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Capítulo 14

El calor era abrumador. Había pasado los últimos minutos vagando por la llanura, viendo a mis pies levantar tierra seca con cada paso. El sol de las últimas semanas había avasallado el césped, quemándolo en varias zonas y formando parches amarillos en la kilométrica extensión de verde. Podía sentir su potencia contra mi piel en ese instante, provocando el picor del sudor en mi rostro y en mis hombros.

Decidí buscar refugio en el establo. La estructura de madera guardaba frescura en su interior debido al techo alto de paneles solares y los húmedos costales de heno. Era un poco oscura, así que caminé con cuidado, procurando no tropezar con la hojarasca o alguna herradura. Me detuve frente al compartimiento donde se hallaba Rory y sonreí cuando el caballo relinchó ante mi presencia, echando la cabeza hacia atrás mientras golpeaba el piso con la suela.

—Hola, chico... —susurré, acariciando su hocico—¿Cómo has estado?

Sus enormes ojos negros disponían de una profundidad atípica en aquel ambiente umbroso. No había luz suficiente para que pudieran reflejar algo y su opacidad los hacía parecer mortecinos. Tragué saliva y di un paso atrás, desviando la mirada para examinar el resto del establo.

De repente, el lugar me pareció lóbrego. Una sensación fría con efecto paralizante se extendió desde mi cabeza hasta la punta de los pies, como si acabaran de empaparme con temor. Mis dedos comenzaron a temblar y formé puños con mis manos para detenerlo.

Un agudo chillido penetró el aire y noté que Rory había comenzado a bufar, dando pasos inquietos hacia atrás para retraerse en su compartimiento.

—¿Qué...?

Me ahogué con mis propias palabras al divisar los costales apilados, ya que algo oscuro asomaba por debajo, avanzando con rapidez. Mis ojos tardaron en reconocer que se trataba de una tarántula. Su tamaño asemejaba la palma de una mano y sus patas, largas y elegantes en el más horrífico sentido, realizaban movimientos ligeros que la acercaban a mí.

Al igual que Rory, me eché hacia atrás de forma abrupta, queriendo poner la mayor distancia posible entre el arácnido y yo. Fue entonces que percibí las livianas, pero constantes cosquillas subiendo por mi brazo desnudo. Algo caminaba por mi piel.

Por un segundo, me mantuve inmóvil. No quería verlo, no quería afrontarlo. Mi respiración se aceleró hasta reducirse a unas exhalaciones rápidas y superficiales que alimentaban el pánico en mi pecho.

Fue cuando los pasos llegaron a mi hombro que reaccioné. Lo golpeé con fuerza, barriendo lo que allí se hallaba, y grité con toda la potencia que mis pulmones permitían. Volví a retroceder y mi espalda chocó contra otro cúmulo de paja. Dejé que éste recargara el peso de mi cuerpo ya que mis piernas temblaban, pero descubrí que era un error.

Más tarántulas emergieron de mi soporte, comenzando a trepar por cada centímetro de mi cuerpo. Mis alaridos se tornaron tan violentos que el sonido rasgó mi garganta. Mis manos azotaban cada punto de mí donde sentía escalar las decenas de patas, con tanta fuerza que sentía mi piel dolorida e irritada, mas no me detuve. La desesperación por quitarme las tarántulas de encima era lo único que regía el accionar de mis extremidades.

Mi estómago dio un vuelco y sentí la bilis ascender a mi garganta cuando divisé una de las garrafales arañas ascender por mi pecho. Antes de poder alejarla con uno de mis frenéticos manotazos, su rapidez la llevó a mi cara y se metió dentro de mi boca. Su invasión ensordeció mis gritos y la repulsión activó un torrente de lágrimas que cayeron de mis ojos, empapando mi rostro. Atiné a usar mis dedos para quitarla, mas la tarántula se metió en mi garganta, ahogándome... No podía respirar.

—¡Despierta, maldición! ¡Despierta!

Abrí los ojos, tomando una brusca aspiración por la boca, lo cual me llevó a un ataque de tos. Me senté en la cama, enajenada, y mi cabeza giró en todas direcciones mientras mi vista absorbía lo que había alrededor.

Estaba en el dormitorio de la casa. La llanura resplandecía a través del ventanal y el sofocante calor del sol se filtraba por el cristal, burlándose de mí por haber olvidado encender el aire acondicionado antes de tomar una siesta. Apoyé las manos contras mis sienes y presioné mi cabeza mientras intentaba asimilar lo ocurrido

Una pesadilla. Había sido una pesadilla.

Mi boca no podía producir saliva debido al espanto y a la temperatura elevada en la habitación. Implementé la técnica de respiración recomendada por mi psiquiatra para intentar aminorar la marcha de mi corazón. Inhalé durante cinco segundos, contuve el aire por siete y exhalé por otros cinco. Repetí el ciclo varias veces, aunque sin cerrar los ojos. Temía lo que iba a hallar tras mis párpados.

Reparé en la presencia de Penelope solo cuando fui capaz de recomponerme lo suficiente. Sus grandes ojos fijos en mí reflejaban en su claridad la luz de la habitación.

—Tuve una pesadilla —me apresuré a excusar mi estado de vulnerabilidad, aunque mis palabras apenas pudieron ser inteligibles por la débil articulación.

Ella ahogó una carcajada sarcástica.

—No me digas.

Me levanté de la cama con prisa, peinándome el cabello con los dedos solo para evitar que Penelope viera el temblor en mis manos.

—Iré a buscar algo de beber —enuncié con claridad para demostrar firmeza.

—Prefiero ir yo —lejos de ser amable, su ofrecimiento sonó hostil en la dureza de su tono— Estoy aburrida de estar aquí encerrada.

Una vez que abandonó el dormitorio, me dejé caer en la silla del escritorio expidiendo un trémulo suspiro. Me froté los ojos con fuerza, tratando de espabilarme por completo, ya que aún persistían atisbos de mi pesadilla y la sensación de pequeñas patas cosquilleando mi piel me agobiaba.

Queriendo distraerme, tomé mi teléfono celular para chequear mis mensajes.

Lenon: "Hey, Siberiana. Mira tu cuenta de banco. De nada"

Confundida, obedecí su orden, ingresando a la aplicación del banco donde exponía los datos de mi caja de ahorro. Un jadeo abandonó mis labios ante la sorpresa de descubrir una suma de dinero mayor a la que correspondía. Revisé los movimientos de la cuenta para descubrir que Lenon me había transferido una gran suma.

Moira: "????????¿¿¿¿¿¿¿"

No tenía palabras para expresarme, pues no entendía bien sus intenciones hasta que respondió para explicarlas.

Lenon: "Ayer dijiste que te sentías atrapada allí, sin forma de escapar. Bueno, ahí tienes lo suficiente para un boleto de regreso"

Moira: "Lenon, no puedo aceptarlo"

Lenon: "Sé bien que tu orgulloso trasero no lo acepta, Siberiana. No es un regalo. Considéralo un favor que pronto me tendrás que devolver con otro favor"

Moira: "¿De dónde sacaste el dinero?"

Lenon: "¿Podemos saltearnos esto e ir a la parte donde me agradeces y me dices que soy la persona más asombrosa que conociste?"

Moira: "Te odio"

Lenon: "Yo más"

Volví a ingresar a la aplicación y observé los números en la pantalla hasta que la sensación de libertad al fin deshizo el nudo que llevaba atado en mi pecho desde la revelación de lo sobrenatural. Ahí estaba. Mi oportunidad de huir de aquella locura.

Pero entonces recordé lo que en primera instancia nos había llevado a ese lugar o al menos lo que yo creí. La salud de Dorothy. Ella había estado tan mal y yo tan preocupada por perderla. Sus dolencias físicas y su ánimo habían mejorado considerablemente desde que arribamos a la llanura. No podía abandonarla, sin importar lo mucho que dolía la traición que sentía.

Moira: "No sé si puedo irme. No sé si puedo dejar a mi abuela atrás"

Lenon: "No importa lo que decidas, Siberiana, siempre que sea lo mejor para ti. Pero quédate el dinero por si lo necesitas"

La puerta de la habitación se abrió, llamando mi atención. Annie se asomó, mostrando una sonrisa tentativa.

—¿Puedo pasar?

No quería que lo hiciera, pero era su casa. Yo era la intrusa. Negarle el acceso era grosero y podía evocar la voz de mi madre en mi mente regañándome por la posible impertinencia. Asentí con la cabeza y Annie se adentró en el dormitorio, extendiendo hacia mí un vaso de agua. Lo acepté, murmurando un agradecimiento, y me dediqué a tomarlo.

—Penelope dijo que estabas algo agitada.

—Para nada. Estoy bien. Solo tuve un mal sueño —mentí con firmeza.

Annie asintió como si me creyera y su mirada paseó por el panorama detrás del ventanal, adoptando un aire casual para sus siguientes palabras.

—Puedes hablar conmigo si lo necesitas.

El desdén contorneó mi rostro. Aunque fue una mueca involuntaria, expresó una verdadera respuesta. Ya no confiaba en la sinceridad de Annie, ni en la de Dorothy.

—Bueno, quería ver cómo estabas —se apresuró a agregar ella— Es mejor que vuelva a regar las plantas antes que el sol las machaque.

Llegué al insólito punto de sentirme aliviada cuando Penelope apareció, provocando que Annie finalmente se marchara. Sin embargo, el alivio duró poco. Transcurrió la siguiente media hora sumiéndonos en la incomodidad compartida, tratando de ignorar la presencia de la otra y fallando en reprimir suspiros o bufidos que expresaban con mayor claridad que cualquier enunciado las pocas ganas que teníamos de estar en compañía de la otra.

Destruida mi guitarra, quedó arruinado el único nexo que nos llevaba a tolerarnos. Todavía podía acudir a mi bajo, pero era muy doloroso para mí en ese momento siquiera abrir un estuche.

—Así que... —dejé mi celular en el escritorio, ya que me había hastiado lo suficiente para anular su función distractora— ¿Dónde está Justin?

Una de sus cejas rubias se arqueó, elevándose con elegancia.

—¿Te importa?

El veneno en su tono fue diferente al habitual. Reconocí la cadencia de los celos y procuré refrenar una sonrisa.

—Justin está tan cerca de importarme como lo está Neptuno del sol.

La palidez anormal de Penelope era una propiedad jamás alterada, no obstante, sus mejillas se cubrieron por primera vez de un leve tinte rosado que me dejó un poco asombrada mientras su mirada se encendía con el calor del desprecio.

—Eres patéticamente insolente como todo humano—escupió— Justin nos condena a la reclusión en esta maldita casa solo por ti, ¿y eso es lo que tienes para decir sobre él?

El enojo fluyó de mi pecho como un rabión, inundando mi voz.

—Oh, lo lamento. Estoy tan agradecida con ustedes por sentarse conmigo unas horas y volverme más miserable de lo que ya soy aquí.

—¿Sabes qué? —Penelope giró con brusquedad sobre su eje— Yo no tengo la obligación de hacer esto. No me interesa.

Se esmeró en dar un buen portazo al salir del dormitorio. Apreté los puños, tensando la mandíbula para controlar los residuos de tensión dejados por la rabia y, finalmente, exhalé, relajando los músculos.

Ella no valía mi tiempo. Ninguno de los dos lo valía.

Volví a centrarme en el teléfono, apoyé el codo en el escritorio y la mejilla en mi mano mientras revisaba algunos perfiles de redes sociales. La tarea no resultaba particularmente entretenida y, en cuanto divisé otra foto de un chico mostrando sus bíceps en el espejo de un gimnasio, el aburrimiento me llevó a resoplar.

El vaho se elevó en el aire, ondulando frente a mis ojos. Al principio no distinguí su origen, hasta que noté su movimiento sincronizado a mi respiración. Imposible. Estaba expidiendo el halito característico de temperaturas bajas, aun cuando cuarenta grados calcinaban las partículas del aire.

Confundida, me enderecé en el asiento y soplé en mi mano. La brisa gélida azotó mi palma, enviando escalofríos por mi espalda.

El frío llegó repentino y acometedor. El cambio fue tan brusco como en un paseo por la ciudad en tardes de verano, al ingresar a una tienda con aire acondicionado y abandonar el asfixiante calor exterior. Pero nunca, hasta ese momento, había experimentado una sensación fría similar. No erizó los pelos de mi piel, no caló profundo. Simplemente se asentó a mi alrededor, una compañía macabra.

—¡Ayuda! ¡Annie!

Gritos estallaron en las inmediaciones de la casa y en cuanto mi vista se posó en el ventanal, mi respiración se detuvo.

Niebla gris, espesa y oscura, se arremolinaba a pocos metros del suelo, como una nube solitaria que se había acercado inusualmente a la tierra. Mis ojos, amplios debido al espanto, la escudriñaron hasta detectar hebras plomizas despegándose de ella y caer hacia el suelo como rayos delgados.

Los alaridos del exterior se volvieron más potentes, quebrando mi estupor y devolviéndome la movilidad. Salté del asiento y mis pies golpearon el piso mientras corría al ventanal. La porción de niebla oscura se agitaba, su opacidad contrastando con el celeste cielo iluminado por el sol. Me abracé a mí misma, tratando de retener el poco calor restante en mi cuerpo.

Penelope apareció a mi lado, la comisura de sus labios curvadas con malicia. Su larga uña quedó al descubierto mientras arqueaba su dedo índice para señalar la neblina.

—¿Sabes qué es eso?

Negué con la cabeza, incapaz de hablar.

—Esa... —indicó, justo antes de desaparecer— Esa es la muerte.

Fue entonces que mis ojos descendieron a tierra. El cuerpo de Rory yacía inerte en medio de la llanura. Su inmaculado pelaje se hallaba manchado de barro y su tamaño se apreciaba enorme, sus patas extendidas, sus ojos marchitos, como si se tratara de un inmenso juguete. Como si ya no quedara rastro alguno de la vida que portaba.

Fred, Annie y Dorothy daban vueltas frenéticas alrededor del caballo, tratando de buscar una solución, tratando de salvarlo. Pero no había manera.

Estaba muerto.

Lentamente, di unos pasos atrás. No hallaba mi capacidad de pensar, mi cerebro, en su estado de alerta ante un peligro inminente, enviaba instrucciones a mi cuerpo precisas para huir.

Abrí el armario, sacando toda mi ropa, tirándola encima de la cama. Luego, metí todo dentro de mi maleta. Las camisetas y pantalones formaban bollos, mas no me importó. Los comprimí junto a mi calzado y otras pertenencias que había llevado a esas infernales vacaciones.

Busqué en la página web de la aerolínea vuelos a mi ciudad, un poco desalentada, sabiendo que era un destino de baja demanda y, por lo tanto, de poca oferta. Sin embargo, descubrí un vuelo programado para la mañana siguiente. La coincidencia cementó en mi mente la idea de que aquella era la decisión correcta y compré los boletos con el dinero que Lenon me había enviado más temprano.

Resonó en mi mente la posibilidad de que, si anunciaba mi partida, los demás harían lo posible por evitarla, así que no podían enterarse. Sabiendo que debía escapar a hurtadillas en cuanto el sol se ocultara, llamé a la única compañía de taxis que tenía el pueblo, reservando uno para esa misma noche. Escondí la maleta en el armario con mi bajo y los restos de mi guitarra. Me senté en el borde del colchón, dando la espalda al ventanal.

Y esperé.

El colosal cuerpo de Rory obligó a todos a ausentarse en la hora de la cena, pues cavar una fosa lo suficiente profunda para enterrarlo resultó ser una labor extensa. Cuando el taxi estacionó en la entrada, nadie lo vio. Arrastré mi bolso por el porche hasta que el conductor lo colocó dentro del maletero y luego corrí escaleras arriba para tomar mis estuches, los cuales también fueron preservados para el viaje.

Abrí la puerta del coche y me situé en el asiento trasero. Antes de volver a cerrarla, volví mi mirada a la casa.

La multitud de estrellas disgregadas como pinceladas en un lienzo nocturno brillaban con el vigor fortalecido por la llanura. Recordé la primera noche allí, cuando esa vista había apelado a mi sentimentalismo y había inspirado maravilla en mi corazón. En ese momento, la hermosura me resultaba aterradora.

Di un portazo discreto, carraspeé y le indiqué al taxista que mi destino era el aeropuerto.

En cuanto las ruedas comenzaron a moverse en el camino, mis preocupaciones me llevaron a albergar un fastidioso sentimiento de culpa. Me obsesioné con las escuetas palabras que había dejado plasmadas en una nota sobre mi colchón, preguntándome una y otra vez si habían sido las correctas.

Abue:

Volveré a casa. Lo siento, no quiero esto. He tratado de entender todo este tiempo, trata de entenderme tú a mí. Te quiero.

La casa se volvía un punto oscuro en el horizonte detrás de mí. Me pregunté cuánto tardarían en notar mi ausencia. Probablemente, Justin sería el primero en hacerlo, ya que su turno de guardia empezaba en pocos minutos. No obstante, yo no me enteraría. Tenía el teléfono apagado para evitar sus llamadas y pretendía mantenerlo de esa forma hasta llegar al aeropuerto para imprimir mi boleto.

El taxi condujo a través del pueblo, dejando atrás las pequeñas tiendas que se habían vuelto mi entretenimiento esas semanas.

—¿Te molesta si pongo algo de música? —el conductor me miró a través del espejo retrovisor, sus dedos ya estaban acariciando el botón de encendido en el estéreo.

Espiré un largo suspiro y dejé caer mi cabeza contra el respaldo del asiento.

—No. Por favor, pon música. 

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