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Petricor

Horas más tarde, nuestros pies volvían a plantarse sobre territorio coreano. Tuve la sensación de que el tiempo allí se había mantenido en pausa mientras nosotros estábamos en Barcelona porque todas y cada una de las cosas seguían igual. Los estudiantes retomamos la rutina con la energía recargada y dispuestos a dar ese último empujón que suponían los finales del mes de febrero antes de tomarnos un descanso de dos semanas. El clima no varió mucho respecto a cuando nos fuimos. Ahora, sin embargo, la presencia de la torrencial lluvia próxima a la estación de primavera comenzaba a caer de vez en cuando. Unos días era imposible salir a pasear porque parecía que todo el cielo estaba descargando su furia contra la tierra; otros, una sutil llovizna era la que dejaba, más tarde, el petricor como aroma natural de las calles.

Tan solo una semana más tarde después de nuestro regreso, aún seguía sintiendo la salinidad de Barcelona pegada a la piel. Si tuviera que describir el transcurso de esos días sería «monótono». El lunes visité a mi madre, impartiendo la clase de piano a mi vecino y saludando con efusivas caricias en la cabeza a Desster que había regresado a su hogar antes de que yo partiera en avión. El martes llovió toda la tarde, mas no fue un inconveniente porque ese día tenía clases con Jimin. Fue tranquila, yo diría que hasta demasiado teniendo en cuenta los acontecimientos anteriores que aún seguían causándome ligeros desvelos antes de dormir, para cuyo remedio aplicaba una taza de té caliente. No tengo demasiados recuerdos del miércoles dado que era absurdo almacenar las pocas cosas interesantes que hice ese día, pasando al jueves. Otra vez clases sumadas a la tormenta de nuevo. La naturaleza se dio un respiro el viernes y último día laboral de la semana, dejando que el sol saliera de su escondite entre la espesa capa de nubes encapotadas. Ese día, por alguna razón, había sentido la necesidad de acudir a mi librería favorita, no muy lejos de donde vivía, y comprar una novela nueva que me encargaría de deborar con una copa de vino.

Era difícil de describir la sensación exacta de cuando mi lengua se humedecía ante el sabor amargo de vino tinto y mis ojos y mente eran deleitados con las dulces palabras de un buen libro. En estación veraniega, tomé la costumbre de poner una banqueta frente a la ventana del salón, usando un cojín como respaldo que apoyaba en la pared a un lado, y pasándome horas y horas entre letras y vino. A veces, hasta que el sol no dejaba de hacerme de linterna para poder leer, no me daba cuenta de que era hora de cenar, pasándome el día entero en ayunas si se daba el caso de que la historia era realmente atrayente. Era una sensación contradictoria la mezcla de la amarga bebida con la dulzura del conocimiento y, tal vez por ello, me resultaba tan adictiva y exquisita.

Entré en la librería dispuesto a recorrerme los estantes enteros en busca del libro adecuado. Era un cliente habitual por allí así que el vendedor, un hombre de avanzada edad que siempre que andaba hacía resonar su bastón de madera contra la tarima, me dedicó un saludo en cuanto aparecí. Sin presiones ni resposonsabilidades, leí cada título y nombre del autor de los libros que iban pasando por mis manos. Encontré uno que llamó mi atención. Cuando lo advertí gracias al dorso rojizo que sobresalía en una de las filas más cercana al suelo, me puse de puntillas para tomarlo. El desencuentro de Fernando Schwartz. En la rígida portada aparecía ilustrada lo que parecía una pintura a oleo de una mujer desnuda, sentada en una silla y leyendo un libro. Su pelo castaño se mostraba aparentemente liso y recogido en un moño perfecto y un tupido flequillo recto le cubría la frente. Colgado en el respando de la silla, había una bata de de flores que se arrastraba por el suelo. Instintibamente, mis ojos se posaron en las letras en el bajo de la portada, donde decía que aquella novela había ganado un premio en 1996. A vista alzada no parecía que aquel pequeño libro y con solo alrededor de unas trescientas páginas pudiera aportar mucho. No tenía descripción en la parte trasera tampoco. Sin embargo, fue aquel tomo con bordes rojizos y una mujer sin ropa en la portada el que me llevé a casa, mientras podía imaginar el sabor del vino en el paladar.

El sábado por la mañana volvió a llover. Decidí que ese día no quería pasarlo en casa sin hacer nada y, en su lugar, di un paseo largo hasta la casa de mi madre. Ella se encontraba en el salón cuando abrí la puerta y dejé el paraguas empapado en el perchero. Mi visita no le supuso un problema y comimos juntos la famosa sopa de fideos que ella hacía siempre que llovía. «La sopa de la lluvia», la llamaba yo. 

A eso de las tres de la tarde el cielo pareció quedarse seco aún si seguía recluyendo al sol en las sombras. No me importó demasiado que las calles se encontraran llenas de charcos y el césped, de barro. Cogiendo la correa de Desster y su pelota favorita, salimos de la casa. Anduvimos unos minutos donde mi perro aprovechó para hacer sus necesidades antes de tomar un camino de piedras que se abría a nuestra derecha y coger rumbo a un parque. El chof-chof de los zapatos de goma al hundirse en el lodo me causaba gracia. Dejé que Dess corriera libre a la búsqueda de la pequeña pelota mientras yo trataba arduamente de no perder el equilibrio y caer de lleno en el lodo resbaladizo. Hubo varias veces donde vacilé y por poco caigo, pero al final siempre conseguía mantenerme en pie. 

Es posible que aquellas personas poco amantes de los animales o que no tienen mascota no lleguen nunca a entender cuando un dueño afirma la conexión tan fuerte que se adquiere con el animal, casi como si fuera una persona. Por el contrario, a mi me resulta muy simple de comprender cuando entiendo que no hay que explicarlo sino sentirlo. Notar que, como si estuviéramos conectados a traves de un cable, cada vez que Desster movía el rabo con ímetu, mirándome con esos ojos caninos que me desafiaban para ver qué tan lejos podía lazar la pelota, yo sentía toda esa felicidad llegar directamente a mi órgano. Ver sus patas sálpidas de barro al correr. O el movimiento rebotante de sus orejas cuando se sacudía al pasar por un charco y mojarse entero. Aquellas cosas me hacían reír y sonreír como lo haría con una persona. La diferencia era que, a diferencia de nosotros, los perros nunca van a traicionarte.

Cuando me cansé de estar parado en la misma zona lodosa y observar a Desster respirar cansado, decidí darle un descanso y desplazarnos de lugar. El parque por donde andábamos era una zona verde enorme que escondía decenas de caminitos de piedra y arena por donde los tránseutes paseábamos. Había una zona de juego para los niños que el gobierno había instalado recientemente al este del parque y, ubicada al noroeste, una zona plagada de bancos y techado por grandes arcos de hierro donde las plantas y enredadera que estaban enganchadas cubrían a los ancianos que paraban a descansar en las tardes soleadas de primevare para resguardarse del sol despúes de una caminata. 

Dess me siguió de cerca llevando la pelota entre los dientes. No entendería nunca el apego y emoción que le tenía a aquella, pero desde que se la obsequiamos en su primer cumpleaños, nunca se había separado de ella. Podía pasarse horas y horas corriendo detrás de ese trozo de plástico que, aún con el pasar de los años, no se aburriría nunca. Esa era otra gran diferencia de los animales hacia nosotros. Las personas se cansan de las cosas y, por muchos recuerdos y sentimientos que haya compartido, el objeto desaparecerá de sus vidas. Sin pena ni remordimientos. Ese dato me hacía pensar que, tal vez, yo tenía un alma más inocente como la de un animal. Y es que, unos meses atrás, la planta de aloe vera que tanto había cuidado y que me acompañó en todo el proceso de la publicación de mi primera novela, siendo una fuente de inspiración, se secó hasta la muerte. O eso creía que había pasado, porque por mucho que le diera agua, cada día se veía más triste. Sus hojas gruesas tomaron un color violáceo que al principio no me preocupó en exceso. Aquel tipo de planta cogía ese color cuando, en estaciones muy cálidas y secas, no se le aportaba la humedad suficiente a la tierra. Pero no por ello se morían, yo mismo la había rescatado de aquel estado púrpura y sin apenas vida en sus orígenes, reviviéndola a base de regarla todos los días hasta que se convirtió en una mata tan verde y alegre que me resultó atractiva. Ahora, la planta moribunda estaría descomponiéndose en un contenedor orgánico en alguna parte de la ciudad. Fue un golpe duro estar en mi habitación todos los días y verla fallecer poco a poco. Una mañana simplemente decidí rendirme y tirarla a la basura. Su propio peso resultó ser demasiado y las hojas emblandecidas caían a cada lado del tronco. Nunca pensé que ver una planta perder la vida me causaría tanto dolor. Juro que traté de aparentar que nada ocurría aún si mis ojos brillaban apenados mirando la maceta junto a la cama. Por eso decía que a veces sentir tristeza a la hora de tener que despedirnos de un objeto que ha sido preciado para nosostros es normal. Yo lo sentía así.

Por estar pensando en aquello, no calculé bien a la hora de pisar. Las suelas de mis zapatos no se aderieron correctamente al suelo, tal vez por el hecho de que no era tierra sino barro húmedo, que me hizo resbalar y observar como todo lo que veía pasaba a camara lente mientras me caía. Había asumido que me tocaría hacer la colada en cuanto regresase a casa cuando unos brazos trataron de sostenerme por detrás. Y hubiera salido bien la jugada si él hubiera tenido más fuerza porque, en vez de caer sólo yo, la persona que me sujetó perdió el equilibrio y terminamos cayendo los dos al barro.

—Menuda suerte la nuestra, ¿verdad?—Desster acudió a mi encuentro mientras el desconocido soltaba una risa avergonzada y se levantaba con los pantalones manchados—. ¿Estás bien? Siento no haber sido de mucha ayuda. Ven, levanta. —Me tendió la mano.

Aquel chico de pelo rizado y el rostro bañado en pecas vaciló con volver a dejarnos caer cuando mi cuerpo aportó peso mientras me ponía de pie. Me sonrió tiempo después, tomando una correa que no había visto y caminando con precaución hasta acceder al camino de pierdas donde se hubiera evitado la caída.

—Vaya, hemos terminado llenos de barro, parecemos unas figuritas de arcilla mal hechas —comentó burlón, mirándose la ropa—. Hey, ¿vas a salir de ahí o te has encariñado con el lodo?

Sus palabras me hicieron darme cuenta de que seguía parado sobre la inestable tierra mojada y corrí hacia el camino. De no haber sido de nuevo por él, habría caído de bruces en el suelo.

—Empiezo a pensar que el "rescate" ha sido organizado y solo querías un abrazo mío —separándome de su cuerpo, soltó una dulce risa. 

—Quizá —inquirí meloso—. Lamento que te hayas manchado por mi culpa.

—Está bien, hombre, un baño de barro al año no hace daño —bromeó, guiñándome el ojo.

Sin previo aviso se dio la vuelta y pegó un silbido que me sobresaltó. De entre el caminito de tierra hacia la zona de descanso apareció un cachorro de braco que avanzaba hacia nosotros sin control. Pensé que nos embestiría en cualquier momento, y no me equivoqué cuando saltó hacia el Chico Barro y le manchó aún más la ropa. Desster y yo nos quedamos admirando la tierna escena en silencio mientras el cachorro lamía toda su cara y él sonreía con las mejillas llenas de babas. Entonces, el braco notó la presencia de Dess, capturando toda su atención. Saltó de los brazos de su dueño hasta el suelo y se acercó abanicando su cola hasta mi perro. Se olfatearon por un rato, compartiendo algún que otro ladrido amistoso antes de salir corriendo y revolcarse juntos en el césped húmedo. Cubierto de barro, como no.

—Se parecen a nosotros hace unos segundos —el comentario de Chico Barro me hizo reír.

—En serio, siento muchísimo que hayas terminado así —desvié la vista de los can para observarlo notablemente apenado. 

—Sentirlo no sirve de nada, deberías tener más cuidado antes de molestar a otros— dijo, con un tono muy lejos de sonar despreocupado y su rostro serio envió escalofríos por toda mi columna.

—Lo sient-

De repente, su risa me cortó el habla.

—Está bien, sólo bromeaba —caminó unos pasos—. Pero tiene pinta de que va a volver a llover pronto y me gustaría conservar todo el lodo un rato más.

—¿Qué sugieres?— anduve hasta llegar a su altura y cerciorarme de que los perros nos seguían sin perderse.

—Hay un pequeño local de velas por aquí cerca y conozco al dueño, podríamos resguardarnos allí y aprovechar la máquina de café que tienen para entrar en calor. 

Su aspecto afable y seguro me hizo aceptar y seguirlo. Sabía que confiar en desconocidos no era exactamente lo mejor, más aún en días lluviosos como aquel porque la gente se quedaba en casa a resguardarse y no había testigos si se cometía algún asesinato. Demasiadas series policiacas. De cualquier forma, llegamos a una calle que, para mi suerte, estaba llena de locales donde la gente buscaba cobijo de las gotas que habían empezado a caer nada más iniciamos rumbo y él se apresuró en sacar unas llaves y quitar la reja a la tienda de velas. Había una cantidad enorme de moldes, hornos, sacos de cera y cuerdas que harían de mecha además de etiquetas con el logo comercial del local. Todo el lugar poseía un fuerte aroma a cera fría barnizado con el petricor de la lluvia. 

—¿Cómo es que tienes las llaves para entrar aquí? ¿A caso el dueño del lugar confía tanto en ti?— pregunté al tiempo que me mantenía alerta por si de pronto aparecían hombres encapuchados y trataban de llevarme a la fuerza. 

Demasiadas pelis policiacas.

—Sí, el propietario es alguien amable y confiable, es un buen tipo —se coló por una puerta de la que, minutos después, salía con una caja entre las manos y me indicaba que lo siguiera. Ante un breve silencio añadió con una sonrisa: —. Yo soy el dueño.

—Eso explica el porqué tienes las llaves —Chico Barro asintió con la cabeza; luego sacó de la caja un par de toallas limpias y me tendió una.

—Las personas suelen sorprenderse demasiado cuando les digo que poseo un local y lo dirijo siendo tan joven. Realmente no tienen ni idea de economía moderna —soltó una breve risa amarga, suponía que por la tristeza que le producían los estándares impuestos en la sociedad relacionados con la edad.

Ciertamente, él estaba en lo correcto. Su rostro aniñado le hacía ver como un muchacho de quince años, pero su complexión era otra cosa. A pesar de ser bastante delgado y larguiducho –cosa que nos hizo terminar cayendo a los dos anteriormente–, él era sumamente alto, de alrededor de 1,90m. En el momento en el que el braco saltó a sus brazos quedé impactado porque, ascender desde el suelo a tal altura, era complicado. O al menos esa fue mi impresión. Yo no era tan alto después de todo, rozando únicamente el 1,80m. Estaba claro que era mucho más alto que Jimin quien había sido toda su vida alguien de complexión baja, pero Yugyeom poseía una altura similar a la de Chico Barro. 

—Algún día conseguirás callar a todos aquellos que te subestimaron. —dije. Sus ojos oscuros hicieron presión contra mi rostro.

Aunque él nunca lo notaría, aquellas palabras también iban dirigidas para mí. Darme fuerza para levantarme de la cama todos los días y salir a enfrentar al mundo con sus miles de prejuicios se hacía agotador muchas veces. Y es que no hay camino fácil, está la resistencia o la rendición. Puede que una tarde años o toda una vida en conseguir lo que aspiras y la otra son solo segundos, dos palabras. «Me rindo». Después de eso dejas todo a tu suerte y ya no puedes esperar nada, tan sólo tener paciencia. 

Nos conociamos de apenas minutos y unas cuantas frases pero, algún día, esperaba que Chico Barro fuera exitoso para que pudiera cerrar la boca a aquellos que le juzgaron por su edad sin tener ni idea. Unos minutos depués, ambos teníamos una taza de agua caliente con polvos de café soluble y conversábamos amenamente observando las gotas de agua humedecer el exterior. Chico Barro –del cual no llegué a saber su nombre– se disculpó decenas de veces por solo tener aquellos sobre de café que ni siquiera era café de verdad. Realmente, yo no era un gran amante de aquella bebida así que agradecía el simple hecho de tener algo caliente entre las manos. Los perros había terminado cansados y llenos de barro al haber estado jugando por un rato, acostándose en una esquina del local. No fue difícil hablar con él. Era un chico amable cuya pasión por el moldeado de cera se le había sido heredado y, tras salir de la secundaria, empezó a montar el negocio de las velas con el apoyo financiero de sus tíos. Le gustaba la música jazz y solía ir a comer una hamburguesa todos los sábados por la tarde en un restaurante no muy lejos de allí. Me contó que, a causa de la lluvia, tuvo que cambiar sus planes y la comida fue reemplazada por un paseo con su perra Kira para que corriera un rato mientras la lluvia le daba una tregua al día. Lo que no esperaba era tener que verse en el papel de principe azul, yendo a rescatarme y saliendo perjudicado conmigo.

—De verdad, cuando le cuente nuestra historia a mi hermana pequeña y ella me vea llegar hasta las orejas de barro, va a querer salir y cubrirse de lodo también. —Soltó una risita.

—¿Cuántos años tiene?— tomé un sorbo del café-no-café, calentándome por dentro.

—Ocho.

—¿Tan pequeña? —cuestioné.

—Es una larga historia con mi padre y su nueva mujer —asentí sin indagar más en el tema—. A NaBi le encantarías, más aún manchado de barro.

—¿NaBi? ¿Cómo las mariposas?— movió la cabeza de arriba abajo.

—A pocos días de haber nacido, sus padres tuvieron un picnic en el parque del que venimos. Allí, a NaBi se le posó una mariposa en la nariz y, como aún no habían decidido su nombre, la llamaron así —explicó.

—¿Y la quieres?

—Como no te haces una idea —
susurró, dejándome sentir todo el cariño y calidez con la que su corazón estaba hablando.

El repiqueteo de las gotas contra la vidriera del local pasó a ser el único sonido que rondaba el ambiente. Tenía la sensación de que un aura de comodidad nos mantenía disfrutando del momento sin preocupaciones ni pensamientos pesados. Fui dándole sorbos a la taza hasta que hube terminado su contenido y decidí que era momento de partir. Debía aprovechar ahora que la lluvia había amansado considerablemente y la casa de mi madre quedaba tan solo a un par de calles de distancia. Me levanté de uno de los sillones que Chico Barro me había explicado que usaban las personas que trabajaban allí, y dejé la taza sobre una mesa.

—He de aprovechar ahora que no llueve tanto para irme. Gracias por todo —poniéndose a mi altura, él me sonrió, acompañándome hasta la entrada.

—No hay de que. Y ya sabes, si algún día decides volver a revolcarte en barro, ven a buscarme.

Partí con Desster a mi lado, desplazándonos de toldo a toldo de las tiendas para procurar mojarnos lo menos posible. Rememoré más tarde, mientras tomaba un baño de agua caliente con "The Red Means I Love You" de Madds Buckley y deshacia todo rastro de suciedad de mi cuerpo, el agradable momento junto aquel desconocido. Al irme tuve la sensación de que volveríamos a encontrarnos y no me costó decirle adiós. Estaba de más añadir que yo podría ir a buscarlo en cualquier momento siempre que quisiera puesto que sabía la ubicación de su local. Pero, de todas formas, esperaría unas semanas para ver si el destino hacía de las suyas y volvía a poner a ese chico en mi camino. No con intenciones amorosas, por supuesto. Tan solo quería volver a verlo y seguir charlando para pasar el rato. Nada más.




Sorprendentemente, estoy satisfecha con este capítulo, así que espero que ustedes hayan podido disfrutar leyéndolo. Dentro de unos caps más se vienen cositas. Espero que les divierta y, si a alguno le gusta la historia, de verdad, me ayudaría muchísimo compartiéndola en su perfil porque siento q no le llega a las personas correctas.

De cualquier manera, gracias por leer <3

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