Sintiendo
Sentado frente a mí, Jimin degustaba su propia taza de café con una beneración casi divina. La claridad que se filtraba por la ventana hacía que sus pestañas y todas las hebras rubias de su pelo relucieran como el oro. El café debía de estar muy caliente. Jimin lo sopló mientras lo removía con la cucharilla, creando unas pequeñas ondas circulares. Eran las siete y media de la tarde.
—La felicidad me colmó el alma cuando recibí tu llamada ayer —dijo.
—Sabes que no te he llamado para tomar únicamente una taza de café.
—Lo sé.
—¿Entoncés por qué sigues sonriendo?
—Porque me has llamado. —Y sorbió de su bebida aún humeante.
Fuera, había empezado a llover. Observé lo desagradable del clima con una pizca de ternura. En el pasado solía afrontar el asco que me producía la lluvia con una rabieta infructuosa. Su olor, su forma, su sabor, su tacto; todo me resultaba desagradable y ni razón ni consciencia poseía yo del porqué. Sencillamente, me abordaba una exasperación inusitada al oír su descompasado ritmo. Aborrecía con vehemencia lo alocado de su repiqueteo informal, como si fuera un niño travieso llamando a la puerta una y otra vez. Verla ahora, a través del cristal, no me alteraba el ánimo. Tan abrumado me sentía ya, que su presencia insoportable me resultaba, incluso, conmovedora.
Dejé de observar el clima lluvioso para mirarlo a él. No se mostraba impaciente. Dudaba incluso de que en algún momento de su vida él se hubiera llegado a exaltar por esperar. Tan quieto y silencioso como estaba, no hacía más que añadir carbón a la ya avivada hoguera de emociones en mi interior. Quería hacer lo correcto. Debía elegir, y elegir mejor que en el pasado. Pero, ¿qué escoger cuando el lobo es, ahora, perseguido por la oveja?
El café se me quedó frío. No se me ocurrió darle la más mínima importancia a dicho detalle cuando delante de mí Jimin comparecía con un humor impecable. Había algo detrás de su tranquilidad que perturbaba la mía.
—¿En qué tanto piensas? —le pregunté.
—En lo que vas a decirme y en lo que yo te diré en respuesta.
—¿Acaso sabes lo que voy a decir? ¿Eres una especie de vidente, o algo así?
Jimin sonrió, pero no dijo nada. El vínculo, aunque lleno de polvo y algo descuidado, seguía ahí. Dirac no mentía. Jimin tampoco respecto a sus sentimientos.
—Voy a serte sincero, Jungkook —habló—: una de las partes por la que me alegro que me llamases es porque así me ahorrabas hacerlo a mí. Verás, tengo algo que proponerte...
Me lo explicó lenta y abreviadamente, a veces caminando en círculos y otras desvariando del tópico inicial. Traté de entenderlo lo mejor que pude. Su propuesta, del todo inesperada, sin duda alguna brillaba por su novedad. Para resumir sus palabras, diré que Jimin se encontraba envuelto en un proyecto de la universidad. «Un curioso estudio de inofensivo descubrimiento», relataba, con el mismo tono mimoso con el que una madre habla de su pequeño. Si bien no entró en profundos detalles sobre los conocimientos requeridos para la realización correcta de dicho proyecto, me dejó saber muy claramente que se requería un mínimo de dos personas adultas. «El material necesario es un tanto pesado y yo solo no podría cargarlo».
No me quedó de otra que aceptar, pues, ¿Cómo iba a negarle ayuda a mi héroe de antaño? Cuando la lluvia escampó un poco y ambas tazas fueron vaciadas, ambos partimos en direcciones contrarias hacia nuestros hogares, con la promesa de encontrarnos ese mismo jueves –si el clima ponía de su parte– y dejarnos engullir por las boscosas sendas de la montaña Jangsan. Porque así era: el proyecto se contemplaba con una visita al campo incorporada como principal fundamento del éxito.
Jimin no me dijo mucho más y pocos días después volvimos a encontrarnos antes de la salida.
—Lleva ropa cómoda y un calzado adecuado. Yo me haré cargo de los billetes de tren y el almuerzo. Vamos a pasar mucho tiempo entre árboles e insectos —anunció.
—¿Y no podríamos ir en coche?
—Todo el material no cabe en el maletero promedio de un vehículo de cuatro ruedas. Lo siento.
La curiosidad me picó incesantemente durante el periodo de tiempo que restaba hasta el jueves. Como era mi día libre, no necesité pedir permiso a Yoongi para faltar al trabajo. Aún así, le avisé de que estaría fuera todo el día, perdido por el monte.
→
La inquietud no cabía dentro de mi pecho. Los trenes llegaban, los pasajeros se subían a ellos y el equipaje bailaba de un lado para otro incesantemente. El reloj de la estación dio las 12:18 del pronto medio día. Un medio día que cada vez se nos echaba más encima, pues nuestro tren partiría a y media y Jimin aún no aparecía por ningún lado. A mí, por otra parte, me iba a dar un infarto.
Me preguntaba cúal sería el motivo de su retraso. ¿El despertador no le habría sonado? ¿Se habría encontrado con un conocido en el camino? ¿Habría decidido cancelar la salida en el último momento y darme plantón?
Parecía que ninguna de mis preguntas serían respondidas hasta que, en una nerviosa ojeada a mi costado para tratar de ver llegar el tren, lo visualicé entre la multitud. El jaleo estrepitoso de la maquinaria al frenar amortiguó el sonido de mis pisadas mientras me acercaba. Jimin se encontraba sentado en una pose de relajación completa –suponía que por el largo tiempo de espera–, en uno de los bancos de la estación. Varios maletines y bolsas de tela, todos negros, le rodeaban como si se trataran de pájaros siendo alimentados. Sus hebras rubias, aquellas que me habían permitido localizarlo entre la masa de gente, se batieron en mi dirección cuando percibió que alguien le acechaba. Mi exasperación ganó la palabra antes de que pudiera decir nada.
—¿Cuánto tiempo llevas esperando? ¡Creí que no vendrías!
Jimin sonrió. Sus ojos formaron las dos medias lunas más reales y brillantes que noche alguna podría haber representado jamás. El escozor se suavizó en mi temperamento, enteramente amansado.
—La alegría me visita al verte, Jungkook —me saludó—. Podría decir lo mismo, aunque estaría mintiendo: no dudé de tu compromiso ni un instante.
La capacidad del habla se me cayó a los pies, ahí donde los pasajeros apurados no tenían reparo en pisotearla hasta destrozarla. No me salió otra reacción que la de reir.
—¿Qué llevas ahí? —me refería a las bolsas.
—Tan sólo lo útil e imprescindible. Carguemos con ello, vamos. Nuestro caballo de hojalata está por llegar.
Como indicó, cogimos las cosas que él solo había llevado hasta allí entre los dos y subimos al tren. El viaje que nos aguardó no fue largo en lo absoluto. Antes de que pudiéramos gozar la suavidad de nuestros asientos, habíamos llegado a la falda de la montaña Jangsan. Jimin sacó los billetes de nuevo para poder salir de la estación y, con dos bolsas cada uno echadas a la espalda, nos encaminamos ladera adelante.
Habían sido años los que transcurrieron desde que caminaba sobre la naturaleza pura. En una excursión. En mi primer año de carrera en la universidad. Mi cuerpo por entonces era diferente al de ahora y mi estado físico estaba muy por debajo de mi agilidad actual. Por eso me era indescifrable porqué los materiales de Jimin se me hacían tan pesados y difíciles de manejar, robándome el aire al mínimo esfuerzo. La ropa que llevaba también me resultaba un tanto incómoda. La tela se me adhería como una doble piel y contorneaba las curvas de mi musculatura. La camiseta era la peor prenda. Tenía la sensación de que, si hinchaba mis pulmones un centímetro de más, la ropa saldría volando en todas las direcciones posibles. Lo único que sentía menos extraño era el calzado. Las sencillas botas de montaña no se diferenciaban en mucho a las botas que solía llevar a diario.
Jimin guió el camino. Llevaba un aparato circular y metálico en la mano que había sacado de una de sus bolsas. No supe con certeza que era un brújula hasta más tarde. No me atrevía a preguntar, como tampoco era capaz de pensar con coherencia el motivo que me había llevado a para en mitad del campo, lejos de la confortable ciudad. Jimin no procuró compartir conmigo lo que estaba haciendo. Mi miedo por desconcentrarle y arruinar el proyecto me mantenía dócil como una mula de carga.
Habíamos avanzado unos kilómetros, todo cuesta arriba y sin pausas, cuando se detuvo un instante y me pidió una de las bolsas. Se la entregué, obediente, y me posicioné cerca suyo para tratar de ver lo que hacía, con la distancia precisa para no estorbarle. Sus movimientos fueron más rápidos que mi visión. Antes de que pudiera darme cuenta, había abierto la bolsa y sacado un extraño aparatejo con unos cables conectados y una franja para indicar valores, como una especie de medidor de voltajes, y había vuelto a cerrar la mochila, sin permitirme atisbar nada más del lastre que llevaba a la espalda. Jimin manipuló unas pequeñas tuercas, perpendiculares en la larga longitud del aparato y se alejó un par de metros, acariciando el aire con el cacharro del que pretendía obtener algún resultado.
—Jungkook, acércate, por favor... Verás, esto de aquí es una modificación de un barómetro. Sirve para calcular la presión de un ambiente o de un contenedor.
—¿Y para qué lo quieres tú?
Me lanzó una mirada penetrante que, por un momento, nos devolvió a ambos al ambiente de profesor-estudiante que compartimos tiempo atrás.
—Como te he dicho, este no es un barómetro corriente; ha sido modificado. Si bien la presión está más que medida y remedida hoy en día, nosotros estamos buscando algo igual de imperceptible e indiscernible como ella.
Tras sus palabras, guardó de nuevo el objeto en la mochila con un brusco movimiento. Proseguimos el camino aunque la sensación había cambiado por completo. Jimin, aún si seguía escondiendo miles de misterios, había logrado captar mi atención, y con ella, mi voluntad de resistencia. Contra más ascendíamos, el aire se volvía más frío y entraba pastoso en nuestras bocas, resecándonos los pulmones. Pero poco me importaba cuando algo importante resultaría de nuestro esfuerzo. Anduvimos, unas veces por senderos llanos, otras por abruptos caminos rocosos, con las bolsas cargadas a la espalda. El sudor nos corría a los dos por igual. Decidimos detenernos en un pequeño arrollo a descansar. Después, seguimos avanzando.
No sabría cuándo ni donde se darían las circunstancias acertadas para que Jimin pudiera encontrar su "imperceptible e indiscernible" sustancia. Cada cierto tiempo sus pies se detenían y la pausa era acompañada por su voz, cada vez más jadeante. «Jungkook, la mochila, por favor», decía. Yo se la daba. Jimin se apartaba un poco para poder abrirla. Cuando yo llegaba a su lado para fisgonear, él ya la había vuelto a cerrar. Ninguno de los objetos que obtuvo de las bolsas negras solía repetirse, excepto el barómetro modificado del principio. Portábamos extrañísimas herramientas de las cuales cada una poseía una función específica. Un medidor de rocas, un termómetro láser, un medidor de radio frecuencia...
—¿Para qué quieres una radio?
—¿No es obvio? ¡Para escuchar música! Así el camino se nos hará más ameno... Vamos, casi hemos llegado a nuestra primera base.
Nos deslizamos entre árboles y arbustos unos metros más al Oeste. Los caminos se volvían más abruptos e inaccesibles a medida que avanzábamos y nos alejábamos de los senderos. Lo que Jimin denominaba "base" no era otra cosa que una pequeña llanura donde la oscuridad del bosque no alcanzaba a profanar. El sol de la tarde se filtraba entre las copas de árboles y descendía una cortina de claridad que rodeaba la explanada con aura mágica y un tanto romántica.
Jimin me pidió que nos sentáramos en unas rocas dispuestas en el límite del claro que hacían perfectamente la vez de bancos. Mientras, empezó a sacar aparatos aún más grande y mucho más extraños que los anteriores y los esparció sobre el verde césped. De vez en cuando me pedía ayuda o me nombraba alguno de los materiales allí dispuestos. Lastimosamente, mi atención estaba en otra parte. Me era imposible apartar los ojos, bueno, los sentidos en general, de aquello que nos rodeaba.
Había una sensación de pureza que limpiaba el alma y la escarmentaba en el aire límpido y descontaminado. Los pájaros, posados sobre las ramas próximas, no se atrevían a profanar tan bello lugar con sus graznidos, y adornaban el sitio con sus cantos finos. Jimin estaba concentrado en su trabajo y, mientras tanto, yo me perdía en la conexión innata que mi cuerpo había establecido con la naturaleza. Estaba sintiendo intensamente y, a la vez, nada de lo que percibía llegaba a pertenecerme del todo. La Madre Naturaleza se me había metido dentro y era la que estrujaba los ventrículos de mi corazón que bombeaban la sangre renuente. Igual que el arrollo que nos habíamos cruzado en el camino. Igual que los cantos de las aves salvajes.
Por el rabillo del ojo vi como Jimin sacaba una libreta, pero no le presté demasiada atención. Se sentó a mi lado y me ofreció un termo con bebida. Di un gran sorbo. Con mi ensoñación había olvidado la sed que sentía. Un gusto amargo y fuerte me obligó a arrugar el rostro con desagrado.
—¿Qué narices es esto?
—Una mezcla de sales minerales y extracto natural. Es casero. Repondrá los minerales que has gastado en la caminata.
Tras beber él también aquel repulsivo elixir, hizo el amago de escribir algo sobre la libreta. Sin embargo, abandonó dicha acción antes de que la tinta marcara las hojas blancas para siempre. En su lugar, levantó la cabeza en dirección a la pradera y, con aire ensoñador, dijo:
—¿No es hermoso este lugar?
Era cierto. Desde que mis ojos habían echado un primer vistazo a la montaña, mis dedos cosquilleaban cargados de un ansia que reprimía desde hace tiempo: el ansia de escribir. Aunque, si tal oportunidad se me hubiese sido permitida, estaba seguro de que mis palabras hubieran arruinado aquel fantástico lugar, pues algo que yo solía repetir a menudo era: «No intentes expresar con palabras lo que ha de sentirse».
Un extraño vértigo me sobrecogió cuando dije:
—Es perfecto.
Había empezado a sentir un calor horroroso. Simultáneamente, unos sudores fríos me recorrían la espalda. Me desembaracé de la chaqueta que llevaba puesta, quedándome únicamente con una camiseta térmica. Cuando volví a alzar la mirada, las mejillas de Jimin se habían encendido y sus ojos brillaban con viveza. Tenía la boca entreabierta. Su respiración se escapaba entre sus labios en forma de tenue silbido. Percibí cómo su garganta se comprimía y agitaba cuando tragó saliva. De alguna forma, era capaz de percibir todo lo que me rodeaba. Las extremidades se me habían entumecido hasta el punto de pesar como si llevara una armadura de acero encima. Si hubiese querido salir corriendo, no habría sido capaz.
—Jimin...
Sentía como mi sistema nervioso trabajaba a toda velocidad, sin obtener mayor resultado que aquel susurro. Era como si mi existencia entera hubiera pasado a pertenecer a aquel claro, como si me hubiera vuelto parte del bosque que entonces, no solo nos rodeaba, sino que comenzaba a echar raices en nuestro interior. Una nube pasó por delante del sol, ocasionando un breve eclipse. Esa corta alteración me había echo estremecer, aturdido por el cambio de luz. Miré al cielo. Unas gotas se resvalaron por mi mentón, terminando en la camiseta. Estaba sudando muchísimo. En el centro de mi abdomen, sentía cómo mi estómago se contraía y relajaba tranquilamente. La radio emitía un chirriante sonido que estaba mareándome.
—¿Alguna vez has pensando en ser otra persona? —había preguntado Jimin, completamente ido, con la voz entumecida.
—¿A qué te refieres?
—¿Nunca has pensado en que, si fueras otra persona, tu vida podría haber sido mejor... diferente?
—De pequeño, soñaba con ser Tú —me encogí de hombros.
Sus ojos, que hasta entonces me habían rehuido, ahora me observaban en primer plano. Jimin tenía una mueca extraordinaria en el rostro. Arrugba la nariz como si tratase de enfocar su visión y un sonrojo permanente se había mudado a su tez.
—¿Por qué Yo?
—Porque me salvaste.
Chasqueó la lengua, insatisfecho.
—Si hubieses querido ser yo, no te habrías enamorado de mí. Seguramente, me hubieras odiado por no poder ser Yo.
Tenía razón. Aún así, no añadí nada más. No me veía con suficientes ganas, tan concentrado como estaba en captar lo que mis sentidos pudiesen. Estaba centrado en oír las hojas de las ramas al agitarse, en apreciar la silueta oscura de una roca allí a lo lejos. Podía, incluso, percibir el monótono traqueteo del tren, abandonado en nuestra marcha.
Con un brusco y forzoso movimiento, Jimin colocó su mano sobre mi antebrazo. Entonces, pasé a percibirlo a él. Me uní a su alma, escuché a traves de sus oídos y vi usando sus ojos como única lente. Mi pulso, algo acelerado, se acompasó con el suyo. Su mano pareció enfriar aquel trozo de mi brazo en el que se apoyaba.
—¿Por qué soy consciente de todo lo que nos rodea...?
Mis palabras se arrastraban. Tenía la lengua enrredada y levemente adormecida. Mi reflejo en las dilatadas pupilas de Jimin me indicaban que había algo en mí que no marchaba con normalidad. No fui capaz de descifrar el qué. Lejos de responderme, Jimin cuestionó:
—¿Qué era aquello que querías decirme cuando me llamaste?
— Tenía pensado despedirme para siempre... Había decidido no volver a verte...
—¿Tu decisión es acorde a lo que quieres?
Negué con la cabeza.
—En realidad, creo que sigo amándote...
No sé porqué dije lo que dije. Las palabras brotaron, claras y sinceras, como las aguas de un manantial cristalino. Jimin pareció no escucharme. La voz que había hecho esa confesión me era irreconocible, incluso si se trataba de mi propia voz. Me sentía un hombre extraño en un cuerpo extraño. Como si aquella perspectiva del mundo, vista desde el cuerpo y la mente de Jeon Jungkook, no me perteneciera.
Pero tampoco conseguí encontrar la mentira enterrada en la confesión. Era como sí, por algún motivo, hubiera conseguido el don de transformar sentimientos en palabras para poder expresarlos. Al cabo de unos minutos, Jimin pareció reaccionar. Se relamió los labios, se acercó un poco más a mí. Poseía la irrevocable sensación de que en cualquier momento se me lanzaría encima y no habría forma de separarnos nunca más. Una parte de mí anhelaba que aquello pasara. Jimin, por otra parte, tenía ganas de seguir hablando.
—¿Puedes asegurar que me amas aún si todo indica que me odias?
Me tocó asentir esta vez. Por si mí sinceridad no hubiese sido suficiente, tomé su barbilla entre mis dedos y, con gesto delicado y algo titubeante, acerqué su cara hasta que logré besarlo.
No me complací con un único beso. Fui recabando todas y cada una de las veces en las que me había abstenido de unir nuestros labios y, sin prisa, desplegué una alfombra de besos por toda su cara, mentón y cuello, mientras de fondo oía un arroyo descender. Jimin se mantuvo quieto, harto de paciencia, mientras recibía todos y cada uno de mis besos con una pasividad de estatua. Cuando platé un último beso en su boca antes de darme por satisfecho, una sonrisa desmesurada apareció en sus labios, ahora vapuleados y rosados.
—Me gusta. Continúa, por favor —fue lo único que dijo con voz melosa y contenta.
Nos pasamos el resto de la tarde acariciándonos, besándonos y compartiendo nuestros sentimientos más profundos y que tanto miedo nos había dado a ambos decir en voz alta. Cuando regresábamos en el tren, aún podía sentir conmigo la paz de aquel claro del bosque. Durante todo el trayecto de vuelta, los pequeños y regordetos dedos de Jimin se envolvieron alrededor de los míos, infundiéndome calor. Fue al bajar del tren y tener que soltar su mano para cargar con las bolsas cuando recobré un poco el sentido y me preocupé por nuestro descuido.
—¿Conseguiste lo que buscabas? —le pregunté.
Jimin sonrió, cogió las asas de sus bolsas correspondientes y nos guió a ambos en dirección al aparcamiento de la estación donde había dejado su coche. Al llegar, comprobé que me había mentido y que, efectivamente, aunque el material era mucho y estaba repartido en varios equipajes, sí que cabía en el maletero de un solo coche. Jimin guardó las cosas, cerró la compuerta del maletero y se giró a mirarme.
—Buscaba un doblón de bronce y, ¡vaya!, terminé encontrando un tesoro.
Con una perpetua sonrisa cincelada en su rostro y el mejor ánimo posible, me llevó a casa. Al bajar me pidió que al día siguiente nos encontrásemos en la misma cafetería donde días atrás planeamos la escapada y, huyendo a mi incomprensión, se disculpó.
No hubo beso de despedida. La magia del momento se había roto del todo al apearme de su coche y encontrarme de nuevo entre las blancas paredes de mi apartamento. El hechizo de ensueño que me había mantenido unido a la naturaleza, casi como un feto está unido a su madre por el cordón umbilical, había terminado disolviéndose en el amargo y espeso aire de la ciudad y en el humo que soltaban los tubos de escape de los coches.
No le di más vueltas a lo que había pasado aquél día. Totalmente exausto en resultado del arduo trayecto y con los músculos aún tensos por la caminata, no hice más que tomar una ducha, desaciéndome del sudor y la fatiga, y acostarme.
Los rayos del sol que me despertaron al día siguiente dieron rienda suelta a la realidad recién estrenada de un nuevo día, por desgracia laboral. Traté de desembarazarme de las sábanas de la cama que insistían en pegárseme al cuerpo cuando un intenso dolor general me recorrió cada músculo del cuerpo. Las agujetas eran una cosa horrible. Aún así, me las apañé como pude –entre juramentos y maldiciones– para levantarme, hacerme un café y roer unas galletas con el apetito de un perro. Con el cansancio se me había olvidado el hambre que tenía. Ya vestido y aseado, tomé el ascensor para bajar y salir del apartamento, prediciendo que las escaleras no eran una opción favorable a mis dolores musculares.
Eran pocas les veces en las que yo había faltado o llegado tarde al trabajo en los últimos cinco años. Aquel día fue uno de ellos. El móvil se me había quedado sin batería la noche anterior y me había visto obligado a salir de casa con él apagado y el cargador en la mano. Cuando llegué, lo primero que hice fue enchufar aquel artefacto básicamente vital en la sala del personal. Me cambié velozmente y fui a atender a los clientes que entraban acompañados del tintineo de la campanilla. Aquel sonido, en especial, me estaba dando jaqueca. Yoongi apareció al cabo de un rato por la puerta cargado con millones de bolsas de las compras que me hicieron ser consciente de que era viernes. Los viernes eran día de compra. En cuanto me vio, frunció las cejas y con un gesto seco me indicó que entrase en la sala.
—¿Qué te ha pasado? ¡No eres de los que suelen faltar sin avisar!
—Lo siento, el móvil se me murió ayer y no tuve la ocasión de ponerlo a cargar...
El mayor hizo un detestable movimiento de cabeza en desaprobación. Por suerte, decidió restarle importancia al asunto.
—Procura que no vuelva a pasar... Cambiando de tema, ¿Cómo te fue?—quiso saber.
Su pregunta, si bien era del todo acertada, no tenía una respuesta clara que yo pudiera otorgarle.
—Bien, creo... No lo sé.
—¿Cómo no vas a saberlo?
—La verdad... Creo que me confesé y nos besamos —Yoongi emitió un chillido de emoción que sonó como un maullido—... Pero —continué— siento como si todo lo que pasó ayer fuese parte de un sueño y me cuesta discernir entré lo que es real y lo que no.
—¿Es que acaso bebisteis más de la cuenta?
Lo cierto era que no iba mal encaminado. Los síntomas que me estaban haciendo pasar penurias aquella fría mañana de otoño eran bien conocidos. Parecían las secuelas de una resaca. Y si mi memoria no me fallaba, lo único que había tomado era el asqueroso elixir casero de Jimena para reponer fuerzas. Nada más.
—No estoy seguro —confesé.
Yoongi soltó un bufido insatisfecho. Durante las siguientes horas de servicio, intenté escaparme las veces que pude para tomar un vaso de agua o tragarme una aspirina. En uno de los esporádicos descansos, entré a la sala del personal y encendí el teléfono. Lo primero que apareció en la pantalla fue el bloqueo de la tarjeta SIM que me apresuré en teclear. Una vez reestablecida la conexión, las notificaciones comenzaron a llegar. Saja parecía preocupado y sus insistentes mensajes y llamadas de las ultimas horas me transmitieron su sincera inquietud.
No poseía del suficiente tiempo para llamarlo, así que le escribí un corto y escueto mensaje donde le aclaraba que estaba bien y que deberíamos vernos cuanto antes. Si bien su respuesta pareció feliz ante un posible encuentro lo más prontamente posible, la verdad detrás de mis palabras no era otra que la de aclarar, de una vez por todas, el huracan de enociones que me carcomía en su presencia. Incluso si él no estaba presente, sus frecuentes mensajes conseguían atosigarme y apabullarme hasta el punto de obligarme a apagar el teléfono cuando estaba en casa, porque los mensajes no cesaban nunca y yo necesitaba un poco de paz.
El trabajo fue agotador. Los músculos pinzados de dolor y el crujido de mis articulaciones al estirarme me lo hicieron saber. Aún así, me sentía bien, sereno. Había avisado a Jimin de que tendríamos que vernos otro día y decidí tomar un autobús de regreso a casa.
No sabría cómo explicar el placer que genera leer en un lugar público. Las miradas de la gente se vuelven palpables y parecen engancharse a tí durante un buen rato. Cuando dos personas que acostumbran a leer se encuentran en esas circunstancias, inmediatamente surge un vínculo que los une a pesar de lo extraño, como si formaran parte de una hermandad oculta. Resultan incontables las veces en las que me he encontrado a mí mismo haciendo lo imposible por descubrir el título de la novela que se encontraba leyendo un señor en el metro o una mujer en la parada del autobús. El vínculo es más fuerte cuando descubres a una persona leyendo alguna historia que tú ya conoces. Entonces la felicidad te roe las entrañas y se te agita el corazón, extasiado de entendimiento. Piensas que el mundo no es un lugar tan extraño a pesar de todo. Que hay gente ahí fuera que, indirectamente, se han metido en la vida del personaje de ese libro y han vivido su vida. Igual que tú. Y eso te lleva a creer que, en cierta situación, alguien te entiende. No estás sólo del todo.
El libro de entonces no era del todo conocido, pero aquello no me impidió que gozase de su contenido. Me deleité con sus palabras mientras mi cuerpo se sometía al leve traqueteo del vehículo en marcha. Al estar enredado con la emocionante historia, por poco no alcanzo a escuchar «Próxima parada: Jungang-daero», dicho por la voz mecánica de los altavoces en un coreano perfecto. Aquella parada quedaba cerca de la tienda de Saja.
Apenas poseía de unos segundos para decidir entre si bajar o no. A esas horas, seguramente ya se habría ido a casa. Aunque solía haber excepciones y Saja me había puesto al tanto de que últimamente había estado cerrando tratos y arreglando papeleo hasta tarde y que prefería hacerlo dentro de las comodidades de su despacho. Di un respingo en mi asiento cuando el autobús comenzó a frenar, aproximándose a la parada. Siendo sinceros, no tenía demasiadas ganas de verle. Jimin era y había sido siempre el motor de mi maquinaria, mi héroe sin capa, mi demonio de hebras rubias. Ahora que ya no tenía sentido negralo, la realidad me parecía estar formada de una sustancia más sólida y nítida, pero del todo menos pesada que antes. Había empezado a sincerarme conmigo mismo y a aceptarme como era. El vehículo se detuvo y las puertas se abrieron. Recordé la metáfora de las puertas con la que Jimin había logrado calmarme, años atrás. Qué curioso me resultaba pensar en aquel niño perdido y agobiado, rodeado por los cálidos brazos de un desconocido. Cómo habían cambiado las cosas hasta el punto de haber dormido entre aquellos brazos fuertes y ágiles años más tarde. Y con cuánto afán deseaba volver a encontrarme entre aquellos brazos.
El conductor amagó con cerrar las puertas y arrancar. En el último segundo, me deslicé como una anguila escurridiza hasta el exterior del autobús. El frió de la calle me sacudió entero. No tenía muy claro qué iba a decirle a Saja ni cómo se lo tomaría. Pero teníamos que hablar, de eso estaba seguro. Y aunque fuese cruel por mi parte, no había otra forma de hacer las cosas. Al menos no existía ninguna donde ambos estuviésemos satisfechos.
Enfilando la calle infestada de pequeños comercios y locales, localicé el que ofrecía velas y productos artesanales a través del cristal. La mano no me titubeó al agarrar el pomo de la puerta y empujar. Por primera vez en mi vida, no había una nube de incertidumbre volviendo mis pasos tímidos y acobardándome. El miedo, hacía tiempo, se me había agotado.
Gracias por leer!
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