Brujas
¿Qué puede llevar a una mujer a comprometer siete generaciones a cambio de un don?
Muchos dirán que es la solución fácil y egoísta. Pero cuando se trata de decisiones, la desesperación triunfa sobre la razón.
Y el diablo, puede dárselas de caballero, pero nunca ha dejado de ser oportunista.
Las mujeres Devereaux comenzaron su historia como comienzan todas, en un campo de sangre.
Charmaine Devereaux era apenas una cría, con diez años de edad, había crecido en el mundo protestante de sus padres, donde emergentes visiones reclamaban la interpretación justa de la cristiandad y se proclamaban verdaderas ante las injusticias del catolicismo.
Su más profundo recuerdo era haber ido de la mano de su padre a una reunión en un granero. Allí, hugonotes franceses estaban concentrándose para dar un servicio en abierto desafío a la voluntad del duque de Guise, quien decidió arremeter contra los mismos para dar fin a sus ofensas.
Descendió sobre ellos, como muchos habían hecho antes y harían después, reclamando el nombre de Dios para sí mismo, sin importar la cantidad de hombres, mujeres o niños que ofreciera en su holocausto.
El padre de Charmaine cayó ante sus ojos, con hierro atravesando su pecho. Su madre no tuvo la misma suerte. La niña vio horrorizada, como el cuerpo de su progenitora fue violentado, una y otra vez, por hombres a quienes poco importaba darle rienda a la lujuria sobre un campo de cenizas. Esa hubiese sido su suerte también, de no haberse escondido entre las ruinas de la que fue su cabaña.
La masacre de San Bartolomeo dio lugar a una serie de conflictos armados entre protestantes y católicos que vieron fin un año más tarde. Y mientras se firmaban tratados de paz, las tragedias personales y las consecuencias se echaban al olvido. Charmaine nunca olvidó. La vida no le permitió hacerlo.
Paso a ser guarda de la Iglesia Católica, donde las prácticas que consideraba extrañas a su fe la hicieron una marginada y su belleza se convirtió en una maldición. Apenas entraba a la pubertad, cuando ojos lujuriosos le miraban desde los altares y a lo que parecía el fin de su historia, con apenas diecisiete años, fue lanzada del convento que le ofrecía protección cuando fue descubierta la razón por la cual no bajaba su sangre.
Embarazada y temerosa, encontró que sus pasos le llevaron lejos de su hogar, hasta el Noreste de Francia. Volver a casa no tenía sentido. Cuatro años la habían cambiado al punto de hacerla irreconocible, por dentro y por fuera.
Un día, curiosa, decidió prestar atención a las historias de las mujeres que convenientemente ignoraban a la joven que aseguraban mentía al hablar de su condición de "viuda". Fue la primera vez que escucho mencionar al hombre de negro.
<<Es la razón por la cual la leche fresca se corta apenas salida de la ubre.>>
<<Sin duda la razón por la cual los días se están haciendo más cortos, para avanzar el regreso de Dios.>>
<<Busca una reina que le dé lo que el Creador no le ha permitido tener por su condición de ángel. Es por eso que a las virtuosas se les hace difícil concebir y las pecadoras traen hijos a la luz cuando debieron haberse secado en sus entrañas.>>
Lo último lo dijeron mirándola de reojo y con desprecio, haciéndole saber que ni ella, ni su bastarda eran bienvenidas.
Esa noche, Charmaine se adentró en lo profundo del bosque, insegura de lo que encontraría, pero llena de propósito si lo hacía. Sentía que dos caras de una religión le habían fallado y por ende, debía renunciar a cualquier imposición de parte de la misma. Fue por eso que su respiración se agitó cuando al fin, cercana a la media noche, encontró a un joven en uno de los caminos alejados de la villa, en el punto que no permitía regreso.
Vestía de un inmaculado negro. Sus ropas parecían dejar un espacio silente alrededor del cual la vida era invitada a manifestarse. Su cabello, de rizos perfectamente domados, estaba atado en un lazo oscuro y dejaba a la vista sus perfectas facciones esculpidas en un rostro de alabastro. No fue su presencia, sino sus palabras, lo que hizo que se erizara la piel:
—Es y será por siempre un mundo de hombres allá afuera, Charmaine Devereaux. ¿Qué te hace pensar que no he de hacer contigo lo que han hecho los demás? ¿Qué supones me detendrá de hacer lo mismo con la pequeña que llevas en brazos, quien llegarás a ser mujer junto con sus hijas y las hijas de sus hijas en un mundo que no ha de cambiar?
Por un instante sintió que debía huir de ese lugar, voltear sobre sus talones y correr de regreso a la villa, rogando que la noche fuese lo suficientemente oscura para abrazarla. Entonces se apoderó de ella la determinación de aquellos que nada tienen que perder.
—Tengo seguridad de que no harás lo que dices, porque no eres un hombre, y cuando yo termine mi trato contigo, no seré una mujer cualquiera...
Se entregó a sí misma, y a la criatura de meses que llevaba entre sus brazos, a quien, en su profundo dolor, no había ni siquiera nombrado.
El primero de los muchos rumores sobre las Devereaux, rumores que cruzarían océanos, fue que Adelaide Devereaux fue apadrinada por el diablo, quien le dio su nombre. ¿La prueba? Un lunar curioso, una mancha rosada a lo largo de su pierna, el cual reproducía la forma de unos labios perfectos, justo donde su padrino impartió la bendición que la convertiría en suya, para siempre.
La madre de las línea de sangre Devereaux vendió su alma por desesperación. Adelaide, la primera de las brujas del pacto, aprovechó la belleza que había sido una condena para su madre y la blandió como se hace con un arma. Sus pasos la llevaron a París, donde dejo de ser Adelaide de la marca roja para convertirse en quien quiso. Amasó riquezas de modo independiente, ante los ojos incrédulos de hombres que desconocían que mujeres pudiesen actuar por sí mismas. Se casó con un infeliz, cuya única misión en la vida fue darle un hijo varón, el cual, a la larga, puso en sus manos la nieta que ella tanto ansiaba.
Poco se conoce sobre Sylvie Devereaux. Unos dicen que huyó del pacto, pidiendo protección a los ángeles, para luego arrepentirse y encontrar una muerte temprana. Otros comentan que su padre trató de deshacer su maldición, haciéndola nacer en tierra extraña, lejos del alcance de Rashard. Pero solo logró alentar al demonio a ir a su búsqueda.
Fuera cual fuera la versión de la historia, su final fue trágico, triste y temprano. Muchos pensaron que con ella la línea Devereaux llegaría a su fin. Pero a pesar de no haber concebido, el favor que demostró por su sobrina, Edith, marcó a la joven como la próxima bruja, y convirtió su vida en una fuente de desgracia.
Edith Devereaux fue mucho menos conocida que su tía, pero notable por ser de todas, la que pudo considerarse la más sufrida. Se dice que Rashard la llevó al borde de la locura, y la única muestra de bondad, si es que el acto de un demonio puede denominarse tal, fue permitir que su nombre no fuera olvidado. Su hija también se llamó Edith.
A la sombra de su muerte, la madre hizo llegar a su hija junto al lecho y le contó una historia. La hija escuchó, paciente, para luego responder.
—Nos queda mucho por pagar, madre. Pero en mis manos está extender este pacto más allá de lo que alguna de nosotras haya logrado. El hombre de negro está cansado de este lugar. Cruzaremos el océano, a las Américas. Allí, renunciaré al nombre de mi padre y seré Devereaux, hasta la muerte. Dejaré mi marca y haré del sitio al que vaya, un paraíso creado por mis manos.
Edith Devereaux, conocida como la pequeña Eddie, partió con una confiada sonrisa hacia un punto incierto. Se dice que su viaje fue un buen augurio. Viento agradable y aguas en calma; noches de luna donde a veces, en cubierta se le veía hablar con un caballero de cabello rojizo y ropas oscuras. El resto fue historia.
Las brujas Devereaux se pensaban protegidas, intocables y bendecidas, porque los asuntos de su fortuna no habían sido influenciados por la mano del patriarcado. Pero entonces, olvidaron que los hombres fueron creados menores a los ángeles y que hay ciertos ángeles que ejercen su crueldad de forma impune, y alcanzan más allá que cualquier hombre.
Magnolia fue tal vez el último bastión de la inocencia. Su madre, Jeanine, siempre soñó con ser libre; aun así, ni siquiera el hombre de negro podía entregarle lo que su corazón deseaba, sin garantizar terribles consecuencias. Se conformó con vivir con Trinidad a puertas cerradas, aceptando el amor de un hombre tan gentil que se limitó a que ella le regalara un fruto de su unión. Henri Danae nunca cuestionó la devoción entre su esposa y la nana. Tal vez por miedo al escándalo o quizás por pena. Quién sabe si le era simplemente conveniente. Los muertos tienden a ser nobles en retrospectiva.
La realidad es que a su manera, los tres amaban a la niña, y ese amor los cegó como a todos, haciéndoles creer que les sobraba el tiempo, que no era necesario ponerla al tanto de nada. Henri murió dejándola en manos de los Devereaux, Jeanine partió confiando y Trinidad, quien toda la vida sublimó su verdadero ser frente al mundo, pensó que sería igualmente sencillo para la joven bruja. No contó en lo que las consecuencias que los sentimientos acarrearían para Magnolia.
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