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Especial: Gone

Choi se sentó en el frío asiento de piedra del mirador, su capa ondeandoligeramente con la brisa nocturna. Frente a él, el cielo se extendía como un manto de terciopelo tachonado de estrellas, indiferente a los tormentos que se agitaban en su interior. Allí, en el silencio de la noche, sus emociones finalmente encontraron una grieta en su férrea disciplina, desbordándose con una intensidad que lo dejó sin aliento. Sus recuerdos emergieron sin piedad, golpeándolo como un vendaval.

Había partes que deseaba olvidar: palabras dichas en la furia, decisiones impulsadas por celos y orgullo. Pero otras memorias estaban grabadas a fuego en su alma, inquebrantables incluso con el paso de los años. Fue allí, bajo el cielo estrellado, donde recordó el principio de todo.

Tenía catorce años cuando recibió su carta de Hogwarts. En su casa, el ambiente era frío y solemne; su padre apenas levantó la vista del periódico cuando le entregó la carta, murmurando un seco:

—Hazme sentir orgulloso.

Esas palabras, aunque simples, pesaron sobre Choi como un juramento inquebrantable. Pasó los meses siguientes repasando libros de hechizos básicos, aprendiendo la teoría de pociones e incluso practicando con una vieja varita que había sido de su abuelo. Pero, aunque estaba secretamente emocionado por el mundo mágico que lo esperaba, su rostro siempre mantenía una máscara de seriedad.

Durante el trayecto al colegio, su expresión cerrada ahuyentó a cualquier posible compañero de conversación.

Excepto a ella.

La primera vez que vio a Shin Da-eun fue en el Gran Comedor, durante la ceremonia de selección. Ella caminaba entre los demás estudiantes con una confianza que parecía desbordarse de su pequeña figura. Sus ojos, grandes y brillantes, miraban todo con fascinación, como si quisiera grabar cada detalle en su memoria.

Ella era todo lo que Choi no era: vivaz, alegre y con una curiosidad insaciable. Su cabello negro azabache caía en cascada sobre sus hombros, y sus ojos brillaban con una calidez que él, un joven de rostro severo y ambiciones marcadas, nunca había conocido.

De repente, se detuvo frente a Choi, quien estaba observándola con disimulo desde su lugar en la fila.

—Hola, soy Da-eun —dijo alegremente, extendiéndole la mano con naturalidad.

Choi la miró con sorpresa, pero antes de que pudiera responder, Da-eun se encogió de hombros, dio un paso adelante y desapareció entre los otros estudiantes.

Cuando el sombrero seleccionador la asignó a Gryffindor, el aplauso de su nueva casa resonó en el comedor. Choi, en cambio, fue enviado a Slytherin como todos esperaban. Desde ese momento, las diferencias entre ellos parecían insalvables.

Y, sin embargo, el destino insistió en cruzar sus caminos.

Todo comenzó en una clase de Pociones, una asignatura que rápidamente se convirtió en la favorita de Choi. Da-eun, por otro lado, parecía tener un don para el desastre. Si había una manera de hacer que una poción explotara, se evaporara o se convirtiera en un líquido corrosivo, ella la encontraba sin esfuerzo.

El profesor, harto de los accidentes de Da-eun, decidió emparejarla con Choi, el mejor estudiante de la clase. Cuando anunciaron la decisión, él bufó con desdén, convencido de que sería una pérdida de tiempo.

—Intenta no hacer explotar mi caldero —murmuró mientras se sentaban juntos.

Pero Da-eun no parecía intimidada por su actitud fría.

—Intenta no ser tan mandón —respondió con una sonrisa mientras se ponía manos a la obra.

El primer intento fue un desastre. Da-eun mezcló los ingredientes en el orden incorrecto, y el caldero liberó un vapor púrpura que cubrió toda la mesa. Choi se llevó una mano a la frente, exasperado, mientras trataba de salvar lo poco que quedaba de la poción.

—No soy una inútil, Choi —dijo Da-eun, cruzándose de brazos, con las mejillas sonrojadas por la frustración.

— Sí, cómo no... —respondió, aunque sus labios formaron una leve sonrisa.

Finalmente, después de varias horas de trabajo en equipo, lograron completar la poción correctamente. Cuando el profesor les dio una puntuación perfecta, Da-eun lo celebró con entusiasmo, llenando de elogios a Choi durante el resto del día.

—¡Eres un genio, Choi! ¿Cómo lograste estabilizar la mezcla? ¡Fue increíble!

Él solo sonrió con discreción, pero no pudo evitar sentir un calor extraño en el pecho. Por primera vez desde que llegó a Hogwarts, tenía a alguien con quien hablar, alguien que lo miraba como si fuera más que un chico callado y frío de Slytherin.

Con el tiempo, esa chispa inicial se transformó en algo más profundo. Choi comenzó a buscar a Da-eun en los pasillos, a esperarla después de clases y a acompañarla a la biblioteca, aunque él ya conociera todos los libros que ella buscaba. Disfrutaba de sus debates sobre criaturas mágicas y hechizos avanzados, de cómo ella iluminaba incluso los temas más oscuros con su optimismo inquebrantable.

Aunque venían de mundos distintos, Da-eun rompía las barreras que él había construido a lo largo de los años. La hacía reír con su sarcasmo, y ella lo hacía cuestionar su lógica rígida con su inagotable curiosidad.

Pero, en el fondo, Choi sabía que lo que sentía por ella era más que amistad. Y eso, aunque lo llenaba de alegría, también lo aterraba. Porque, como su mamá le había enseñado antes de morir, no se puede amar algo sin miedo a perderlo.

Y en el caso de Da-eun, ese miedo nunca fue más real.

—¡Choooiiiii! —arrastró su nombre con una mezcla de súplica y exasperación mientras se desplomaba en la silla a su lado—. Vamos a ver los partidos de quidditch, no podemos estar siempre en la biblioteca.

Choi apenas levantó la vista del libro que estaba leyendo, su ceño fruncido mostrando una leve molestia.

—Me gusta, es silenciosa. —Respondió con calma, y le lanzó una mirada rápida antes de volver al texto—. Ve tú si quieres.

—No es divertido si no estás tú —bufó Da-eun, cruzando los brazos y dejando caer la cabeza contra la mesa con un sonido sordo. Después, levantó la mirada con ojos acusadores—. Tu padre no te matará por ir a un partido.

Choi dejó escapar un suspiro, cerrando el libro con un suave chasquido.

—Tú solo quieres ver a los de mayor grado —refutó, rodando los ojos con cansancio, lo que provocó que Da-eun estallara en una risa suave pero contagiosa.

El momento de tranquilidad no duró mucho. Un grupo de figuras se aproximaba entre las estanterías, liderado por Park Jihoon, quien caminaba con la confianza de alguien que sabía que todos los ojos estaban siempre sobre él. Para Choi, Jihoon y su pandilla eran sinónimo de problemas, y esta vez no fue diferente. El Gryffindor sacó algo de su túnica con un gesto teatral, revelando una rosa cristalina que brillaba bajo la luz tenue de la biblioteca.

Los ojos de Da-eun se iluminaron por un instante, pero el brillo desapareció tan rápido como había llegado al darse cuenta de quién sostenía la flor.

—Piérdete. —La voz de Da-eun fue cortante, mientras se ponía de pie y tomaba a Choi del brazo, obligándolo a levantarse también—. Vámonos, Choi.

—Oye, Da-eun —interrumpió Jihoon, sin molestarse en ocultar su tono burlón—, en serio te estoy coqueteando y prefieres irte con ese rarito.

Da-eun no se detuvo ni se molestó en girarse. Simplemente alzó una mano, mostrando su dedo del medio con una elegancia casi artística, lo que provocó una risa ahogada en Choi.

Su desprecio mutuo por Park Jihoon había comenzado en el tercer año, cuando tanto Da-eun como Choi se encontraron, sin buscarlo, en el centro de la atención de uno de los estudiantes más populares y arrogantes de Gryffindor. Jihoon no solo era talentoso en duelos y el mejor buscador de quidditch, sino que también poseía una sonrisa deslumbrante que derretía corazones. Para Choi, sin embargo, era un narcisista insoportable; y para Da-eun, un completo fastidio, especialmente cuando intentaba impresionarla con sus despliegues grandilocuentes.

Jihoon tenía una fijación particular en fastidiar a Choi. Quizá era porque Choi, a diferencia de muchos, no parecía impresionado por su fama. O tal vez era porque Da-eun, una de las pocas personas que se atrevía a desafiarlo, siempre parecía preferir la compañía tranquila de Choi a la suya. Esto, sumado al hecho de que Choi lo superaba en pociones, era más de lo que Jihoon podía soportar.

—¡Déjalo en paz, Jihoon! —exclamó Da-eun un día, plantándose entre ambos cuando Jihoon le arrebató un libro a Choi y lo lanzó al otro lado de la sala de estudios.

—¿Por qué lo defiendes? —replicó Jihoon con una sonrisa sarcástica—. ¿Acaso no ves lo patético que es?

Choi apretó los puños, su rostro encendido de humillación. Pero antes de que pudiera reaccionar, Da-eun ya había sacado su varita.

—Te arrepentirás de esto, Park —advirtió con voz gélida.

Los conflictos entre Jihoon y Choi eran constantes, pero Choi no siempre se quedaba atrás. Aunque el Gryffindor lo atormentaba con hechizos y burlas, Choi sabía cómo devolver el golpe. Desde trampas mágicas que dejaban a Jihoon cubierto de plumas en los pasillos, hasta comentarios mordaces que lo hacían quedar en ridículo frente a sus admiradores.

Una tarde, después de una especialmente caótica clase de Defensa Contra las Artes Oscuras, Da-eun encontró a Choi en la sala común, sentado en el suelo mientras trataba de curarse una herida superficial.

—Deberíamos dejar de buscar problemas con el grupo de tontos de Jihoon —dijo ella mientras sacaba una poción sanadora de su bolso. Sus movimientos eran hábiles y cuidadosos—. Esta vez sí se pasaron... ambos.

— Te estaba molestando. Se lo merecía —se quejó Choi, encogiéndose ligeramente cuando la poción hizo contacto con su piel—. ¡Aush, aush!

Da-eun soltó una pequeña risa, acercándose para soplar suavemente sobre la herida. Luego le sonrió, una de esas sonrisas que iluminaban sus ojos almendrados y hacían que todo lo demás pareciera desvanecerse.

—Se siente bien saber que siempre tendré a alguien que me protegerá —dijo con dulzura, aunque su tono cargaba un toque juguetón.

Choi, sin poder evitarlo, se quedó inmóvil. Sus ojos buscaron los de Da-eun, encontrando en ellos una calidez que le hizo olvidar el dolor. En ese momento, se dio cuenta de algo que lo inquietó y lo tranquilizó a partes iguales: podía sentirse seguro y en calma con ella. Pero lo que no sabía, lo que temía averiguar, era si Da-eun también compartía los latidos acelerados de su corazón.

Todo pareció cambiar abruptamente en su quinto año. Jihoon, quien hasta entonces había sido la fuente constante de conflictos y rivalidades, empezó a mostrar una actitud diferente. Sus provocaciones cesaron, sus comentarios mordaces desaparecieron, y en su lugar emergió un joven más tranquilo y reflexivo. Esto no pasó desapercibido para Da-eun ni, mucho menos, para Choi.

Las primeras señales llegaron durante una tarde en el invernadero. Choi había estado trabajando con Da-eun en un proyecto de Herbología cuando, a través de las hojas de una planta espinosa, vio a Jihoon aproximarse con cautela. Había algo en su expresión que desconcertó a Choi: no era la mirada arrogante de siempre, sino una mezcla de timidez y arrepentimiento.

—Fui un idiota, lo sé —decía Jihoon, su voz cargada de sinceridad—. No tengo excusas, pero quiero cambiar. Quiero que me des una oportunidad, Da-eun.

Choi se quedó inmóvil, sus manos temblaron mientras sujetaban una hoja. Observó cómo Da-eun lo miraba de arriba abajo, con una mezcla de incredulidad y cautela. Tras unos segundos de silencio, ella se cruzó de brazos y suspiró.

—No es conmigo con quien debes disculparte, Park. Le hiciste mucho daño a mi mejor amigo.

Mejor amigo. Choi sintió que esas palabras eran una daga enterrándose en su pecho. Quiso salir de su escondite, pero algo en la escena lo retuvo. Da-eun no parecía hostil, pero tampoco se mostraba indiferente. Había algo en sus ojos que indicaba que, al menos, consideraba la disculpa de Jihoon.

Más tarde, ese mismo día, Jihoon lo confrontó. Había esperado a Choi fuera de la sala común de Slytherin, sosteniendo una expresión seria, pero sin el habitual tono desafiante.

—Vine a disculparme —empezó Jihoon, con las manos ligeramente levantadas, como en señal de paz—. Sé que fui un imbécil contigo, y quiero arreglar las cosas.

Choi lo miró con una mezcla de rabia y desdén. No podía creer la audacia del chico. Sin pensarlo dos veces, lo empujó.

—No quiero tus malditas disculpas —dijo con voz baja pero firme—. No me agradas, y nunca lo harás.

Jihoon asintió lentamente, como si hubiera esperado esa respuesta. Se dio media vuelta y se alejó sin decir nada más. Pero Da-eun sí lo perdonó. Al principio, Choi pensó que era solo un acto de bondad de su amiga, algo que hacía para mantener la paz. Sin embargo, con el tiempo, las cosas comenzaron a cambiar. La sonrisa de Da-eun se volvía más brillante cuando Jihoon estaba cerca, y las risas que compartían se hicieron más frecuentes.

Choi no sabía qué lo perturbaba más: el hecho de que Jihoon estuviera cambiando o que Da-eun estuviera aceptándolo. Por primera vez, Choi sintió algo que nunca había experimentado antes: celos. No solo por la atención de su amiga, sino porque empezaba a temer que él mismo no fuera suficiente.

El punto de quiebre llegó durante un duelo amistoso en el salón principal de prácticas. Había sido una propuesta del club de duelos, pero cuando el nombre de Choi salió emparejado con Jihoon, todos en la sala contuvieron la respiración. Sabían del historial entre ambos y esperaban un enfrentamiento tenso.

Al principio, los movimientos fueron calculados. Choi lanzó un Expelliarmus que Jihoon esquivó con facilidad, seguido de un contraataque que fue bloqueado. Sin embargo, la tensión no tardó en escalar. Las miradas desafiantes, los murmullos en la audiencia, y los recuerdos de años de resentimiento hicieron que ambos empezaran a perder el control. Choi, cegado por la ira, conjuró un hechizo oscuro, uno que apenas rozó el límite de lo permitido en la arena.

—¡Choi, para! —gritó Da-eun desde las gradas, alarmada.

Pero Choi no escuchó. Jihoon, por su parte, no se quedó atrás y respondió con un hechizo que hizo volar a Choi hacia atrás. Solo la intervención inmediata de los profesores evitó que el duelo terminara en tragedia. Ambos fueron separados a la fuerza, y la sala quedó en un silencio sepulcral.

Más tarde, Da-eun lo encontró en uno de los pasillos vacíos. Choi estaba sentado contra la pared, con el cabello despeinado y el rostro lleno de frustración.

— Te estás portando como un bruto, Choi —exclamó Da-eun, enfrentándolo —. ¿Qué demonios te pasa?

— No te interesa —respondió él, levantándose bruscamente—. Déjame en paz.

Da-eun no se movió, pero su voz flaqueó.

—¿Por qué te estás comportando como un idiota? No sé qué hice para que me trates así... Hace un tiempo estas raro...

—¡Que me dejes tranquilo! ¡No es tu maldito asunto!

Cuando Da-eun intentó calmarlo, él perdió el control.

Y entonces, ocurrió. Cegado por su propia rabia y confusión, Choi dijo lo que nunca se habría perdonado.

—¡Tonta sangre sucia!

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Da-eun lo miró con el rostro pálido, como si no pudiera reconocer a la persona frente a ella. Sin decir una palabra, dio media vuelta y se alejó, sus pasos resonando en el pasillo vacío.

Esa noche, Choi permaneció afuera de la sala común de Gryffindor, golpeando la puerta y gritando hasta quedarse sin voz.

—¡Lo siento! ¡Da-eun, no quise decirlo! ¡Por favor, sal! ¡Perdóname!

Ella nunca salió esa noche.

La amistad se rompió después de ese incidente, y aunque Da-eun eventualmente lo perdonó, las cosas nunca fueron iguales. La herida de sus palabras y la creciente relación entre ella y Jihoon terminaron de destruir lo poco que quedaba de su amistad.

En su último año en la escuela, Da-eun se acercó a Choi de improviso. Lo encontró sentado bajo un árbol, con los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en el horizonte. Llevaba meses evitando a sus compañeros y refugiándose en su propia soledad. Ella se inclinó con cautela, sin querer asustarlo, y cuando él levantó la vista, le regaló una sonrisa cálida, esa sonrisa que tanto había extrañado y que hacía que su pecho doliera.

—Te extraño —dijo ella con suavidad, rompiendo el silencio que se había asentado entre ellos durante tanto tiempo.

Choi tragó saliva, sintiendo un nudo apretarse en su garganta. Había imaginado tantas veces ese momento, pero ahora que lo tenía frente a él, las palabras se le escapaban como arena entre los dedos.

—Te extraño más... —logró responder, su voz cargada de emoción contenida.

Da-eun extendió los brazos con timidez, como si temiera que él rechazara el gesto, pero Choi no lo pensó dos veces. La rodeó con fuerza, como si aferrarse a ella pudiera detener el tiempo, como si ese abrazo pudiera sanar las heridas que ambos habían acumulado. Permanecieron así por lo que pareció una eternidad, hasta que Da-eun, en un tono casi inaudible, dejó caer la confesión que menos quería admitir.

—Estoy saliendo con Jihoon.

Choi cerró los ojos con fuerza, ignorando el dolor que se instaló en su pecho. Apretó los labios, tragándose el grito de frustración que luchaba por salir, y en lugar de alejarla, reforzó su abrazo, sosteniéndola como si temiera que ella desapareciera en ese instante. Con la voz temblorosa, finalmente respondió:

—Si te hace algo, le parto la cara.

La risa de Da-eun resonó cerca de su oído, y por un momento, el sonido le trajo una efímera paz. Pero al mismo tiempo, le dolía más de lo que podía soportar. Choi sentía que se estaba ahogando en sus propios sentimientos, en el amor que nunca pudo confesarle y en el odio irracional hacia el hombre que ahora ocupaba su lugar en el corazón de ella.

El tiempo pasó, y finalmente se graduaron. A pesar de todo, nunca perdieron contacto. Da-eun, fiel a su carácter, se aseguró de mantenerlo en su vida, aunque a veces Choi deseaba poder cortar todos los lazos para sanar. Cuando Da-eun anunció que se casaría con Jihoon, fue como una puñalada al alma.

Choi se negó a asistir a la ceremonia. No podía soportar la idea de verla vestida de blanco, caminando hacia el hombre que siempre había sido su rival. Pero Da-eun tenía otros planes.

—No puedes faltar, Choi. Te necesito a mi lado. Eres mi mejor amigo. Quiero que seas mi padrino.

Él quería negarse, quería alejarse, pero nunca podía decirle que no a Da-eun. Y ese día no fue la excepción.

Lloro cuando la vio decir "sí".

Lloro cuando vio el vals.

Lloro sin parar después de la ceremonia.

Años después, Da-eun tuvo a su primer hijo, Jimin. Cuando ella se lo presentó, su rostro brillaba con orgullo.

— Mira, Jiminie, este es tu padrino, Choi —dijo mientras sostenía al bebé con delicadeza y se lo acercaba a un nervioso Choi—. No tengas miedo, es un niño tranquilo.

Choi tomó al bebé con torpeza, sus manos temblando ligeramente mientras lo sostenía. Pero en cuanto vio los ojos de Jimin, sintió que el aire le faltaba. Eran idénticos a los de Da-eun. Cada mirada del pequeño le recordaba a la mujer que amaba, y eso lo destrozaba por dentro.

—Cariño, creo que Choi no sabe cargar bebés —comentó Jihoon, acercándose con una sonrisa —. Mejor dejemos a Jiminie en su cuna.

Choi se mordió la lengua para no responderle, pero cada interacción con Jihoon era un recordatorio de que había perdido la batalla. Park Jihoon era odioso. Pero lo que más odiaba era que él tenía a la mujer que Choi siempre había amado.

Y eso nunca se lo iba a perdonar.

Un año después, la guerra contra Seung estalló, y todo cambió. La tragedia golpeó con fuerza cuando Da-eun perdió la vida.

Choi la encontró tendida en el suelo, su cuerpo sin vida junto al de Jihoon, quien había caído luchando por protegerla. Pero lo que rompió por completo a Choi fue el llanto de Jimin, quien estaba a unos pasos, llorando desconsoladamente.

Con pasos temblorosos, Choi se acercó al cuerpo de Da-eun, cayendo de rodillas a su lado.

—No... no, por favor... —murmuró, tomando su rostro frío entre sus manos.

Un grito desgarrador escapó de su pecho, lleno de dolor, rabia y desesperación. Era un sonido tan crudo que incluso los magos más endurecidos que lo habían acompañado se detuvieron, incapaces de contener las lágrimas.

Recordó sus últimas palabras, aquellas que habían quedado grabadas en su mente como un juramento inquebrantable:

—Si algo me pasa, Choi, por favor... ve por Jimin. Prométemelo.

—No, Da-eun. No me pidas eso. Encontraremos otra manera. No te pasará nada.

—Por favor... prométemelo.

Choi apretó los dientes, abrazando el cuerpo sin vida de Da-eun mientras las lágrimas caían sin control. Había fallado en protegerla, pero no fallaría en cumplir su última voluntad.

Su promesa de proteger a Jimin no fue solo por amor a Da-eun, sino también por el remordimiento de todo lo que no pudo hacer por ella mientras vivía.

Ahora, con 39 años, Choi estaba de pie en los terrenos del castillo donde todo comenzó. Sus ojos se cerraron por un momento, y el recuerdo de Da-eun volvió a él con la misma intensidad que cuando tenía 16 años. 



Aquí tienen el pasado de Choi, y la historia de su amor no correspondido desde su perspectiva.

¿Que les pareció?

LOS LEO, Y AMO!

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