Extranjero
Existen dos tipos de personas diferentes: los que, ante el dolor y la presión, se rompen, se desmigajan hasta fundirse con el polvo que el resto pisa al caminar, se vuelven superfluos; y los que, fragmentados en miles de pedazos dolientes, sufren, a veces en silencio y otras veces de la forma más denigrante posible. Toda su aura humana se diluye en el viento hasta desdibujarse y se pierden. La situación de ambos casos (llamémosles Uno y Dos) es lamentable; el más bajo nivel después del Inframundo. E, incluso en ese estado, los que pertenecen al número Dos son capaces de sentir impaciencia. Se aburren dentro del pesimismo. Lloran y se lamentan de tener que mirarse en el espejo y verse redimidos a tal grado de miseria. Entonces, actúan. De alguna manera, pasan de ser deshechos a transformarse en una persona inlcuso más completa y entera que antes, aún si hay piezas de su alma que han sido reclamadas por las oscuras golondrinas en el camino.
Los Doses renacen.
En Unos y Doses pensaba mi mente mientras me alistaba para ir al trabajo. Algunas costumbres de mi inmadura juventud habían ido desapareciendo con el tiempo. Otras, como el asearme y vestirme en las mañanas acompañado de alguna melodía musical, clásica o moderna, permanecerían en mi rutina hasta el final de mis días. Así, me coloqué la chaqueta, até mis zapatos y salí a la calle.
Fuera había una claridad deslumbrante. Desde que el preíodo veraniego se había dado por concluido y los niños regresaban al colegio, la ciudad se había visto provista de un encapotado cielo de nubes blancas. La gracia erradicaba ahí: había nubes, pero no llovía. Tampoco corría brisa alguna que moviese la copa de los árboles. En el aire flotaba, perenne, una sensación de pausa.
Parecía como si los mecanismos que activan a los seres y ponen en marcha la vida funcionasen exclusivamente con la luz solar y ante el déficit de dicha fuente de energía nada ni nadie estuviera funcionando. No se veía a mucha gente por la calle. Aquella minoría, como yo, que debía ir a trabajar, se desplazaba de tal manera que producía en el resto de perceptores una sensación de lentitud y vaguedad. Tampoco nadie hacía ningún ruido al caminar ni se escuchaba escándalo alguno en la interperie. Los pájaros respetaban el silencio, incluso.
Pero a pesar de la especie de pausada simulación en la que nos mantenía suspendidos en el clima vaporoso y las nubes, la vida seguía su curso. Al entrar en el local, la campanita en lo alto de la puerta rompió el silencio. Algunos de mis compañeros se mantenían tras la barra sirviendo cafés o secando los vasos recién lavados. Otro acababa de salir de la habitación de descanso para los empleados a la que me dirigí para cambiarme tras dar los buenos días. Una voz grave y ronca, tan conocida y amistosa, me detuvo en el trayecto. Yoongi no reparó en saludo alguno:
—Jungkook, no te pongas el uniforme hoy. Este tiempo de mierda hace a los clientes deprimirse y necesitamos algo de música que alegre a la gente.
—Está bien, Hyung.
Conocí a Min Yoongi (al que yo llamaba "hyung" debido a nuestra diferencia de edades) en Barcelona. Las casualidades de la vida nos llevaron a dos hombres coreanos a encontrarnos y entablar una amistad a miles de kilometros de nuestro lugar de origen. Ambos extranjeros y con el sentimiento de nostalgia arraigado en el cuerpo, nos entendimos rápidamente. Él fue la primera persona a parte de Chaerin con la que podía hablar en medio de españoles.
En realidad, Yoongi representó un papel fundamental en mi nueva vida. Tras aterrizar el vuelo que impuso distancia y abrió una brecha, no solo espacio-temporal, sino también en nuestra identidad, ambos, Chaerin y yo, nos encontramos vagando por el aereopuerto en busca de una salida. Aunque sus padres hubieran estado ayudándonos días antes a encontrar un lugar de hospedaje, aquel primer día (porque habíamos cogido el avión en Corea a las diez de la mañana y, tras doce horas de viaje, debido a la diferencia horaria, aterrizamos en España a las tres de la tarde, hora local) habíamos alquilado una pequeña y barata habitación de hotel. La habitación en cuestión poseía dos camas individuales y un cuarto de baño con una gran bañera donde ambos pasamos, por turnos, largos minutos de descanso, reponiendo fuerzas. Como Barcelona se convertiría en nuestro hogar por un periodo indefinido de tiempo, acordamos que lo mejor era meternos los horarios y costumbres desde el principio, por lo que comimos, aunque sin hambre, uno de los platos y entrantes típicos de allí.
Con cierta timidez, como aquel que se encuentra en medio de una discursión y no es capaz de hablar para salir de ahí, entramos en un bar justo en frente del hotel. Chaerin, al poseer una mejor defensa gracias a sus conocimientos sobre la lengua, se mantenía calmada y con el mentón alzado, escrutando y curioseando cada cosa con sus grandes ojos marrones. Yo, por el contrario, trataba de pasar lo más desapercibido posible. Jimin aún seguía en mi mente y eso me hacía entristecer enormemente. Me sentía pequeño y desubicado. Totalmente fuera de lugar. Un niño perdido en medio de un poblado de gigantes. El Patito feo en el lago de los cisnes.
Chaerin leyó el nombre de la posada que aparecía, coqueto y un tanto insinuante, en letras coloridas en un carte sobre la puerta. "El Extranjero". Lo entendimos todo al entrar. Tras la barra, un hombre joven de pelo negro y expresión severa conversaba con un cliente. La piel la tenía muy clara, como si se hubiera mantenido encerrado durante toda su vida y los rayos del sol nunca hubieran llegado a rozarle. Los ojos los tenía rasgados y de un profundo negro, similares a dos bortices abismales que te atraían y te hacían sentir vértigo al mirarlos largo tiempo.
Fue al llamar la atención del camarero cuando nos dimos cuenta de que llevábamos un largo rato parados frente a la puerta. Nos apresuramos en sentarnos. Al poco tiempo de que otra chica también con rasgos asiaticos y sonrisa amable nos atendiera, me di cuenta de algo. Aquella sensación de impotencia que sentía al estar allí, la poseía, igualmente, en Corea. Observaba a mi alrededor donde decenas de poster relacionados con el k-pop y la cultura en la que había crecido adornaban las paredes y pensaba "¿Ha sido lo correcto huir de esta forma?". Entonces, un par de chicas hicieron sonar la campanita sobre la puerta que mi amiga y yo habíamos hecho sonar al entrtar, pero que al estar tan nervioso no escuché, y tomaron asiento a un par de mesas de nosotros. En un momento dado, una de ellas se levantó y se fue dirección a los servicios. La distancia era poca, por lo que podía escuchar su conversación sin requerir de ningún esfuerzo de concentración sobrehumano.
Aquellas muchachas, ambas mujeres, resultaron ser una feliz y abierta pareja homosexual. Yo mismo fui un espectador de su amor al verlas besarse. Y digo "un espectador" porque el local estaba lleno de gente que iba y venía que también se percató de la escena.
Se me cerró la garganta y el sudor se enfrió sobre mi piel sólo de verlas. El razonamiento y la costumbre me hacían estremecer de pánico al pensar que en cualquier momento alguien podría llegar y tirarles una silla a la cabeza. Las muestras de afecto en la calle, y más aún procedentes de una pareja como aquella, estaban más que censuradas en Corea. Yo mismo me había cuidado durante años de no actuar de tal manera que alguien desconocido pudiera detectar ese aspecto de mí. Mi infancia en el colegio me había proporcionado un boceto de lo que las personas como yo estaban destinadas a sufrir. Mi padre creó la obra final.
El miedo enteramente compasivo que sentí por aquel par de chicas resultó, sin embargo, algo innecesario. Cuando el hombre tras la barra se acercó hasta su mesa, tenía por seguro que las echaría del local. Nadie quiere que su negocio se vea profanado por un par de lesbianas amorosas y del todo salidas. La mandíbula casi se me salió de su sitio –y suponía que mi mejor amiga estaba casi igual que yo– cuando el camarero, con un gran sonrisa, las elogió diciendo que eran una pareja preciosa. Después, tomó su pedido.
La primera vez que desembarqué en Barcelona el olor a mar y la graciosa aparencia de la gente de occidente me dejaron saber que aquel mundo desconocido no iba a resultarme desagradable. Unos días más tarde y después de haber presenciado aquella escena, tenía arraigada por dentro la sensación de que aquel era, efectivamente, mi verdadero hogar. Por fin volaba entre aves de mi misma especie con las que poder cantar en sintonía.
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Abandonamos El Extranjero tiempo después para recorrer un poco las fachadas en la calle que a partir de ahora nos acompañarían en nuestra rutina diaria. Sin embargo, ya habiendo anochecido, regresé en soledad al establecimiento. Algo había en aquel lugar que requería de mi atención. Tal vez fue la necesidad de mezclarme con gente de mi cultura y probar a intercambiar alguna palabra con alguien o el gran piano de cola que había visto reposar y acumular polvo en una esquina junto a la sala del personal.
Hice sonar la campana y me dirigí directamente a la barra. El Extranjero no era un restaurante como tal, pero aún así había varias personas cenando sencillos platos con aromas variados. Ordené un refresco, que era lo único que sabía cómo nombrar en español. El mismo camarero que había visto aquella mañana me proporcionó la bebida.
Sorbo a sorbo, sin mucho entusiasmo, fui vaciando el vaso. Mi atención había sido atada y esclavizada por el maravilloso instrumento de cuerda frotada con el que yo tanta fraternidad compartía. El refresco se me terminó y, nervioso por tener que abandonar el piano, pedí otro. La ansiedad que me había invadido ante mi nueva realidad me estaba sofocando y sentía que con sólo posar uno de mis dedos sobre aquellas teclas blancas sería como tirar de la cisterna y toda mi angustia se drenaría hacia abajo hasta desaparecer.
—¿Primera vez en el extranjero, muchacho?
El camarero, al que le echaría tan solo un par de años más que yo, habló en coreano. Desvié la mirada, sobresaltado y un tanto molesto al haber interrumpido mi estado de admiración con el instrumento. El hombre era bajo y serio, con el pelo muy negro y la piel como empolvada con harina. Me hubiera preocupado por su salud debido a su palidez si su voz, grave y profunda, no hubiera sonado tan enérgica y vivaracha. Tímidamente, negué con la cabeza.
—Ya he estado aquí antes.
—Repitiendo destino. Ya veo —hizo una breve pausa. Durante toda la conversación se había mantenido secando una copa de cristal—. Otro pajarillo encontrado... De cualquier forma: ¿sabes tocar?
Se refería al piano. De repente, una ola de frío me recorrió la espalda.
—Sí, bueno, no soy ningún experto, a ver...
El camarero se rió.
Su risa sonó tan armoniosa y despreocupada que los nervios, tal y como me habían invadido un segundo antes, se evaporaron entre los poros de mi piel.
—De acuerdo, señor No-Experto —dejó la copa ya más que seca y brillante y, de alguna parte de debajo de la barra, sacó otra con visibles gotas de agua. Comenzó a pasar el trapo por encima de esta, suave y tranquilamente. Algo hubo en su forma de moverse que me terminó de calmar. Siguió hablando—. Siéntete libre de hacerlo sonar si lo necesitas.
Dejó la copa y se perdió tras una puerta a su espalda. Me quedé un poco azorado. Si bien el hombre había logrado secar la segunda copa tres veces más rápida que la primera, no era mera casualidad. Se había largado para dejarme en total soledad para que reflexionase conmigo mismo.
«Si lo necesitas», habían sido sus últimas palabras. Palabras que me impulsaron a olvidarme del refresco a medio beber y acercarme al instrumento. Sentí a los clientes seguirme con la mirada mientras abría la tapa del piano y me sentaba en frente. Con la primera nota sonando en el aire, ya no hubo nadie a mi alrededor.
Toqué como nunca antes. Ni siquiera recuerdo el momento en el que el grado de excitación que me invadía era tan alto que el aire que entraba en mis pulmones parecía transformarse en lava. Los dedos se me entumecieron. Gotitas de sudor se condensaron en mi frente y dejaron allí, estáticos, algunos mechones de mi cabello aún rojizo. No puedo decir que el corazón me latiera entonces, porque no era así. Mi órgano había dejado de rebozarse en la oscuridad para salir y dejar fluir todo aquello que se le clabava, dañándolo.
Desde que había pronunciado ese "Lo siento" ante Jimin, había sentido que el mundo se volvía una cuesta arriba constante. El bebé de Chaerin, el adiós a nuestra vida, el miedo a caer aún más profundo, siempre en los lugares más miserables y hediondos. Al subir en el avión, había deseado que nunca volviésemos a aterrizar. Lo pensé en repetidas ocasiones a lo largo de las interminables horas de vuelo. Pero siempre había algo detrás que me obligaba a olvidarme de la rendición. Mi mejor amiga y su pequeña criatura, mi madre y Desster, el Dúo... Todos aquellos que en algún momento llegué a decepcionar y que, aún así, seguían confiando en mi utilidad, me hicieron permanecer sentado en aquella estrecha cabina, a miles de metros sobre el suelo.
Aquella necesidad de morir que tan irrefutable sentí, se drenó en forma de notas y melodías. Los aplausos no llegaron hasta mis oídos al instante, sino que se mantuvieron flotando por varios segundos en una cortina de humo que me alejaba de la realidad. La mano del camarero sobre mi hombró me devolvió al presente. Sus ojos felinos y del todo negros me acariciaban desde atrás.
—Acompáñame —fue lo único que dijo.
Cinco años más tarde, aquel mismo camarero y antiguo dueño de El Extranjero, resultó llamarse Min Yoongi, y caminaba ahora con la mano entrelazda con la del pequeño Hwan, a unos metros por delante de nosotros.
—¿Estás nerviosa?
—No, no mucho —Chaerin se miró los dedos de la mano, justamente donde el anillo de compromiso que Yoongi le había obsequiado unos meses atrás destelleaba ante el buen clima de Corea—. Siento que no tengo porqué estarlo, ¿sabes? Sé que es él.
Sonreí.
Tiempo atrás, cuando ese mismo Yoongi me había hecho salir del hechizo del instrumento y acompañarlo a la sala del personal del local, me había propuesto trabajar para él como parte de un espectáculo de música en directo que llevaba tiempo planeando.
—Nos falta algo de personal, así que algunas veces tendrás que hacer las veces de camarero. Pero, en principio, tu papel principal será el de músico.
Yo, sin saber muy bien aún qué estaba sucediendo, balbuceé lo primero que se me ocurrió.
—Pero no sé hablar español. No podría relacionarme con los clientes...
—Muchacho, no sé si eres estúpido o un completo genio, pero hace un momento te has comunicado de la forma más profunda y sincera que existe con todas y cada una de las personas que hay ahí fuera —señaló en dirección a la puerta.
Yo no daba crédito.
—La música, chico, la música —siguió hablando—. La música es el idioma de todo oyente. No se necesitan palabras ni estructuras gramaticales cuando tienes notas y melodías.
Comencé a entenderle y el brillo en sus ojos me hacía adivinar que él, al igual que yo, era un esclavo de la música.
—Usted toca algún instrumento, ¿verdad?
—El piano y la guitarra. En mis ratos libres. Cuando no tengo que estar atendiendo la barra —afirmó—. Pero, como ya te he dicho, el personal escasea y, a veces, también esos momentos libres de los que te hablo... ¿Y bien? ¿Qué dices?
—Estoy esperando un bebé —fue mi respuesta.
Aún no tengo muy claro lo que me impulsó a confiarle aquel íntimo detalle a un completo desconocido. La improvisación me estaba jugando malas pasadas.
—Enhorabuena, supongo. Tenía entendido que los hombres no nos embarazábamos, pero, en fin, ya ves lo mucho que avanza la ciencia.
Mi primer impulso fue reirme ante su chiste. Min Yoongi se mostró tal y como era desde el primer momento y eso fue justo lo que me llevó a aceptar su propuesta y compartir con él cinco maravillosos años de fantástica compañía y complijidad hasta el día de hoy, donde yo era el primero en alegrarme por la futura unión entre él y Chaerin.
La voz de Hwan disolvió mis recuerdos suspendidos en el aire como nubes de humo. Nos reclamaba a mi amiga y a mí mientras aferraba, con su diminuta mano, uno de los dedos de Yoongi. El mayor y yo cruzamos la mirada. Sonreí aún más ampliamente y nos acercamos hasta el niño para atenderle. Sí, definitivamente había hecho bien en reirme ante la absurda broma de Yoongi en aquel entonces.
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Saja había sido una de esas escasas cosas que seguí conservando tras mi partida. Fue una de las personas cuyos menjases y llamadas aparecieron inquisidores en la pantalla de mi teléfono nada más aterrizar. Mi madre y Jimin inaguraban esa lista en los primeros lugares. Sin embargo, fue a él al primero que respondí. Le dije, en breves palabras, que todo había salido mal y que había abandonado el país para empezar de cero. Su mensaje fue instantaneo y me dijo que todo iba a estar bien. Nada más eso. "Todo va a estar bien". Horas más tarde, justo después de haber acordado con Yoongi el regresar al día sigiente a El Extranjero a primera hora para que me explicase horarios, normas y lo que tendría que hacer mientras estuviera como camarero de apoyo, recibí una llamada.
Tuve infinitas alternativas distintas que nos pudieron llevar por caminos totalmente diferentes al actual. Pude haberle colgado, ignorado o haberle dicho que iba a empezar otra vida nueva y que, por lo cual, no deseaba mantener ningún tipo de vínculo con la gente de mi pasado. El teléfono iba por el tercer tono cuando en mi interior afloró una necesidad naciente que hoy en día puedo nombrar como "el primer paso".
El teléfono no sonó una cuarta vez. Descolgué antes de que eso pasara. Al otro lado, la respiración de Chico Barro me recordó lo hundido en el fango que me encontraba y que, en ocasiones, estar hasta las orejas de barro puede resultar divertido.
Creo que fue el pensamiento de aquella primera llamada que se repitió infinitamente a lo largo de años lo que me mantuvo tranquilo cuando, ante mi regreso, volvimos a vernos. Haciendo honor a la primera vez que nos vimos, acordamos encontrarnos en el parque en el que nos conocimos. Fue un ladrido lo que me alertó de su llegada e, incluso antes de que tuviera tiempo a reaccionar o apartarme, Kira, el chachorro de braco que ya no era más un cachorro, se me echó encima. Había crecido tanto que sus patas delanteras llegaban a apoyarse sobre mi estómago y su hocico superaba la linea de mi pecho. Una suerte que yo ahora fuera más alto y su lengua con aliento canino no lograse lamerme la cara al completo.
Sin embargo, yo no había sido el único que había cambiado. Por entre uno de los caminos de tierra, Saja se dejó ver. Los rizos seguían poblando su cabeza; por el contrario, ahora los lucían más largos y la mitad superior recogidos en una especie de moño. Al acercarse, pude apreciar el mapa de pecas en su cara. Seguía siendo más alto que yo y, tal y como me había contado por teléfono, presumía de un volumen muscular mayor gracias a las pesas del gimnasio. Nos abrazamos con alegría.
—Siento no haber podido traer a Dess. Mi madre se lo ha llevado a una especie de acampada durante toda la semana.
—No he venido para ver a Desster, Jungkook.
La forma de pronunciar mi nombre y su mirada descargaron corrientes electricas en mis entrañas. Aún no había olvidado las observaciones de Chaerin donde aifrmaba que yo le gustaba a Saja. Caminamos unos metros, mientras hablabamos de cualquier cosa. El ambiente que nos envolvía era de los más cómodo. De vez en cuando, sin querer, nuestros brazos se rozaban al caminar, realzando la proximidad de nuestros cuerpos. Inevitablemente, mi mente viajaba al pasado. Volvía a tener trece años y me asomaba en las esquinas para observar a Jimin de lejos. Luego, me encontraba recostado en la antigua cama de mi departamento, con Yugyeom en mi interior.
No estaba enamorado de Saja. Mi alma había madurado hasta endurecerse y sabía que, lo que yo sentía por Chico Barro, no se igualaba a lo que sentía por el rubio o por el menor. Pero entonces, ¿por qué anhelaba el contacto de su piel? ¿por qué no podía evitar mirar su boca?
Saja nos sacó del parque y nos dirigió por una calle concurrida. La libertad que tenía en Barcelona no era la misma que aquí en cuanto a temas homosexuales y una irrevocable rabia me invadía al pensar que no podría besarle donde me diese la gana. Pero... ¿por qué pensaba en besarle? La pregunta me sorprendió incluso a mi mismo. Dejé de caminar. La posibilidad me estaba arrancando la consciencia a tirones. ¿Qué pasaría si me decidiese a besarlo? ¿Lo correspondería? No podía imaginarlo, así como tampoco podía adivinar qué escondían aquellos ojos brillantes rodeados de pecas al mirarme. ¿Seguría gustandole? ¿Le habría gustado realmente alguna vez? ¿Merecería su amor?
¿Había cambiado yo realmente con el paso de los años?
—¿Dónde estamos? —le pregunté.
—En Busan, Corea del Sur.
—Sí, pero, ¿exactamente, en qué calle estamos?
—En Beomyang-ro.
Tardé unos segundos en ubicarme.
—De acuerdo, ven conmigo.
Le tomé de la mano. Comencé a caminar. Saja no me soltó y tampoco se detuvo. Hizo lo posible por no quedarse atrás mientras sostenía la correa de Kira, quien parecía haber notado la urgencia del momento y ya no se detenía a cada rato a olisquear el suelo o a saludar a otros perros. Avanzamos dos tramos de la vereda y después, tal y como recordaba, una callejuela más estrecha y menos transitada nos esperaba al girar a la izquierda. Nos deslizamos por ella en silencio. Pude sentir cómo sus dedos se aferraban más a los mios cuando, por fin, Saja captó mi objetivo.
Eso era uno de los factores principales que habían liderado mi relación con él en estos últimos cinco años. Nos entendíamos demasiado bien. Muchas veces, incluso sin estar hablando por teléfono o escribiéndonos, pensábamos el uno en el otro a la misma hora y entonces uno contactaba al otro y el otro respondía "¿cómo puede ser que justo cuando pienso en ti, me llames?", y terminábamos bromeando con que éramos almas gemelas.
Lo que comenzó siendo una broma entonces, tendría que comprobarse. Y no encontré mejor lugar y momento que en nuestro primer encuentro tras mi regreso donde lo guié hasta un callejón y lo besé sin escrúpulos.
Ninguno titubeó a la hora de separarnos. Tan sólo hubieron unas palabras por su parte antes de volver a unir nuestras bocas en un beso:
—Has tardado cinco años en darte cuenta, ¿Cúanto tiempo pasará hasta que me presentes a tu madre?
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