Cuentos de niños
Cinco años después
Tallahassee Florida, 1841
—¡Jackson! ¡Jackie! ¿Dónde andas, muchacho del demonio?
Las palabras podían sonar bruscas, pero Jackson Pelman conocía muy bien el tono de su padre. No estaba molesto, al contrario, su voz cargaba el tono musical que desvelaba alegría. Sin lugar a dudas traía buenas noticias.
El chico no se hizo esperar, corrió hacia su padre. Con solo siete años de edad, apenas tenía obligaciones, y los sábados, una vez terminadas las engorrosas tareas impuestas por su madre, acababa escapando por alguna ventana, para perderse por el camino detrás de la iglesia.
Siempre encontraba algo interesante que hacer. En los pasados días había adoptado un nido de mapaches abandonados a su suerte. Tres pequeños infelices cuya madre probablemente había cometido el error de acercarse demasiado al lago tras la cerca que dividía la propiedad de los hacendados Devereaux del resto de la villa.
Jackson estaba empeñado en entrenarlos, para evitarles morir en las fauces de Gus; un caimán más viejo que el Leviatán del libro y de terribles mañas. Dejó las criaturitas en el hueco de un árbol, sospechando que los mapaches no agradecían sus intentos de amaestrarles. Parecían estar desesperados por librarse de él. Los muy ingratos le empujaban con sus manitas oscuras una vez ya Jackson les hubiese provisto con una que otra fresa o algún grillo.
—¡Santo Dios! ¡Si eres la vergüenza de tu madre! —su padre exclamó dejando escapar un suspiro exagerado, todo para complacer a su señora, la cual miraba al hijo de ambos con ganas de arrastrarle por las orejas hasta la pileta de agua más cercana. Pero en realidad, Jack Pelman padre no se concernía con semejantes cosas.
El hombre, casi llegando a sus cincuenta años, encontraba en su único hijo un motivo de orgullo. De alguna manera veía al chiquillo como se ve un legado. Permitía que Jackson hiciera lo que quisiera, después de que no atentara contra otro o contra su persona. Pelman consideraba que el mejor regalo que un padre podía darle a un hijo era la libertad plena en una tierra que pudiera llamar suya. Nunca pudo concebir cómo explicar ese sentimiento a su esposa Martha, quien era muy Católica y muy autoritaria. La mujer era de ascendencia irlandesa, pero contrario a su esposo, sus ojos nunca se habían posado sobre los campos de la Isla Esmeralda. Le aventajaba al tener dos generaciones seguras sobre tierra Estadounidense, habiendo emigrado desde el norte del país hacia la promesa de un futuro en la creciente industria agraria del sur.
Martha había tenido una vida algo difícil, pero nada comparada con la de su esposo. En esos días no se encontraban muchas ventajas en ser mujer, excepto, que a pesar de no ser de alta alcurnia, Martha fue resguardada de los horrores del campo por su padre, quien trabajó hasta el hueso para poner a su hija en manos de un hombre que él considerara decente.
El padre de Jackie cumplía con tales requisitos, tanto como se podía en un lugar donde iban a parar todos los que, de alguna manera u otra, habían decidido construir su propia historia.
El pequeño Jackson respetaba a su madre, pero amaba a su padre. Se identificaba con él más que con ella, pues compartían el cabello que destellaba rubio entre tonalidades arena y los ojos azules. Su padre, sin embargo, tenía la piel más oscura, besada de sol. De niño había vivido en las Islas, en Barbados y luego en Jamaica, parajes que sonaban tan exóticos para Jack como las costas de Irlanda.
Pelman padre llegó a Tallahassee en 1831 a trabajar siembras de tabaco. Contaba solo con poco más que un puñado de monedas y un buen ojo para la administración, producto de haber sido capataz en una hacienda isleña. No se contaba como miserable, a pesar de que había muchos escalones entre su humilde cabaña y la entrada de la casa de los Devereaux. Sabía su lugar, el de su esposa y el de su hijo. Tampoco se daba por más; era el peor error que, a su juicio, podía cometer un hombre blanco carente de posición social en el Sur.
La única vez que le puso la mano encima a Jackson, lo hizo con determinación y hasta rabia, con ganas de dejarle plasmado al chiquillo a ras del hocico toda una vida de lecciones. Su hijo se había enredado a pelear con Raymond, el hijo del esclavo que atendía los establos de la casa Devereaux. Los había echado a pelear Philippe, el hijo mayor del hacendado, prometiéndoles a ambos por premio una figurita tallada en madera, un juguete de segunda mano.
Jackson nunca olvidaría el peso de la mano abierta de su padre sobre su rostro, o como el filo de la sortija en su dedo índice hizo que la sangre le saltara a borbotones de un pequeño corte sobre la nariz. Fue brutal, inesperado... Y lo marcó para siempre.
—¡Escúchame bien, Jackson! No existe tal cosa como privilegio, solo circunstancias. Blanco, como soy, vi a tu abuelo servir bajo contrato a un Lord inglés, sin más esperanza que entregarle diez años de su vida a cambio de techo y pan. ¿Entiendes lo que acabas de hacer? Te prestaste para entretener a Philippe, quien tiene la bota tan puesta sobre tu espalda como sobre la del negrito.
En el futuro, mucha gente juzgaría esas palabras como con un tinte hipócrita. Estudiantes de historia se preguntarían cómo gentes con el mínimo compás moral podían hacer apología de la esclavitud citando circunstancias. Pero en ese momento —y en los años que no sospechaba tener que vivir—, Jackson entendió perfectamente las palabras de su padre. Cuando se levantara la neblina y la sangre derramada por ideales se fuera con el río, la pobreza y la miseria serían las fuerzas abarcadoras en el sur; la bofetada y el despertar que iba a obligar a los hombres a darse cuenta de que eran todos iguales. Los que no estuvieran dispuestos a aceptarlo, quedarían juzgados por la historia.
—¡Vamos, niño cochino! A bañarse. Y ahora con algo de apuro, porque hay que llegar rápido a la casa grande. —Su madre no estaba de humor.
El padre señaló el camino y el hijo no fue quién de protestar. Era preferible caminar de buenas ganas hacia el agua fría que tratar de negociar con Martha Pelman. Un par de estrujones y una cepillada detrás de la oreja y el chico quedó como nuevo, listo para caminar con sus padres la media milla entre su casa y la estancia, en donde ya se estaban empezando a agrupar amigos, trabajadores, sirvientes, esclavos y curiosos.
Pocas veces llegaban carros de importancia a Tallahassee. A pesar de ser la capital de Florida, no era precisamente una de las ciudades más influyentes en el corredor del algodón. De hecho, uno que otro hacendado bromeaba que lo único que se agradecía de Tallahassee es que la institución de la capital había limpiado el camino a Georgia de presencia indígena. No existía en todo el Condado de León casa más imponente que la mansión Devereaux y por ende, cualquier llegada a las puertas de la misma era motivo de celebración para la villa.
—¿Sabes de quién se trata?—La curiosidad estaba matando a Martha, quien no había tenido oportunidad de enterarse de mucho por andar procurando que Jackson tuviese las orejas limpias.
—La hermana del señor Devereaux. Llega desde Nueva Orleans tras quedar viuda. ¡Ya no preguntes más mujer! No te queda bien lo de curiosa en público.
Su esposo ya había visto el reflejo áureo del sol sobre la madera oscura de la carroza que se aproximaba a los portones. Las respuestas estaban cerca.
Maurice Devereaux, su hijo Philippe y esposa Susanne aparecieron al tope de la escalera de entrada y con ellos murieron los murmullos. La carroza, con estampa fúnebre y halada por cuatro caballos negros, se detuvo frente a la hacienda.
Todos esperaban que el chofer de la misma hiciese una deferencia y bajara de su puesto para abrir la puerta a la viuda, pero no sucedió. La mano de una mujer de tez trigueña, vestida completamente de blanco, levantó el seguro de la puerta.
La dama de compañía, Trinidad, era una morena libre de Nueva Orleans, una de esas inusitadas ocurrencias de una ciudad que no contaba con el permiso del mundo para dictar el destino de sus habitantes.
Era una mujer hermosa en todo derecho, y esa simple verdad solo podría acarrear problemas. Jackson jamás había visto una morena igual a esa. Era tan elegante, como la señora de la casa grande, y se movía con la seguridad de aquellos que no están acostumbrados a esquivar miradas. Pero no fue Trinidad quien ocupó su atención por mucho tiempo, sino la chiquilla quien se asomó temerosa, rogando por la mano de la mujer.
La primera vez que Jackson Pelman vio a Magnolia Danae-Devereaux, era muy chico para darse cuenta de que ese inesperado acelerar de su corazón fue la promesa de que no sería la última vez que añorara verla.
Magnolia, por su parte, ni siquiera notó su presencia. En ese momento era solo una niña triste, víctima de la palidez de una piel enmarcada entre un cabello oscuro y ojos claros que delataban su sangre francesa. Sus manos, demasiado pequeñas para estar propiamente ataviadas con guantes, sostenían una urna de metal grabado. Trinidad la levantó en sus brazos, sin permitir que tocara el suelo o soltara la caja.
Ambas cruzaron unas palabras en francés antes de que las puertas volvieran a cerrarse y el señor Devereaux diera instrucciones de bajar el equipaje de la parte trasera del coche.
La mujer subió las escaleras como quien llega a su casa.
—Te entrego a tu sobrina, Maurice Devereaux. Y ella pone en tus manos el corazón de su padre. Jeanine ha determinado que el señor Danae sea enterrado en este suelo, donde ha de criarse su hija. Madame quiere hablar contigo a solas por un instante, dado que prefiere continuar hasta Savannah sin detenerse. He de permanecer aquí, mientras consideres que sea de bien y necesario para Magnolia.
El Señor Devereaux les dio la bienvenida a su casa sin molestarse en consultar con su esposa. Susanne mantuvo su sorpresa contenida, delatándose solo por lo que pareció ser un suspiro. Al menos su cuñada había optado por seguir el camino a Savannah. Las dos mujeres no eran, lo que se consideraba, bien llevadas.
Jackson, como la mayoría de los presentes, desconocía sobre las Devereaux de Nueva Orleans. Pocas veces las familias coincidían en sociedad. La incomodidad entre las señoras fue un pequeño detalle se le escapó a su padre cuando, después de agotadas las formalidades, todos se retiraron a descansar. Martha insistió en saber detalles y esta vez, su esposo, de la forma más sincera, confesó no saber.
Jackson, sin embargo, siempre era dado a andar donde no le convenía y sin querer, acabó escuchando más de lo que un chico debiera...
—¿La viste? —le preguntó Raymond, el muchachito de las caballerizas que, desde el día de la tunda, se había convertido en su mejor amigo—. La niña blanca y la nana negra. Mi mami dice que fue buen augurio, que su madre no se bajara para saludar.
—¿Por qué? Será que es una doña malcriada. —Jackson no encontraba qué aportar a la conversación.
—No, nada de eso...—Raymond se mordió los labios, pero la información era muy preciada y, además, entre chiquillos, siempre es preferible compartir aquello que provoca pesadillas—. Mi mami dice que la madre de Magnolia Devereaux no tenía interés en pasar una noche en Tallahassee, no fuera que el olor de su perfume llegara hasta Cassadaga, y el Diablo se enterara de que ella estuvo aquí...
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