor...

Con un brillo oscuro en su mano derecha, Lord Máximo empuñó. Tumnus perdió el aliento y la fuerza. Ni un quejido más salió de él. Todo su cuerpo se deshiló de la vida, como un alma agonizante que germinó en el más oscuro momento de su lamento. Tumnus no fue más que polvo, un haz lumínico que fue absorbido por Máximo.

El soberano inhaló, satisfecho. La energía lo fortalecía.

—Preparen a mi Kantrox y notifiquen a los Quebrantadores —ordenó hacia la nada. Como siempre, sus sirvientes estaban ahí, ocultos en las sombras, vigilantes ante cualquier solicitud de su amo—. Hoy iremos de cacería. Las Fosas y El Abismo no serán suficientes para lo que sucederá con ellos.

Sobre la antigua Calle Cerbero, emblemático y temible sector social para los más sucios negocios del Umbramundo, la gabardina oscura de un hombre se meneó con el extremo frío de la noche eterna. Mantuvo su vista en la calle de piedra.

Por su izquierda, pasó un carruaje. Cruzó una mirada rápida con el montador y recibió un papel en su mano. Era el pase para entrar a la reunión. El hombre arreó los caballos con suavidad y siguió su lento curso.

Observó a izquierda y derecha, la calle comenzaba a vaciarse. Subió la mirada al techo de enfrente, una arpía, casi petrificada como gárgola, observaba. Así lo había organizado Himéreto Mondemis. Sobre él, volaba el Cometa de almas, otorgándole por unos minutos un tono verdoso al siempre cielo nocturno de gamas frías. El plan de Mondemis marchaba tal como lo confesó el informante.

En La Puerta al Sol Negro, los seis rostros de la muerte observaban petrificados el singular brillo de entrada al salón. Solo los más acérrimos profanos de la vida tenían permitido entrar, después de ser probados cara a las seis estatuas repartidas alrededor del arco de la vieja puerta.

El hombre ajustó su sombrero. Se mantuvo estático. Por un momento las cuencas vacías de las calaveras brillaron. Solo así las puertas se desplegaron.

De entrada a la taberna, detenida en el tiempo sobre el siglo quinto, un olor a cigarro y tóxicos brebajes recibieron al invitado. El sitio se encontraba a reventar. Todas las mesas llenas de partidarios antiMáximo, con elfas y diablesas sirviendo y tomando pedidos.

En todo el centro de la cantina, ahí estaba, Himéreto Mondemis, cabecilla de la revuelta.

Era casi tan viejo en aquel mundo como Lord Máximo. Aunque, en la atemporalidad, el tiempo siempre era relativo. Himéreto lucía como un anciano. Su cabello canoso era en rastas y una fea cicatriz ascendía por cada ceja. Llevaba el pecho descubierto. Desde que una de las bestias de El Abismo casi lo devora, era suertudo de seguir con vida. En realidad, su suerte era aún no haber muerto a manos de Máximo. Gran parte del abdomen y el total de sus brazos eran solo huesos, avivados por una energía roja neón.

—La arpía Nahira vio cuando los verdugos de Las Fosas arrastraban el cuerpo moribundo de Tumnus hacia La Fortaleza de la Oscuridad —explicaba Mondemis. Todas las miradas estaban clavadas en él—. Tumnus no tardará en delatarnos. Es por eso, damas y caballeros, que trasladaremos nuestro centro de operaciones hacia la Cortina del Deceso. Este nuevo sitio ha sido elegido estratégicamente para vigilar las entradas y salidas del Umbramundo. Con nosotros apoderándonos de los estrechos, la gran ciudad será sitiada desde afuera. Avanzaremos con nuestros hombres y doblegaremos la voluntad de los líderes de los ejércitos. El clan de orcos ya está de nuestro lado, y pronto los demás serán obligados a unirse a nuestra causa. ¡Por el nuevo reino!

—¡Por el nuevo reino! —gritaron todos.

—El tiempo de Máximo terminará. Un nuevo soberano tomará su lugar, ¡Himéreto Mondemis!

Sin darles la oportunidad de celebrar, un estruendo de pájaro encendió las alertas.

—¡Quebrantadores! ¡La arpía ha cantado! —avisó alguien en la multitud—. Hay que salir de aquí.

Desde adentro, el infiltrado tomó un monóculo de su bolsillo y observó hacia la pared sin ventanas. La magia en el objeto derribó por un instante los muros que ocultaban lo que sucedía afuera. En el tejar frente La Puerta al Sol Negro, un hachazo por el cuello calló para siempre a la criatura.

Su momento había llegado. Con un conjuro sacrílego, portales se abrieron en diferentes zonas del lugar. El temor de los revolucionarios fue abismal. Un ejército de captores los rodeó, vestidos con imponentes trajes de guerra. Arrojaron sus látigos de cadena y tomaron prisioneros con gran rapidez.

Himéreto Mondemis observó con terror a sus copartidarios ser arrastrados al interior de los portales. Perdían sin oportunidad alguna de pelear, mientras retumbaba un canto de muerte a través de las brechas. Al final, solo quedaron él y el hombre de sombrero.

—Himéreto, triste Himéreto, qué lamentable presentación acaba de dar, pero no tan patética como los fieles seguidores a su hueca filosofía, eso se lo puedo asegurar. Será exquisito el deleito de su sufrimiento.

—No me llevarán sin dar pelea —amenazó—. No le temo a un Quebrantador.

—De verdad que me gustaría verlo intentándolo.

Un destello de oscuridad reveló su verdadera apariencia, era Máximo, Lord Máximo. Le sonrió con picardía. Un leve estremecimiento fue notorio en el hombre. Pero no tanto como el que transpiraba en su interior. La sola apariencia del soberano le causaba un escalofrío desgarrador. En el pasado había trabajado codo a codo con él. Sabía muy bien el destino de los rebeldes.

—¿Y bien? —preguntó, con sus manos tras la cadera—. ¿Le ha comido la lengua una arpía?

—Algún día, este mundo dejará de ser tuyo. El Umbramundo no te obedecerá para siempre. El movimiento ha iniciado. Quizá caeré, pero otros más se levantarán a pelear. Y cuando la anarquía llegue a cada rincón de este mundo, lamentarás haber sido un tirano.

—Una terrible tragedia que usted no estará vivo para presenciarlo, señor Himéreto —mientras hablaba, un portal se abría tras el hombre. Máximo se le acercó con cada palabra—. Y, sobre esos... sindicalistas que menciona, ya recordarán lo que es temerme.

De una patada, Himéreto cayó adentro.

Consumado el paso del Cometa de almas, los tonos púrpuras imperaban una vez más en el firmamento. En lo alto del balcón cúspide de la Fortaleza de la Oscuridad, rodeado por una comitiva de brujos en túnicas, Lord Máximo se alzaba sobre su pueblo, victorioso en un extravagante trono. Desde allí olía el temor. Lo respiraba. Se alimentaba de él. Todos habían sido citados para una ejecución pública en la plaza frente al castillo.

Si había alguno entre ellos que alguna vez volviera a permitirse corromper por la idea de derrocarlo, aprendería la lección. Y eso, lo complacía más que a nadie.

Bajo él, pero por encima de la multitud, se erigía una plataforma de piedra. Los verdugos se encontraban dispuestos sobre pequeñas mesas de roca. Los sentenciados, al borde del colapso luego de las insufribles torturas en Las Fosas, solo deseaban que el dolor cesara de una vez por todas.

—¡Pueblo del Umbramundo! —anunció uno de los brujos—. Su soberano de la Dimensión Oscura los ha reunido hoy aquí para presenciar la paga al mayor pecado de nuestras leyes: ¡injuria al supremo gobernante!

Un murmullo preocupado se extendió en coro. En su trono, Máximo se mantuvo silencioso.

—La banda insurrecta de Himéreto Mondemis, y todos sus secuaces, fueron desmantelados. Sirva esta condena como recordatorio permanente, ¡y alabado sea Lord Máximo!

Los ojos de Máximo brillaron por un instante. Complacido, unió sus manos y las llevó a su barbilla. El desenlace que tanto esperaba, finalmente había llegado.

A un mismo compás, los verdugos levantaron sus hachas. El declive del filo cumplió la acción encomendada, y más de cincuenta cabezas rodaron en esa noche en la que un hombre intentó desafiar a un dios.

El cántico mortífero había sido placentero. Nada mejor para un hombre que ha probado el éxtasis del poder absoluto, que le fuera recordada su hegemonía. Con una sonrisa triunfante descendió las escaleras secretas del palacio.

Solo él las conocía. Solo él tenía la autoridad y el rango para entrar a la Cámara de Darkxamum.

Luego de miles de devenires como gobernante de la Dimensión Oscura, el todopoderoso ente de la oscuridad había sido relegado hacía mucho tiempo a ser nada más que un prisionero de Lord Máximo.

Por supuesto, disfrutaba visitarlo para regodearse de su victoria. La más reciente de ellas lo ameritaba.

En un tiempo anterior a Máximo, La Oscuridad y sus monstruos habitaban en caos y vacío, dispersos en su propio plano. Su prisión. Así lo había dictado La Luz. El explosivo choque entre ambas fuerzas fue el inicio.

Pero cuando Máximo llegó, todo cambió.

El guardián de las puertas a la Dimensión Oscura siempre deseó gobernar. Conquistar aquel plano era el primer paso. Su visión y fuerza de voluntad eran inquebrantables. Con todas sus energías, y poseedor del poder otorgado por Universum y los demás dioses de La Luz, junto a la corrupción oscura de Madame Nyx, Máximo combatió.

La batalla entre él y Darkxamum fue larga, agotadora, pero, al final, obtuvo la victoria. Con su enemigo a sus pies, lo tomó como su eterno rehén. Ahora, Darkxamum, ajeno al conocimiento del mundo, habitaba en las barreras de un cristal hechizado para nunca escapar.

—¿Qué trae al todopoderoso Máximo a la eterna prisión de Darxamum? —retumbó su potente voz.

—El tan esperado día, Darxamum, está cerca.

—El mago se aproxima a su destino —acertó con éxtasis—. El tiempo se rompe, La Oscuridad se expande a través de la realidad, en un nuevo universo a la orden de nuestros más retorcidos deseos, un universo de completa oscuridad.

—Y no podría compartir tal expectativa con nadie más que mi prisionero por excelencia. —Se giró hacia un enorme reloj de arena en la cámara. La energía se concentraba en la parte más baja, mientras que la de arriba cada vez era menor—. El momento está llegando. Los últimos peones en el tablero jugarán pronto sus movimientos. Entonces todo estará listo para el día en que James Jerom debe morir.


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