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16- ¿Es cierto que usted lo mató?


꧁ঔৣ☬✞ 16 ✞☬ঔৣ꧂

Mis ojos pesaban, podía sentir un molesto pitido incrustado en mis oídos. No sabía cuál de las dos molestias era la más insoportable. Luché por abrir los ojos, encontrando una molestia mucho más grande, la luz de un bombillo...

Miré todo confundida, estaba en una habitación blanca muy ordenada. Intenté sentarme, tras un esfuerzo pude hacerlo.

Algunos de mis huesos dolían, al igual que mi cuello y espalda. ¿Qué era esa habitación?, tenía preguntas, pero no podía responderlas yo misma.

Cuando intenté levantarme, noté la intravenosa que tenía en la muñeca, esta estaba suministrándome un suero al lado mío. La quité lentamente adolorida.

—Me lleva el diablo— murmuré al sentir mi cabeza palpitar al segundo de ponerme de pie.

Me aferré a la pared para no caer al suelo. Mis piernas estaban tan entumecidas que no pude caminar, sino hasta unos largos minutos de respirar inquieta.

—Bien, no pasa nada, no pasa nada— di cortos pasos hasta estabilizarme y salir al pasillo.

Me apresuré lentamente por el pasillo hasta salir a una sala muy bien alumbrada. Había unos muebles, y delante de estos un televisor encendido.

Al parecer sintonizaba una noticia desde la puerta de un hospital abarrotado de personas.

Me di la vuelta al escuchar pasos, Aesteban venía caminando con un suero en las manos. Estaba desaliñado y distraído, hasta que levantó la mirada dando conmigo.

—Genial, ahora alucino— murmuró algo fastidiado.

Miré confundida como caminaba hacia mí, tal vez intentaba traspasarme, pues cuando no lo conseguía me miró igual de confundido que yo, retrocediendo un paso.

—¿Dana?

—¿Aesteban?, oh, qué felicidad, no me lo creo— dije cínicamente, abriendo los ojos un poco más de lo normal.

—Gracias al señor, eres real— dijo, para posteriormente soltar lo que tenía en las manos y abrazarme fuertemente.

—¿Y por qué no lo sería?

—Es que empezaba a ver cosas... creo que me estaba volviendo loco— habló rápidamente, abrazándome como si no hubiera un mañana.

Intenté separarme, pero no me quedó otra opción que quedarme como una estatua, siendo estrujada por él. Cuando al fin pareció calmarse o cansarse me soltó, para agarrarme por los hombros como si no pudiera creérselo.

—Pensé que no despertarías.

—¿Por qué no lo haría?

—Porque llevabas una semana en coma— confesó sin tapujos, sorprendiéndome.

—¿Y este lugar que es?— indagué, ojeando rápidamente la sala con prisa y desconfianza.

—Es mi apartamento. No sabía a donde llevarte, todo el mundo te busca.

Asentí levemente caminando al lugar del cual él había salido, eso no era nada más que una cocina y comedor a la vez. En la mesa redondeada vi un plato de fideos y sin querer lo observé fijamente, se veían muy buenos.

—Amm, ¡¿Quieres?! —preguntó él caminando al lado mío rápidamente—. Ven aún está caliente, si quieres más te daré más, come, come.

No objete cuando me empujó sentándome en la mesa cuál marioneta. Terminé dos platos bajo la mirada de él, quien en algún punto había traído la olla de los fideos, sirviéndome cada que lo pedía.

—¿Quieres más?

—Agua— dije con la boca llena, no quería ser asquerosa, pero me estaba atorando.

Bebí el agua que me había pasado sintiendo un gran alivio, reposé recordando lo que había dicho de estar en coma una semana. Yo recordaba como si hubiese sido el día anterior todo, pero aun así había algo que no me cuadraba.

La mirada fija de Aestevan en mí me distraía un poco de mi pensar, me observaba tan inmerso en sí que daba miedo. Levanté una mano frente a él, pero no la notó.

—Hey —le llamé sin resultado—. Aestevan, vuelve a la tierra.

—Ah, sí, ya estoy— dijo, no parecía muy concentrado, a decir verdad.

—¿Qué te pasa?

—Ah, es que, bueno, como sabes, estuviste una semana en coma. Te hicieron algunos exámenes, y bueno, tal vez no lo sepas, no lo sé, es extraño —murmuraba, queriendo verme a los ojos, pero bajando la mirada hacia sus manos enlazadas sobre la mesa de vez en cuando—. Estabas mal, perdiste sangre, no fue mucha, pero tienes anemia, entonces. De verdad no quería hurgar en tu privacidad, pero el doctor, bueno, él.

—Dios mío, habla ya que me estás desesperando.

—Bueno, es que, quiero que sepas que te apoyo, si necesitas algo aquí estoy yo. No sé cómo reaccionarás a esas dos... bueno, no sé, maldición —se puso ambas manos en la cabeza, muy estresado.

Ya me estaba impacientando, quería escuchar lo que tenía que decir, pero él con su divareo lo dañaba. Me levanté para ir donde estaba la televisión, al parecer y no se había dado cuenta de que me había levantado porque lo escuche decir;

—Es que tú, tú tienes, bueno... ¿Danya? Danya.

—El joven Thamael, hermano mayor de una de las sospechosas de los crecientes asesinatos, ha sido ingresado al hospital Juan Darío Contreras, la policía nacional se niega a dar detalles sobre lo sucedido. Sin embargo, nuestras cámaras lograron captar el deplorable estado en que se encontraba el joven.

Fruncí el ceño, creía haber escuchado Thamael, pero eso era imposible. No había forma de que fuera mi hermano.

Me acerqué a la televisión incrédula, ese que se veía en el video de mala calidad era sin duda mi hermano. Estaba muy mal por lo que podía ver, en sus mejillas, labios y ceja izquierda, reinaba el rojo carmín.

Un nudo se instaló en mi pecho, dificultándome el respirar con normalidad. Empezaba a hiperventilar. Y aún más cuando la reportera que hablaba en vivo desde los pasillos del hospital se apresuró a ver tres doctores entrar a una sala.

—Al parecer el chico está muriendo— fue lo que dijo.

—No... no está pasando, no es real, claro que no lo es— murmuré queriendo alejarme de la televisión.

Si no lo creo no es real. No.

—Se nos ha informado que está en estado crítico, vuelva a sintonizar a la cinco de la tarde para una información más verídica. Con ustedes María de los Santos

Agarré mi pecho, sentía que quemaba al igual que mi garganta. Era doloroso. Sentí un escalofrío en mi cuello, debajo de mi oreja. Entonces rompí en llanto, recordando lo mucho que le gustaba a él besar en esa parte como muestra de cariño.

No era una información confiable, aun así, algo me decía que era real, que de alguna forma lo era.

Intentaba hacerme creer que no, pero yo lo sabía.

—Por Dios, ¿qué te pasa?

Estaba nerviosa, sentía todo mi cuerpo temblar internamente. Debía ver con mis propios ojos si él estaba bien o no lo estaba.

—¿A dónde vas? No puedes salir, no es seguro— dijo él, agarrándome para impedir mi huida.

Me zafé bruscamente de su agarré dándole un golpe en la nariz sin querer.

—Yo debo irme, me importa un carajo la policía, mi hermano posiblemente esté muerto.

—¿Y eso vale más que tu libertad? ¡Por Dios, seguro está bien! A él no le gustaría que te arriesgarías por él.

Me detuve a verlo, ¿Quién se creía que era para hablar por mi hermano?

—No te vuelvas a meter en mi maldita vida, no eres nadie para decidir sobre mí, que te quedé claro —esas palabras que salieron de mi garganta por el enojo me dolieron, aun así traté de ocultarlo muy en el fondo de mi corazón—. Y sí, el bienestar de mis hermanos, vale más que mi libertad, incluso que mi propia vida.

No me detuve a observar mucho la expresión dolida de Aestevan, salí corriendo de dónde sea que estuviese.

Los huesos de mis piernas dolían con cada estiramiento, estaba corriendo por las calles ubicándome. Cuando estuve segura de hacia dónde debía ir, corrí con todas mis fuerzas. Solo era cuestión de tiempo para que alguien avisará a la policía de mi avistamiento.

Corrí, corrí como si mi vida dependiera de ello, di todo por llegar al maldito hospital, pero pronto se escucharon las sirenas.

Empecé a llorar, podía llegar, pero no estaba segura de poder entrar. Ya mis pies descalzos ardían, mis piernas igual.

Ni siquiera podía respirar bien, y tenía unas ganas reprimidas de llorar desconsoladamente.

Una señora pareció reconocerme y gritó alertando a las demás personas a nuestro alrededor. Ella y más intentaban llamar a la policía por medio de sus teléfonos.

Me resigné a no correr más, el ruido de la policía acercándose era cada vez más audible, lo que indicaba que estaban cerca.

Empecé a dar lentos pasos sin opción, era todo mi cuerpo conjunto con mi pecho el que dolía y ardía.

Escuché las llantas de un auto rechinar a mi lado y volteé a ver, viendo a Aestevan acelerado al volante.

Sentí un rayo de esperanza cuándo su mirada decidida y la mía chocaron.

—Sube, voy a llevarte a dónde quieras. Entonces tienes permiso para usarme a tu maldito antojo.

No lo pensé mucho, simplemente subí al auto.

—Vamos al hospital Juan Darío Contreras.

Inmediatamente hablé, este pisó el acelerador y tuve que aferrarme a la ventana para no salir volando.

—Quieres mucho a tu hermano. Mira que hacer esta estupidez...

—En realidad no lo quiero, no quiero saber de él... Aun así realmente no deseo su muerte— murmuré, las lágrimas amenazaban con salir en cualquier momento.

El nudo que había en mi garganta impedía que mi voz saliera con normalidad.

Aesteban frenó de golpe, justo frente al hospital, los policías que venían siguiéndonos se acercaban, por lo que sin perder tiempo salí corriendo del auto.

Mis pies descalzos dolían, más con el suelo ardiendo a medio día.

—¿¡Adonde vas!? Detente allí— gritó el guardia cuando traspase la puerta principal.

Empecé a llorar cuando en uno de los pasillos vi a los reporteros. No había oportunidad de que pudiera verlo a él y saber que estaba bien.

Al menos intenté pasarlos, pero antes de que corriera caí fuertemente al suelo por unos de los policías.

—¡¡Suéltame!!

—No te muevas, estás detenida por intento de— no lo deje hablar, le di una patada en toda la cara.

Me dolía cada fibra de mi cuerpo, aun así me levanté una vez más. Pero volví a caer al suelo, esta vez de cabeza, lastimándome toda la cara.

—¡¡Suéltame!! —chillé adolorida, los reporteros nos notaron—. ¡¡Necesito verlo, maldito, ya suéltame!!

—Ey, señorita, ¿es cierto que usted fue quién hirió de gravedad a su hermano, hasta el punto de arrebatarle la vida?

—¿Qué... Que estás diciendo?— dejé de forcejear con el policía en ese momento.

Pude sentir el gran golpe que me había dado en las costillas, tal vez para contenerme, pero mi atención estaba en esa reportera.

—¿Usted mató a su hermano?

—¿Es usted la perpetradora de todos esos horribles crímenes?

—¿Por qué mato a su hermano?

Estaba aturdida, los flashes, las voces que hablaban todas a la vez, y al oficial pidiendo refuerzos mientras empezaba a removerme, nada me importaba más que él.

Volví a levantarme recibiendo un bastonazo en la rodilla que me hizo caer en esa posición.

—¿Qué haces?, la lastimas hijo de perra, suéltala— gritó Aesteban llegando por dónde yo había llegado antes.

No lo pensó y arremetió contra el oficial, dándome una oportunidad de escapar. El problema era que me dolía demasiado la rodilla como para querer levantarme.

Más policías llegaron, debía levantarme, así que llorando de dolor e impotencia me levanté. Los reporteros no hicieron nada para detenerme, incluso abrieron el paso. Eran como buitres en busca de algo fresco.

—¿Va a ver si cumplió con su cometido?, Responda.

—¿No le bastó con arrebatarle la vida a chicas y chicos inocentes? ¿También a su pobre hermano mayor?

No entendía el porqué del bombardeo de esas preguntas. Solo sabía que debía llegar a la habitación.

Estuve a punto de llegar cuando la puerta de esta se abrió y de ella salió un enfermero arrastrando una camilla con un cuerpo cubierto por una sábana blanca.

Caí al suelo sin fuerzas, observando como de debajo de la sábana sobresalía una mano, una que era del mismo tono de piel que el de él.

—No —mi voz se quebró y sin poder evitarlo rompí en llanto, soltando un grito que quemó cada parte de mi garganta mientras salía; —¡¡Tam!!

—¡Dana, corre malditasea!

—No, no, no, ¡No! Maldito Tan, no te puedes morir hijo de perra, tú, no... —intenté levantarme, pero volví a caer al suelo—. ¡No te puedes morir, no puedes! ¡Despierta maldito! ¡Por favor! ¡Tan!

Alguien inmovilizo mi cuerpo subiéndose encima de mí.

Intentaba zafarme, intentaba alcanzar su mano al aire, pero estábamos tan cerca y tan lejos, como enero y diciembre.

Podía verlo, estaba justo delante de mí a escasos centímetros, pero no podía tocarlo.

Mi pecho ardía demasiado, no podía respirar bien. Todo me dolía, aun así sacaba fuerzas para que no me inmovilizaran por completo.

—¡No te vayas, no lo hagas! Por favor, te lo ruego, Tan...

Volví a estirar mi mano logrando zafarme un poco, pero recibí un fuerte golpe en esta.

—¿Qué es lo que hacen? La lastiman, malditos, los voy a matar, suéltenla.

—Entonces eres un asesino.

—¡No lo soy, pero los voy a matar si siguen golpeándola!— gritó hacia los periodistas, que se habían esparcido por todos lados.

—Suéltame, solo quiero verlo, por favor— le rogué a quién me tenía agarrada, pero solo reaccionó golpeando mis costillas, dejándome sin aire.

—¡Desgraciado, hijo de perra, que no le pegues!

De pronto dejé de sentir el peso encima de mí y empecé a toser buscando aire. Aesteban se encontraba golpeando al guardia, y aunque parecía ser al revés, lo intentaba.

Ignorando el dolor me arrastré un poco intentando alcanzar su mano.

Solo quería tomarla, tal vez saber que no era él o despedirme. Tan no podía irse así, no podía morir de la nada.

Tan efímero, como una ventisca.

No podía morir de esa forma tan inconclusa y repentina. Me negaba a aceptar que era el quién estaba allí.

Pero, en caso de que si lo fuera, de que fuera el quién estuviera allí postrado sin vida, debía despedirme.

Porque la despedida más dolorosa es el nunca haberse despedido.

Mi mano quedó en el aire cuando mis dedos lograron rozar su fría piel, pues el enfermero se estaba llevando la camilla.

Solo pude llorar, rogando despertar, estaba tan cargada de sentimientos; culpa, arrepentimiento, tristeza, angustia, de todo tipo que emociones invadían mi cuerpo, que era difícil de soportar e incluso de describir.

Voltee a ver a Aesteban cuando dijo mi nombre, justo antes de caer al suelo, inmóvil y una herida de sangre en su frente.

Solo pude pensar lo peor en ese momento.

—¿Aesteban?— hice un esfuerzo por llamarlo, intenté tocarlo, pero me levantaron bruscamente entre dos policías.

Intenté zafarme con las pocas fuerzas que me quedaban, pero solo conseguí que me arrastrarán lejos de él, mientras el enfermero con el cuerpo de Tam desaparecía por uno de los pasillos.

—¿Cuáles fueron sus razones para hacer lo que hizo?— cuestionó uno de los reporteros, casi estrellándome el micrófono en la cara.

No entendí sus preguntas, no entendía nada.

—Díganos, ¿por qué torturó hasta la muerte?

—Yo no he hecho nada...

Estos al fin se callaron, solo dejé que me llevarán mientras esposaban a Aesteban en el suelo...

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