Gaetbol
El trayecto estaba resultando extraño y sobrecogedor. A cada segundo, dejábamos atrás los árboles y senderos que una vez nos dieron cobijo bajo su sombra y ya no sabía en qué pensar. Con los dedos alrededor del volante, Jimin iba concentrado en las señalizaciones de tráfico y pendiente de mi teléfono apoyado en el salpicadero del coche para no pasarse el desvío que debía tomar unos kilómetros más adelante. El murmullo que la radio tarareaba no dejaba a un incómodo silencio instalarse en el interior. Había logrado dormir unos minutos tras intercambiar el papel de conductor con el docente cuando un horrible hambre me despertó de golpe.
—¿No vas a dormir más?— Jimin fue el único en percatarse de mi consciencia.
—No..., no lo creo.
En la parte trasera del coche, el Dúo se mantenía perdido en la música de sus auriculares y las viñetas de un reciente comic de superhéroes que leían entre los dos. Les eché un vistazo al través del retrovisor. Un tirón me recorrió la mandíbula a la hora de sonreír ante la imagen, volviendo de mi expresión una mueca desganada. Resentido, me giré hacia delante.
—¿Cuánto queda?
—Aproximadamente, hora y media— informó Jimin y prosiguió a poner el intermitente—. Podemos hablar si crees que así se te va a hacer más ameno.
Esta vez, la mueca fue a propósito. No eran las ganas de mantener una conversación las que resaltaban en mi animo, sino más bien deseaba envolverme en una coraza para repeler el dolor y retirar de mi alma las lágrimas derramadas que ahora ardían entre mis grietas.
—No, gracias. Prefiero leer un rato. —Jimin asintió.
Hubo quejas en la parte trasera del vehículo cuando, al bajar la ventanilla para tratar de dejar entrar algo de aire fresco, la brisa les incomodó. Alcé de nuevo el vidrio, observando a través de su transparencia el paisaje que dejábamos atrás. Aún quedaban varias horas de trayecto hasta que pudiéramos ver las rebeldes olas del mar.
Con un libro apoyado en el regazo, el corazón se me aceleró hasta doler al reconocer la carretera por donde pasábamos. Faltaba menos cada vez y la exasperación me hacía transpirar por cada poro de la piel. El ambiente caluroso tampoco ayudaba a mantenerme fresco.
En un momento dado me faltó el aire y de pronto la vista se me volvió completamente negra. El libro se mantuvo abierto cuando, con una mano, me sujeté la cabeza, tratando de mantener el sentido. La voz de Jimin me sonó un tanto lejana, mas pude entender fragmentos de sus palabras. «... Agua... Guantera...» Utilicé un último esfuerzo para agarrar la botella y llevármela a la boca. Al entrar en contacto con mis labios resecos, el líquido me resbaló por la comisura de la boca, mojando zonas de mi camiseta y algunas gotas golpearon sobre las páginas de libro. Eché la cabeza hacia atrás, apoyándola en el cabecero del asiento tras terminar de beber.
—¿Te encuentras mejor?— La garganta, a pesar de haber bebido apenas un instante antes, se sintió reseca al hablar.
—Sí.
—He traído algo de comida por si te apetece —negué con la cabeza, intentando desviar mis pensamientos a un lugar remoto mientras guardaba la botella en su sitio.
—Estoy bien.
—Déjame decirte que esa no es la impresión que das. —Jimin torció los labios.
Él, a pesar de estar vestido informalmente y sin sus intelectuales gafas de pasta negra, seguía luciendo ese semblante sensato y maduro que tan deseable y atractivo le hacían ver. Era su porte de caballero, aquellas hebras rubias y la anticuada forma de hablar lo que habían logrado conquistarme. Daba igual qué atuendo llevara o si su pelo se encontraba desordenado. Incluso cuando el mundo me parecía el interior de un cubo de basura, él era esa claridad entre tanta neblina oscura.
La luz directa del sol le iluminó el rostro y parte del torso. Le vi fruncir el ceño y entrecerrar los ojos ante la molesta brillantez que le dificultaba a la hora de conducir. «Hasta las arrugas en su frente se ven adorables», pensé. Después, el coche siguió avanzando y el enfoque de la luz pasó a apuntar hacia el volante. Su anillo relució alrededor de su carnoso dedo. En aquel tiempo de relación me había dado la oportunidad de apreciarlo detalladamente en varias ocasiones, donde la envidia y la impotencia terminaban obligándome a apartar la vista al no ser yo el destinatario de la joya compartida. Ahora que lo miraba bien, ya no me parecía tan importante.
¿Qué más daba una sortija si no sabías dedicarle tiempo a la persona con la que la compartías? Recordé a Goong y las muchas ocasiones donde me había obsequiado con regalos puntuales y otros más costosos, desde un collar con un diente de tiburón en un mercadillo, a un piano de cola negro que instaló en la sala de estar para que yo practicara. Me dieron ganas de reír por lo estúpido que había sido. Aquel instrumento no valía más que cada acción compartida con el tío Goong. El piano se estropearía, se llenaría de polvo, las teclas se estacarían hasta romperse y entonces perdería su valor. Goong se asemejaba a la mayor fortuna que yo hubiera llegado a poseer en vida. Ante un millón de tesoros, seguía ganando él. Y ahora lo había perdido.
Hacía tiempo leí un libro inspirado en las memorias de la vida anterior de un lama tibetano. El hombre, reencarnado en un caballero inglés y recordando el transcurso de su anterior memoria, narraba su aparatosa e interesante vida en siete libros propiamente escritos y que aportaban enseñanzas de una cultura totalmente diferente a la que conocía hasta ahora. En los libros se hablaba sobre la muerte. Los seguidores del budismo –que era la religión característica del Tíbet y parte de Oriente– creían firmemente en la reencarnación tras en fallecimiento. Cuando alguien fallecía, su cuerpo se usaba en beneficio de la comunidad sin sentir apenas la pena de la perdida. Los restos de los huesos eran machacados y entregados a los buitres salvajes como alimento.
Leer aquel libro me hacía cuestionar si todo lo que se decía en él podría llegar a ser verdad. Entre las páginas del relato, se trataban también otros temas diversos relacionados con la biografía del autor, pero lo único que a mí me interesaba era saber si el tío Goong volvería a este mundo en una de sus reencarnaciones. ¿Conseguiría mi tío, si ese era el caso, contactar conmigo? Tal vez ya lo había hecho y yo había estado tan distraído que no capté el mensaje. Podía haberse tratado del gato callejero que crucé al salir de casa o incluso una mosca que había estado rondando por mi habitación desde hacía unos días. Los tibetanos creían que nuestros seres queridos pueden renacer en forma de animales y, por ello, el oficio de carnicero se consideraba indigno y los ciudadanos se alimentaban únicamente de una pasta sólida conformada con cereales, especias y manteca de yack, conocido como tsampa.
El sonido de un claxon en el carril contrario fue el anzuelo que me sacó de mis pensamientos de forma tirante. Parpadeé un par de veces, dándome cuenta de que el bioma costero comenzaba ya a hacer su presencia. Colocando el marcapáginas en su lugar sin haber leído absolutamente nada, cerré el libro y lo dejé reposando en la guantera. Jimin aminoró la velocidad al adentrarnos en zona rural y tomó la carretera principal. Los grandes edificios de apartamentos nos resguardaron del brillante sol, intimidándonos con su estatura. Varias colonias de palmeras y arbustos decoraban los jardines bien cuidados y sin despliegues descontrolados. Fue al girar a la izquierda y luego nuevamente hacia la derecha lo que me hizo saber que habíamos llegado.
El motor siguió rugiendo unos segundos hasta que Jimin retiró la llave, cortando el suministro de energía. Se apeó del vehículo sin emitir palabra y observé cómo realizaba varios estiramientos para cortar los calambres en sus piernas al haber estado sentado en la misma posición tanto tiempo. No di a entender actividad alguna, sino que me mantuve pegado al asiento mientras el Dúo abandonaba el vehículo para ir a admirar las nuevas vistas del hotel donde nos alojaríamos.
De un momento a otro, me quedé completamente solo al perder a todos de mi campo de visión. Probé a mirar por el retrovisor o los espejos laterales, pero no había ni rastro de ninguno. Con las ventanillas cerradas y el coche ajeno al exterior, podía sentir el aroma salino del mar penetrarme las fosas nasales débilmente y el sutil graznido de las gaviotas en el cielo. Un repentino golpeteo en la ventana me hizo dar un respingo y que el pulso se me acelerara. Jimin dejó entrever su anatomía a través del cristal.
—Voy a preguntar en la recepción del hotel por las habitaciones, ¿Quieres acompañarme?
Asentí en un principio, saliendo del vehículo y recibiendo como una bofetada la brisa cálida de la costa, pero terminé murmurando en un hilo de voz que prefería quedarme allí fuera e ir descargando el equipaje. El mayor se perdió entre un grupo de turistas con la facilidad con la que el polvo es absorbido por una aspiradora, dejándome completamente solo.
La cuenta de años desde la última vez que estuve en Gaetbol me resultaba excesiva. Aquellas playas que recogieron los mejores fragmentos de mi infancia habían desaparecido casi por completo de mi mente. Ya no recordaba a qué sabía el agua salada. Tampoco reconocía las calles que se cruzaban formando urbanizaciones privadas y por donde hubo un tiempo que me dedicaba a pasear acompañado de la luz de la Luna. Volteé el rostro curioso por poner a prueba mi memoria y me sorprendió encontrar aquel letrero de colores pastel que anunciaba una heladería donde yo tenía la costumbre de acudir.
Un temblor me invadió el cuerpo. Fue como una corriente fría que consiguió dejarme las extremidades heladas. Tantas veces pasando por delante de aquel cartel y no era capaz de ubicar exactamente la última ocasión que caminé a su lado por aquella calle. Poseía la extraña sensación de estar rodeado por los muertos y eran ellos lo que, con sus manos huesudas y lejos de la viva carne, me transmitían el frío con roces espectrales.
Jimin apareció de nuevo, acompañado por su hermano y un Bambam con la emoción irradiando de sus poros.
—¡Esto es increíble! —dijo.
—¿Has conseguido las habitaciones? —le pregunté al rubio.
—Desgraciadamente, al habernos presentado sin reserva previa he tenido que aceptar la única habitación libre que se amolda a nuestro grupo, pero me temo que debemos compartir cama.
Rápidamente, Taehyung salió a la carga, con algo que objetar. Dijo:
—Jimin y yo dormiremos juntos, y vosotros en la otra cama.
Aquello no me agradó en absoluto, pero no tenía ni ganas ni energía para oponerme. Entre todos sacamos el equipaje, esperamos en la entrada del hotel a que Jimin aparcara el coche en un lugar más apropiado y ascendimos hasta nuestra habitación por el ascensor con vistas directas a la masa de agua azul. Nos bajamos en la tercera planta, donde las habitaciones con dos habitaciones predominaban la mayoría de los cuartos familiares. Jimin abrió la puerta. Al entrar, el Dúo soltó las maletas en la entrada para correr llenos de curiosidad por todo el lugar. Negué con la cabeza, con una mínima curvatura en los labios, comparando a aquel par con una pareja de cachorros felices y saltarines. El sentimiento de felicidad pareció aflorar en mi estómago, así que rápidamente lo descarté con un suspiro cansado y la sensación de merecer aquella tortura interna más que nadie.
Avancé por la sala. El rubio regañó desde la entrada a Taehyung y a Bambam por no hacerse responsables de su equipaje y tomó las maletas para desaparecer en su búsqueda. Su bondad y preocupación por ver el lío que estarían montando los amigos le ganó, abandonándome en aquella entrada desconocida para mí.
De nuevo en soledad, atado a mi cabeza masoquista de enjambres espinosos.
Al pasar por debajo de un arco semicircular, la amplia y pulcra sala de estar se extendió ante mí. Podría ser igual a la del resto de habitaciones justo al lado, pero a mí me dio la impresión de estar accediendo a un sitio único y mágico. Todo era blanco. Desde las paredes, hasta los sillones y cojines tapizados. Lo único que resaltaba era una pequeña mesa en el centro donde reposaban varias revistas y folletos turísticos, y la alta mesa de madera de cedro gris con una botella de champán y bombones por cortesía del hotel. No quise seguir cegándome con los reflejos que tanta blancura creaba y accedí a un pasillo más estrecho a la derecha. La primera puerta era un aseo igual a lo anterior, niveo y deslumbrante, con espejos gigantes y una bañera de hidromasaje. Más al frente, justo al final del corredor, dos puertas más daban cobijo a las camas matrimoniales en ambos cuartos, totalmente gemelos. En el primero de ellos donde entré, Bambam sostenía una de las almohadas en el aire –por supuesto, blanca–, apuntando al moreno como si de un arma se tratase.
—¡Retíralo! ¡Retira haber llamado a Nishinoya enano inservible! —gritaba.
—¡Nunca! —enfundando otra de las almohadas, Taehyung respondió al ataque con un esquivamiento ágil y prosiguió a estamparle el cojín en un costado, desestabilizando a su rival.
Jimin, por otra parte, parecía querer arrancarse los pelos, preso del pánico, por si el Dúo llegaba a hacerse daño o romper cualquier inmueble del lugar.
—Por favor, tened cuidado —pedía inútilmente—. Tae, vamos, no seas así.
Estaban todos tan ocupados en su tarea que ninguno se percató cuando salí de la habitación, arrastrando la maleta. Sin duda, era como tener un deja vú al adentrarse en el cuarto y saber que, aún sin haber estado nunca allí, ya lo conocías de memoria. Me di el privilegio de sentarme en la cama de blancas sábanas y descansar un poco. Aunque sonara ridículo, cargar con el equipaje desde la entrada hasta aquí había terminado agotándome. Me preguntaba cuánto tiempo me quedaba para desfallecer en el intento.
Lentamente, me puse de pie. La ventana batalló un poco al principio pero terminó cediendo y abriéndose con un chirrido para permitir a la brisa fresca airear el lugar. Las cortinas casi traslucidas se mecieron en un balanceo y me sentí como impregnado del aroma de la costa. A lo lejos, los graznidos de las gaviotas conformaban la melodía perfecta. Alguien perpetró en el cuarto a mi espalda.
—Es, sin duda, un lugar precioso —confesó Jimin. Acortó la distancia hasta mi lado y poder contemplar la majestuosa vista a través del ventanal. Paseos enteros de palmeras, puestos y toda variedad de vida acrecentaban la belleza que la sola imagen del océano mostraba imponentemente—. ¿Puedo conocer los detalles del viaje?
—Debo estar mañana temprano en la Oficina de Defunciones para rellenar unos documentos y recibir los bienes que me corresponden.
Asintió con la cabeza, haciéndome dudar sobre los planes que poseía en su mente. Tampoco pregunté. Cuando un extraño estruendo procedió de la habitación contigua y el mayor, alarmado, corrió hacia allí, aproveché para regresar a la entrada. Aún no supe el motivo exacto, tan solo vi oportuno desenlazar la tela que mantenía cerrada la bolsa de bombones y agarrar un par para metérmelos en los bolsillos. Procuré que mi robo no se notara y volví a anudar la envoltura. Regresé al cuarto blanco. De entre las cosas en mi maleta atiné a encontrar mi teléfono mientras escuchaba de fondo el alboroto del resto. Llamé a mi madre para informarle de que había llegado bien. Conocía su carácter más que de sobra, sabiendo de sus nervios a flor de piel cuando actuaba de un modo sobreprotector. Para ahorrarle disgustos también a Chaerin, respondí a su mensaje con la mayor naturalidad posible, contándole de los inesperados pasajeros que se sumaron a la aventura. Ella no tardó en contestar. Suponía que, ante mi ausencia, las clases le estaban resultando enormemente aburridas, y me confesó que también le hubiera gustado estar aquí.
Aproveché para cambiarme de ropa a una más adecuada para el clima antes de reunirme con los demás en la sala de estar. En el ascensor, Jimin había tenido el arranque de invitarnos a todos a comer y no tuve ni voz ni voto en contra cuando se trataba de Taehyung y Bambam. Eran como niños pequeños. Si se golpeaban el dedo del pie, lloraban hasta recibir consuelo o una recompensa. Lo mismo pasaba si se creían certeros sobre un tema, no hacían más que graznar como un cuervo para tener razón. Ya ni hablar de cuando se les exponía a pasar varias horas en un coche y terminar con un hambre de perros. Así, en cuanto el revuelo se hubo calmado y Jimin logró dominar a los mocosos consentidos, todos acordamos ir a almorzar.
Al llegar a la entrada no vi al rubio por ninguna parte. Notando mi interés por saber dónde estaba, Bambam me comentó que se encontraba recogiendo la cartera y algunas otras cosas antes de partir. Cabe añadir que mientras me hablaba, el Dúo en sí no dejaba de meter la mano en la bolsa de bombones y sacarlos a puñados. Después, desenvolvían el dulce y dejaban el plástico de nuevo en la bolsa, sin intención de tirarlo a la basura.
No lo expresé, pero varias arcadas me ascendieron por la garganta tan sólo de verlos comer todo ese chocolate fundido por el calor. En cuanto oyeron la puerta del cuarto ser cerrada y pisadas apresurarse por el pasillo, ambos salieron disparados al exterior. Incrédulo, me quedé mirando el recibidor. Luego, a un Jimin en camiseta corta y vaqueros que aparecía de entre las pulcras paredes.
—¿Dónde están?
—Han salido corriendo —respondí.
Su expresión mostró claro desconcierto y yo me encogí de hombros, negando saber más de lo que él conocía. Fue entonces cuando su vista recayó en la bolsa de bombones. Creía conocer cada faceta del mayor, tanto en las buenas como en las malas, pero la rapidez con la que su rostro se puso rojo de furia y me pareció ver humo salir de sus orejas fue impactante.
—¡Serán maleducados...! ¿Cómo se les ocurre comérselos todos? —se quejó sin remedio.
Tal vez en una situación normal donde yo poseyera mas ánimo o incluso con una pizca más de sentido en el cuerpo me hubiera reído o hasta burlado por su rostro deformado. Sin embargo, mi aportación a su enfado no fue otra que meter la mano en el bolsillo y extender los bombones que poseía en su dirección como muestra de apoyo.
Jimin me miró desconcertado y terminó aceptando los dulces, totalmente abatido, y salimos de la habitación.
—Sabes que te veías adorable con esa expresión, ¿cierto? —dijo y pulsó el botón del elevador que nos hizo descender.
—Tal vez.
—¿Y que cuando te encoges de hombros haces un puchero del que me cuesta la Vida evitar las ganas de besarte?
Su comentario logró ruborizarme. Nos bajamos en la planta baja dónde se encontraban la recepción, el acceso a la piscina del hotel y el restaurante-cafetería, y terminamos saliendo a la calle. Al otro lado, el Dúo descansaba después de su repentina huída bajo la sombra de una palmera. Al visualizarnos pude verlos tensarse, más pendientes de la reacción del hombre bajo a mi lado que intimidados por mí presencia, y no nos perdieron de vista en lo que cruzábamos la calle para llegar junto a ellos. Ninguno dijo nada. Una mirada bastó para trasmitir el enojo que Jimin insistía en no olvidar mientras descendimos por la vereda.
Comimos –ignorando mi nulo apetito con las plegarias del mayor– en un restaurante cercano al hotel. Mientras jugaba con los cubiertos para evitar llevar bocado a mi boca recordé que hubo un tiempo en el que lo odié hasta la médula. Ahora, sentado a mi lado, volvía a contemplarlo como el ángel salvador que, en beneficio o en contra, no me dejaba desaparecer del mundo.
La noche echó carrerilla, lapidando los rascacielos altos que eran teñidos de un color anaranjado intenso por la ubicación al nivel del mar. Aquella masa azul que esperaba que en ningún momento se le ocurriera desaparecer mantenía los últimos hilos de mi cordura con su rítmica mecedura y la belleza apática para el resto de maravillas.
Decidimos regresar temprano a la habitación para descansar del largo trayecto en coche. Realmente, suponía que Jimin insistía en reposar más tiempo porque sabía la tormenta que se me avecinaba encima y era partidario de la calma previa al diluvio. A mí, sin embargo, me gustaba empaparme con la llovizna antes de terminar calado hasta los huesos. Dormimos acorde a lo acordado. Taehyung arrastró a su hermano a su cama y no me quedó más remedio que tratar de dormir con la tenue luz que desprendía la linterna de Bambam al estar leyendo un tebeo.
Aquella noche no tuve pesadillas como venía a ser rutina ya, mas el sueño no me dejó recobrar las fuerzas. En él, las hebras rubias con aroma a orquídeas parecían más apagadas, cenicientas, como si la vida se le hubiera exprimido de entre los dedos. Jimin me miraba y a la vez no era capaz de verme, manteniéndose mudo. No hicieron falta palabras en el sueño. De la peor forma –que es por el escozor de abrir los ojos frente a la realidad– entendí que no podía hacer nada, todo era imposible. Un gran muro de piedra –¿por qué mi mente insistía en construír paredes rocosas en mis sueños como obstáculos?– brotó del suelo, separándonos a los dos. En medio de este, una gruesa puerta de madera oscura se erguía de forma impenetrable.
Quise gritar, o tal vez lo hice, pero no lo recuerdo porque no hubo sonido alguno que saliera al aire. Golpeé la puerta efusivamente para llegar al mayor. El muro no poseía salientes o abolladuras que permitieran poder trepar por él. Atrapado en aquel lado de la muralla, terminé dándome por vencido. Lloré en silencio, con la cabeza doliéndome de una forma casi inaguantable y al final me di la vuelta. Detrás de mí solo había un fondo blanco, sin ningún árbol, casa o ser vivo a la vista, como el Limbo mismo, y me alejé de la barrera. El dolor disminuyó y las lágrimas se volvieron hilos secos en las mejillas. Un sentimiento familiar me invadió el pecho conforme seguía avanzando. Era mi Consciencia. Me advertía del obstáculo y se burlaba de mi cobardía. Una vez más, yo había sido tan inútil e incapaz que la huída se había convertido en mi aliada hacía tiempo y ya no sabía cómo desecharla.
Sin esfuerzo alguno, gané al despertador y los ojos se me abrieron automáticamente. El cuerpo me dolió al moverme sobre el colchón más blando de lo normal y traté de hacer el menor ruido o movimiento brusco para que el castaño, quien respiraba tan profundamente como debía ser su sueño, no se despertara. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza en cuando apoyé los dedos en el suelo frío de azulejos. Cogí varias prendas de la maleta, una toalla y caminé con sigilo hasta entrtar al baño.
Mientras me duchaba y me vestía, pensé de nuevo en la muerte y los seres humanos. ¿Por qué teníamos que sufrir de aquella manera por algo que ya sabíamos que iba a suceder? Era rídiculo y totalmente ilógico. Poseíamos toda la vida de ventaja para concienciarnos de ese punto inflexivo que hace desaparecer a cualquier raza y, sin embargo, la Muerte siempre te daba el golpe donde más dolía, entre las costillas y la garganta, con su bastón de hierro oxidado.
El agua de la ducha mezclada con los aromatizantes del jabón de alguna forma me hicieron sentirme un poco mejor. Al salir del baño, Jimin me esperaba en la sala de estar con una chaqueta y una taza de café.
—Aunque estemos en la costa y haga calor, aún refresca por las mañanas —fue su forma de saludarme.
La sorpresa me dejó con el rostro petrificado a pesar de que ya había intuido que él haría algo por el estilo. Él era de esas personas que te observan y te abrazan sin hacer preguntas, porque presiente la tristeza en la gente y la obliga a irse con total educación y respeto para que no vuelva con resentimiento.
Terminé aceptando la taza y la cazadora, con un ronco agradecimiento de por medias. Comimos en silencio. Yo, sin querer derrumbarme ante lo que se avecinaba, y Jimin, concediéndome espacio. El reloj de roble oscuro que destacaba entre las pálidas paredes de la sala dio las ocho en punto. Antes de que fueran las 8:05 habíamos salido de la habitación en silencio, bajado en el ascensor y atravesado la desierta área de recepción dónde tan solo nos cruzamos con empleados de limpieza y algún botones con uniforme negro y cara de sueño.
El secretario de la Oficina de Defunciones nos recibió pasadas las 8:30 de aquel temprano sábado. En cuanto nos vio llegar, salió a recibirnos de detrás del escritorio para darnos las condolencias y ofrecernos una taza de café de la máquina. Conocía a mi tío, nos dijo, y esperaba que ese gran hombre descansara en paz. Dejé al rubio en la sala de espera mientras me guiaba a uno de los despachos, donde me entregó una pila de documentos para firmar, junto a las llaves de la propiedad del tío Goong y la carta con la razón por la que yo merecía la casa como herencia; carta escrita por mi tío a mano que guardaría para siempre como algo importante.
Al salir de la Oficina, ya con todo resuelto, no esperé encontrarme allí a la familia del fallecido, y todos, ante la trágica perdida, vinieron a abrazarme entre lágrimas. Mis primos, aunque eran mayores que yo y tenían ambos su propia familia ya formada, estaban debastados. Mi tía, por el contrario, mostraba alegría por volver a verme a pesar de tener los ojos rojos e hinchados.
—¿Ya has ido a la casa, querido? —me preguntó.
—No, acaban de darme las llaves. Yo... podemos ir juntos si queréis.
—Oh, no, hijo. Nosotros, al igual que tú, tenemos demasiados recuerdos en esa casa que queremos recordar para siempre. Pero preferimos dejar que, en la soledad de esas paredes, recuerdes y te desahogas como debes —las lágrimas se me agolparon juntas en los ojos, mientras mi tía me acariciaba la mejilla con una ternura desmesurada—. Ve y disfruta de esa casa que ahora es tuya, querido. Él quería que la tuvieras.
Jimin y yo nos dirigimos hasta la casa del tío Goong –ahora mía– dando un largo paseo para estirar las piernas y disfrutar de los primeros rayos directos del sol. Ninguno dijo nada a la hora de poner las llaves en la cerradura y adentrarnos a su interior. Los primeros metros los avancé conteniendo la respiración. Con una breve mirada, reconocí el interior del hogar. El paso de los años había originado varios cambios en el inmueble y la distribución de estos mismo, pero si te fijabas detenidamente, todo estaba en su lugar.
—Vaya..., es un sitio increíble.
El rubio, sin poder retener el asombro, recorría con la mirada cargada de fascinación los diferentes espacios a nuestro alrededor. Fue satisfactorio verle tan emocionado. Me faltó poco para decirle que aquello que ahora era mío, también era suyo. El mero recuerdo del dueño anterior me hizo bajar de la nube en la que flotaba y golpearme con fuerza a un costado del tronco.
—Ya no es lo que era antes —valvuceé como pude.
Nos quedamos un rato más remoloneando por la casa. En un momento de valentía, le guíe hasta la planta de arriba donde sabía que el alma se me partiría en dos al ver mi habitación. Me pareció que Jimin hacía un gran esfuerzo por contener cualquier tipo de comentario que pudiera hacerme recordar y agradecí ese gesto durante todo el recorrido.
Salimos y emprendimos el camino hacia la Oficina de Defunciones donde habíamos dejado aparcado el coche. Hubo algo distinto, como una pequeña brisa refrescante al salir de la casa, que me devolvió parte del ánimo y me dejó mantener una conversación amena mientras regresábamos al hotel. La culpa estaba ahí por no haber estado tan pendiente del tío Goong en sus día de vida. Y lo seguiría estado el resto de los míos. De modo que, de alguna manera –y cosa que no hubiera sido capaz de ver sin el apoyo incondicional de Jimin–, yo debía seguir adelante.
Usando una toalla anudada en las puntas como bolsa de playa –porque ninguno se acordó de coger una– dejamos que el buen clima y las horas libres se nos escurrieran entre los dedos de los pies, que manteníamos a remojo en el mar. Taehyung se mostró reacio a salir de la habitación en cuando volvimos porque, según él, no le apetecía terminar como un chucho sarnoso, oliendo a pescado y con el cuerpo rebozado en arena. Pero, después, junto con Bambam, una vez que probaron el agua no había quien pudiera sacarlos de entre las olas. Verlos a –casi– todos ahí, juntos, a mis seres más cercanos y pasándolo en grande fue lo que necesitaba. Y comprendí, de la mejor forma, que a veces, a las cosas que son inevitables y que se nos escapan de las manos, hay que dejarlas que salten.
Gracias por leer! <3
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