10- El pasado influye en el presente.
꧁ঔৣ☬✞10 ✞☬ঔৣ꧂
Me encontraba sentado en el suelo enfrente de una televisión encendida, mi padre la acomodaba mientras yo agarraba mi tren en manos. Siempre era lo mismo, siempre tenía que ver eso, no lo entendía.
—¿Por qué debo ver esto, papá?— le pregunté a mi padre quien terminaba de acomodar la televisión.
—¿Por qué debes prepararte para el horrible mundo que hay afuera?— sonrió de una manera extraña y salió de la habitación.
Quedé en el suelo observando el video, no era la primera vez que lo hacía, llevaba años mirando ese tipo de videos. No sabía cuándo había comenzado todo, pero si de algo estaba seguro era de que eran aburridos. Solo había gente matando a otra, de formas muy aburridas y monótonas.
Es divertido.
Espeluznante.
Si es aburrido, siempre es lo mismo.
Están locas.
Ese viejo lo está más, Biel piensa lo mismo, ¿Biel?
Golpeé mi cabeza al escuchar voces sabiendo que estaba solo y me tomé un momento para ignorarlas como si no existieran. Eran molestas e insoportables.
Seguí mirando la televisión donde se reproducían las cosas, no podía decir que estaba aburrido, porque si lo hacía entonces me castigarían. Los castigos sí que no eran muy buenos, pero aunque no hiciera nada malo papá siempre encontraba una forma de hacerme creer que sí.
No era estúpido, sabía que este intentaba manipularme, quería hacer de mí una marioneta, una que pudiera usar a su antojo como lo hacía con mamá.
Tenía una extraña obsesión con tener el control de todo y cuando pensaba que las cosas se le iban de las manos explotaba.
Él había participado en la milicia, decía que luego de volver de allí era que se había puesto así de loco. Realmente no me importaba nada de su historia.
Las horas pasaban rápido, mi padre volvió a entrar, sonriendo al verme, era un hombre apuesto según las amigas de mamá y mamá, utilizaba siempre unos lentes transparentes, que había escuchado y no tenía la necesidad de utilizar, pero le gustaban.
Tanto él como mamá eran jóvenes, tal vez y por eso no sabían cuidar de mí.
Aceves incluso llegué a pensar que no era su hijo, pero me parecía demasiado a mi padre como para creerlo.
—¿Puedo ir al parque?
Pregunté levantándome del suelo, con el pequeño tren de juguete que tenía, el único que mis progenitores me habían dado, y no era porque no tuvieran dinero. Si no que no creían necesario que jugara como alguien normal, porque no lo era.
—Nos acabamos de mudar a este país, no levantes sospechas— fue lo único que dijo.
Salí de la casa con el tren en manos, en la zona donde vivíamos había un pequeño parque donde todos los niños jugaban. Solo quería verificar algo.
Entré al lugar, algunos niños de mi edad, pero mucho más tontos jugaban. Caminé hasta el árbol donde había dejado a la rata la noche anterior, ahí seguía. Me senté escarbando un hoyo para enterrarla.
—Hola— saludó alguien cuando ya estaba volviendo a poner la tierra en su lugar.
—Lárgate.
—¿Qué haces?— insistió la molesta y chillona voz de una escuincla.
Levanté la cabeza para verla, era una niña de tez un poco morena, tenía un vestido rosado de flores, y desde donde estaba podía ver toda su ropa interior. Dejé de verla al percatarme, fue un acto instintivo.
—¿Puedo jugar contigo?— preguntó nuevamente, era molesta.
—No.
—Es que tienes un trencito y mi muñeco necesita uno— lo puso delante de mi cara molestándome aún más.
—No juego con porquerías— le di un manotazo levantándome.
—Mi hermano dice que decir malas palabras está mal— susurró cuando pasé a su lado.
—Tu hermano es un estúpido.
La dejé atrás volviendo a mi casa, donde mi padre estaba en la sala, caminé despacio, pero el término notándome. Sonrió justo como solía hacerlo antes de un castigo.
—¿Qué estabas haciendo? ¿Jugando con arena?
—No.
—¿Y entonces qué hacías?— preguntó acercándose.
No se lo diría, la última vez que lo hice me castigo por jugar con disparates, él llamaba porquerías a los animales pequeños, y más si alguien superior los mataba. Al ver que no respondería me tomó del codo hacia el sótano.
Amarró mis pies y manos después de desnudarme, ya sabía lo que venía, así cerré mis ojos y apreté mis dientes. El primer latigazo llegó, dolía y ardía, pero de alguna forma me había acostumbrado.
—¿Estabas matando cosas insignificantes, no?— preguntó a pesar de que ya sabía todo.
No se detuvo, mi espalda estaba adolorida, seguro y sangraba. No podía aguantarlo más, le estaba suplicando porque se detuviera. Aun así no lo hizo, no hasta que mencionó el número 50.
—Cada vez que mientas u omitas la verdad vas a ser castigado— dijo desatándome.
Me había cargado antes de que perdiera la conciencia.
Al despertar estaba de vuelta en mi habitación, mi pecho, abdomen y espalda estaban cubiertos por unas vendas. Me senté con dificultad, sintiendo un inmenso dolor no solo en mi espalda, sino que en todo mi cuerpo.
Intenté llorar, como lo hacía mamá, pero sabía que mis lágrimas, por más que estas fueran, eran falsas. No eran como las de mi madre, jamás lo serían y era consciente.
Me levanté dando unos pasos para salir de la habitación, pero me arrepentí y volví a la cama. Dormí hasta que no tuve más sueño y mi madre entró a la habitación, dejando una sopa al lado de la cama, me dio una fugaz mirada y se marchó.
¿Por qué no podía darme un poco de su atención?, todo iba dirigido hacia mi padre, era injusto.
Comí en silencio.
Estuve una semana completa encerrado en mi habitación, me levanté a cambiarme las vendas, dolía, pero si yo no lo hacía nadie más lo iba a hacer por mí. Lo había entendido desde hacía tiempo.
Salí de la habitación, cada paso que daba se sentía como si un latigazo de nuevo se me lanzara en la espalda. Pero no lo daría a demostrar jamás.
Salí de la casa que estaba vacía. Llegando al único lugar donde podía estar tranquilo, el parque. Caminé ignorando a todo el mundo hasta sentarme con dificultad debajo del árbol.
No pude cerrar los ojos bien, puesto a que una pequeña figura lo impidió.
—Hola, ¿Dónde estabas?— cuestionó la niña con su voz malditamente irritante.
—¿Por qué no te pierdes?
—¿Podemos jugar?
—Niña, piérdete, qué irritable eres, lárgate.
La mocosa arrugó su cara, y aunque su piel no era muy blanca, se puso roja. La observé en todo momento, estaba seguro de que lloraría.
—Pero solo quiero jugar— murmuró reteniendo sus lágrimas.
Me quedé sin habla, no sabía el porqué de eso, pero su rostro a punto de llorar generaba algo dentro de mí. Un niño se acercó por detrás de ella, traía a una niña pequeña cargada en sus brazos y otro niño enganchado a su pierna.
No se veía muy grande, pero ya hacía de niñera.
—¿Qué pasa, Dana?— preguntó bajando a la niña de sus manos, mirando solo a Dana.
—Solo quiero jugar con él, pero él no quiere.
—¿Y tu por qué no quieres jugar con mi hermanita?
No supe qué responder, no debía decir mentiras, pero tampoco debía decir la verdad, que no jugaba con mocosos. Me quedé en silencio, el niño que no era más grande que yo estaba al pendiente de los otros tres.
Me preguntaba el porqué ese mocoso cargaba con tres más.
—Es tonto, estúpido— balbuceo el que estaba agarrado de las piernas de mayor. Cuando lo volteé a ver se aferró aún más a este escondiéndose por completo.
—¿Kae, cuantas veces te he dicho que los niños no dicen malas palabras?
—Perdón— respondió en un tono bajo.
Me fijé en la niña que lloraba bajito, me levanté con algo de esfuerzo, me dolía mucho la espalda. Saqué mi trencito de los bolsillos de mi bermuda y se lo ofrecí. Lo tomó con duda, pero lo hizo, me fui antes de que dijera algo.
«★꧁༒☨༒꧂★»
Pasó una semana desde que no fui al parque, mis heridas no dolían tanto y no había dejado de pensar en ella, se me había olvidado su nombre. Pero no su rostro. Ese día me decidí a ir.
Pero no la encontré, ni al día siguiente, ni al siguiente.
Ella no salía de mi mente y era frustrante. No sabía si era solo un capricho o una debilidad, solo quería verla de nuevo.
Hasta que un día la volví a ver, solo que esta vez intenté acercarme. A dos pasos delante de ella me arrepentí, me devolví para irme, pero también me arrepentí. Al final y luego de dudas terminé por acercarme.
—Hola, ¿cómo estás?— pregunté imitando las conversaciones de los adultos.
Ella que estaba sentada me miró y volvió a hacer lo que hacía, me senté sin invitación, su cara estaba roja y algunas lágrimas se le resbalaban.
—¿Qué haces?— pregunté, estaba enterrando algo.
—Mi pollito murió, lo estoy enterrando aquí porque me gustan los parques— reveló, se limpió las lágrimas ensuciándose de tierra.
—Entiendo, ¿cuántos años tienes?
—Cinco dedos— respondió mostrándolos.
No pude evitar reírme, esta hizo una mueca con sus labios muy adorable.
—No te rías.
—¿Cómo te llamas?— pregunté, extrañamente interesado, nunca me había pasado.
—Danya, ¿y tú cuántos años tienes?— ella respondía mientras seguía enterrando al animal.
—Diez.
Continuamos hablando, me había dicho que vivía al frente, con sus hermanos y su madre, pero que pasaba más tiempo con su hermano mayor.
Empezó a agradarme, las voces que me atormentaban se disipaban en su sola presencia.
—No me siento triste porque este muerto —dijo ella, cambiando nuestro tema de conversación—. Estoy feliz porque irá al cielo con la muerte, dice mi hermano que es bonita.
Arrugé mi nariz.
—No debería de decirte eso, te atreves a morirte.
Ella se rio.
Ese día fue el último día en el que la vi y esa fue nuestra última conversación.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro