Capítulo 12
Extraño. Como si un minúsculo pedazo mi corazón hubiera sido arrancado, el dolor era tenue, mas tronaba en el vacío de mi pecho hasta humedecer mis ojos. Sin embargo, no lloré. Bajo el agua caliente de la ducha, respiré profundo varias veces y obligué a mi mente a centrarse en cualquier cosa, menos en las múltiples preocupaciones que intentaban asediarme.
Mis pies hicieron contacto con el sueño del baño y me estremecí, el frío de las baldosas propagándose con facilidad por el resto de mi cuerpo. Limpié el vidrio empañado para enfrentar mi imagen en el espejo y suspiré de alivio al descubrir que no lucía tan demacrada como esperaba.
Pequeñas estelas de claridad que se expandieron por mi cerebro hasta iluminar la nueva información adquirida y proporcionarme una perspectiva resolutiva.
—Puedo con esto —murmuré, todavía observando mi reflejo— Puedo con lo que sea.
La ansiedad aún comprimía mi garganta como un nudo, pero la ignoré mientras cepillaba mi cabello. Me vestí con rapidez, aunque dediqué bastante tiempo a maquillar mi rostro para tapar cualquier rastro de vulnerabilidad e impotencia. Utilicé el tono de colorete y labial que reservaba para nuestros shows en vivo, intenso para ser apreciado incluso en la penumbra, y marqué un delineado grueso alrededor de mis ojos.
Mis pies ya no se arrastraban como había sucedido desde la revelación, la desazón ya no entumecía mi cuerpo, sino que mis pasos eran firmes y sonaban mientras transitaba el pasillo y bajaba las escaleras.
—Al fin despiertas, estrella de rock.
La voz áspera de Justin retumbó en la cocina. Sentado en una silla, su espalda erguida contra el respaldo, músculos tiesos como si no tuvieran flexibilidad, su atención fija en el paisaje enmarcado por la ventana hasta que me acerqué a él y sus ojos me hallaron. La expresión sombría en su rostro no se alteró cuando le sonreí.
—Déjame adivinar... Hoy te toca cuidarme —me burlé.
Sus ojos, ya entornados, se estrecharon aún más hasta volverse rendijas. Todavía mostrando una sonrisa, abrí el refrigerador y saqué el plato de comida que habían dejado para mí.
Había pasado gran parte de la mañana de pie frente al ventanal, esperando ver a Dorothy, Annie y Fred abandonar la casa antes de visitar la planta baja. Me incomodaba la idea encontrarme con alguno de ellos. Simplemente, no me apetecía estar en su presencia.
Me senté en la silla situada frente a Justin y lo observé, esperando que el almuerzo se calentara en el microondas. Él sostuvo mi mirada, su entrecejo frunciéndose más a cada segundo transcurrido.
—¿Dónde está Penelope? —mi tono sonó más débil de lo que pretendía, por lo que aclaré mi garganta— Creí que ella era la encargada de vigilarme durante el día.
No me respondió. Desvió su mirada hacia la ventana y el velo taciturno volvió a nublar sus ojos, delatando que su mente se encontraba lejos de allí.
Admiré su perfil. Sus rasgos eran muy parecidos a los de Penelope, por eso había sido fácil para mí creer que estaban emparentados. Mejillas huecas le daban ángulo a su rostro, barbilla recta igual que su nariz. Piel pálida, labios agrietados, ojeras...
—Tu comida —el sonido de su voz me sorprendió.
Parpadeé varias veces, rompiendo la concentración que había estado dedicando a admirarlo y centrándome en sus palabras. Noté que el microondas ya había calentado mi porción, a pesar de que no oí el pitido, así que retiré el plato y volví a tomar asiento para comenzar a comer.
—Debes hablar con Dorothy.
Una vez más, su declaración me impactó, pero esa vez se debió a su contenido.
—¿Qué?
—Debes sugerirle lo que dijiste sobre contactar a los ángeles.
—Ah... —balbuceé— Bueno, yo... En realidad, no sé si era una buena idea...
—Es mejor que nada.
La alusión a que no había un plan sólido para enfrentar el peligro inminente aumentaba mi ansiedad. De repente, sentí que las paredes de la cocina empezaban a girar justo antes de cerrarse sobre sí mismas, listas para aprisionarme.
—Necesito salir de aquí —anuncié murmurando.
Tres aprehensivos surcos arrugaron la frente de Justin.
—No puedes.
La desesperación me llevó a rogar.
—¡Por favor! No puedo abandonar la casa sin ti y quizá desaparezcas de nuevo de un momento a otro y no sé cuándo tendré la oportunidad de salir de nuevo y no podré soportar...
—Ya, cierra la boca —me interrumpió, exasperado —¿A dónde piensas ir?
—Al pueblo. Solo al pueblo está bien.
Él resopló, pero asintió y prometió que haríamos una rápida visita al pueblo si terminaba mi almuerzo.
Cuando abandoné la casa una hora más tarde, el incisivo sol que bañaba de luz la llanura brilló ante mi vista, cegándome por un breve instante. Parpadeé varias veces y enfoqué la mirada en el lejano horizonte, en las demarcadas siluetas de árboles y arbustos.
Justin exigió conducir y yo me acomodé en el asiento de acompañante, sintiendo el malestar en mi interior aminorar por cada metro que nos alejábamos de la casa. En cuanto tomamos el sendero de tierra, bajé la ventanilla y saqué la cabeza por la ventana, por lo que el viento golpeaba mi rostro y hacía volar mi cabello.
La ferocidad de las ráfagas hizo que mi mente se trasladara a la gira por la costa que habíamos hecho con la banda dos veranos atrás. Cerré los ojos, viendo las bravas olas detrás de mis párpados. En aquel refugio mental me sentía segura, así que procuré sumergirme en él la mayor parte del viaje, hasta que las paredes ilusorias se vinieron abajo y me dejaron expuesta nuevamente a la realidad.
—¿Alguna vez has ido a la playa? —pregunté de forma abrupta, mi voz viajando en el viento al interior de la camioneta, directo a los oídos de Justin.
—Es una fuente inagotable de trabajo —murmuró él.
Estreché los ojos para observarlo con intriga, pero me abstuve de interrogarlo, sabiendo que no obtendría respuestas esclarecedoras de su parte. Volví la cara al viento.
—Yo fui dos veces —comencé a relatar— Cuando era niña mis padres me llevaron a conocer el mar, pero no recuerdo mucho. Sin embargo, dos años atrás, la banda logró trasladar nuestra gira de verano a la costa. Fue maravilloso —inhalé profundamente, notando el olor a hojas secas y tierra arenosa— Adoro el viento de la playa, en especial por la noche, es de mis cosas favoritas junto al sonido de las olas... Oh, y todas esas caracolas en la arena...
Volví a mirar a Justin, quien apretaba el volante con tanta fuerza como ceñía sus labios, mas no mostraba un ceño fruncido. No estaba irritado, me estaba escuchando.
—Era hermoso —declaré— E impetuoso... Recuerdo haber pensado: "¿De dónde salió tanta belleza?" Supongo que... que de alguna manera, me hizo preguntarme si Dios existía.
Los rasgos de Justin se relajaron y parpadeó detrás de sus anteojos de sol. Sus largas pestañas se sacudieron varias veces.
—¿Alguna vez lo has visto? —mi voz era más débil que un susurro— Es decir, ¿alguna vez has visto a Dios?
Lento, Justin negó con la cabeza.
—Entonces.. ¿Cómo sabes que está ahí? —interrogué.
Él me miró de soslayo.
—¿Estás teniendo otra crisis de escepticismo? Porque creí que las cosas habían quedado claras después del incidente en la laguna.
Me abracé a mí misma, tomando una postura defensiva.
—Esto no es fácil para mí, ¿sabes?
Justin se encogió de hombros.
—Supongo que no. Libre albedrío y todo eso... Los humanos tienen que tomar sus propias decisiones, incluso si se trata de creer o no.
Detecté un leve temblor en su voz, como si hallara turbador el prospecto del libre albedrío.
—Tú... ¿No tomas tus propias decisiones? —inquirí.
—Fui creado para cumplir una tarea específica, todas mis acciones están regidas por esa finalidad, no pierdo tiempo con nimiedades —el orgullo era audible en sus palabras— No pierdo el tiempo haciéndome preguntas inútiles. Dios existe. El diablo también. Es un hecho, lo sé y ya. No hay nada por cavilar.
Sentí una punzada de envidia por su seguridad. Miré por la ventana de nuevo, gravilla comenzaba a poblar el camino y la escuché crujir bajo los neumáticos. Las primeras tiendas del pueblo aparecieron y me erguí en el asiento, lista para saltar del vehículo en cuanto se detuviera.
—Estaré aquí afuera —anunció Justin, viéndome emprender marcha hacia la tienda.
—Buenas tardes, Moira —Janks, el cajero, me saludó mostrando una sonrisa radiante que repliqué.
—Hola, señor Janks.
Deambulé por los pasillos, tomándome mi tiempo para examinar cada hilera de productos. En realidad, no necesitaba artículo alguno, pero tomé un paquete de toallas higiénicas y algunas chucherías para disimular. Cuando llegué a la caja, ya había pasado unos veinte minutos y aún no era suficiente para distraer mi mente. Por mucho que intentaba enfocarme en el momento, mis pensamientos seguían regresando a la casa y a los tormentos que había vivido en ella, como si no pudiera escapar de ellos solo alejándome físicamente.
El señor Janks me sonrió mientras anotaba mis compras en su libreta.
—¿Una cita? —aventuró, señalando con su barbilla el ventanal que daba a la calle, donde Justin me esperaba apoyado contra la camioneta.
Me apresuré a negar con la cabeza.
—No, no. Para nada.
—Ajam...
El hombre no parecía convencido, probablemente por el exceso de maquillaje que yo llevaba puesto ese día. Me limité a soportar en silencio la ofensa que significaba ser relacionada con Justin de aquella forma, aunque cuando emergí de la tienda, lo expresé con amargura.
—El señor Janks pensó que estábamos en una cita.
Sus ojos seguían bloqueados por los anteojos de sol, mas la mueca de asco que torció su boca fue demasiado expresiva. Sentí una punzada en mi estómago, como un duro golpe directo a mi orgullo. Quise insultarlo para devolverle el agravio, pero él habló primero.
—Humanos y su vacío existencial que buscan llenar con algo tan inocuo como el... "amor".
Entonces entendí que su rechazo no era dirigido hacia mí, sino hacia el concepto del romance.
—Bueno, Justin, creo que al fin estamos de acuerdo en algo —respondí.
—He leído tu libreta —la voz fría de Justin me acusó— Las canciones que escribes. Tú también hablas sobre ello... Amor.
Quise negar con la cabeza, pero terminé sacudiéndola con tanta fuerza que el gesto resultó incriminatorio.
—No es real. Es solo... Son solo canciones.
Aunque, de alguna forma, sentí que mis palabras eran una mentira. En el plano material jamás me había sentido enamorada, ni siquiera vehemente atraída hacia otra persona. Pero en mis sueños, cada vez que él aparecía para pronunciar mi nombre y sonreírme...
Mis canciones de amor nacieron por un fantasma y por ningún motivo iba a revelarle eso.
—¿Podemos pasar por la casa de té? —sugerí, cambiando de tema— O tienes algo que hacer... —titubeé, notando que Justin observaba su reloj pulsera.
Él negó con la cabeza.
—Hay tiempo hasta el atardecer.
Caminamos pocos metros hacia la casa de té. Su estructura delataba que antaño había servido como iglesia en el pueblo, techo alpino de piedra disponía el blanco frente puntiagudo. Si prestaba atención, podía discernir dónde había estado pegada la cruz, ya que el óxido de la misma había impregnado un contorno que las capas de pinturas no podían ocultar. Lo único relativamente nuevo era el letrero que anunciaba la pastelería.
—¡Hola! —saludé a la joven barista.
Ella me sonrió, aunque sus ojos estaban fijos en Justin y el desconcierto luchaba por moldear su alegre expresión. Aquella era una comunidad pequeña, cualquier persona nueva destacaba como un color estridente en un lienzo gris. Yo misma había sido objeto de escrutinio la semana en que arribé allí.
Expedí mi orden y luego me giré para enfrentar a Justin, pero él ignoró las miradas expectantes que la barista y yo le dirigimos.
—Oh... —balbuceé— Eh... Eso es todo —concluí mi orden.
La chica prendió la máquina de café y su ruido camufló las palabras que dije cuando ella cruzó la puerta corrediza a la cocina para empaquetar mis pasteles.
—Tú no comes, ¿verdad?
Justin lo confirmo con un asentimiento y me sentí un poco avergonzada por mi ignorancia.
—Entonces, ¿cómo vives? —interrogué— Es decir, tienes un cuerpo físico, puedo verlo y tocarlo, ¿cómo es que no necesitas comida?
—No es un cuerpo humano. Es simplemente la forma sólida de mi esencia.
—Ah, claro.
Intenté lucir desinteresada, tal como hacía en cualquier situación que me incomodara, pero el asunto en cuestión era demasiado foráneo, por lo que carraspeé y me crucé de brazos, clavando la mirada en los pasteles exhibidos.
Entonces lo sentí.
Nació en mi pecho, como una repentina explosión de energía, y retumbó en mis huesos, el eco reverberando hasta llegar a mi cerebro con un mensaje tan claro como si se hubiera expresado en palabras: tenía que volver a la casa. La sensación era imperante, imponente. Incluso sentí el tirón en mis músculos, que se alistaron para caminar en dirección a la salida. Mis manos se aferraron al borde de la mesada y lo apreté con tanta fuerza que, si no hubiera mordido mis uñas hasta las cutículas horas antes, se hubieran roto en ese instante.
—Justin —murmuré, sin ocultar la agitación en mi voz que revelaba mi miedo.
Él se puso alerta enseguida, ojos intensos dedicándome toda su atención.
—¿Qué pasa?
—Siento... Siento algo. Es como si... —el impulso se volvió demasiado fuerte para resistirlo, así que solté la madera pulida— ¡Tenemos que irnos ahora! —urgí.
Sin cuestionarme, Justin sujetó mi codo y me arrastró hacia la puerta, abriéndola con brusquedad antes de empujarme al exterior. Él se quedó en el umbral y ladeó la cabeza, frunciendo el ceño en concentración, como si intentara oír un sonido lejano. Segundos más tarde, su postura se relajó y abandonó la casa de té, volviendo a mi lado.
—No hay nada. No hay ninguna presencia demoníaca aquí —informó.
Sus palabras infundieron calma en mí, mas la urgencia de regresar a la casa seguía creciendo.
—No sé porqué, pero tenemos que volver —repetí.
Asintió una vez y siguió mis pasos apresurados a la camioneta. Su presencia detrás de mí era inusualmente cálida, un halo de protección irradiando de él y envolviéndome, aplacando mi angustia.
Las ruedas chillaron, levantando gravilla por el camino mientras el vehículo avanzaba con rapidez. Froté mis manos, viendo al pueblo alejarse por el espejo retrovisor hasta volverse un trazo en el horizonte.
—¿Los oíste? —le pregunta de Justin sonó por encima del ruido del motor— A los ángeles.
—No los oí, pero algo así. Es decir... No oí voces, pero sabía lo que querían de mí.
Al detener la camioneta frente a la casa, detecté de inmediato a Dorothy sentada en el porche. Tragué saliva y me hundí en el asiento. No tenía deseos de enfrentarla, menos en aquel nervioso estado. Tampoco quería alejarme de Justin, si no estaba cerca, iba a sentirme indefensa...
La comprensión repentina de mi preferencia por la compañía de Justin a la de mi abuela me apaleó lo suficiente para darme el valor de tomar el manillar y lanzarme fuera de la camioneta, casi tropezando con mis propios pies al aterrizar en el suelo.
Dorothy se puso de pie al verme, mostrando una sonrisa cautelosa.
—Hola, niña.
Ignorándole, me giré para cerrar la puerta y me sobresalté al encontrar el asiento del conductor vacío. Justin había desaparecido.
—Ven aquí, tengo limonada —me llamó mi abuela.
Disfrazando un suspiro tembloroso como un bufido, subí los escalones del porche concentrada en la pintura descascarada de la madera para evitar la mirada de Dorothy. Me dejé caer a su lado, sabiendo que el suave cojín contendría el impacto.
—Sé que tienes mucha información que digerir. Entiendo que es difícil para ti, Moira.
No respondí. Continué observando la llanura, el terreno desierto me permitía discernir un caballo y su jinete galopando a toda prisa, aunque se hallaban a varios kilómetros de distancia.
—Puedes hablar conmigo —prosiguió Dorothy— Puedes preguntarme lo que sea.
Me encogí de hombros.
—No tengo preguntas.
Mentía. Lo único que tenía eran remolinos de preguntas en mi cabeza provocando estragos en mi percepción de la realidad, pero no iba a demostrar mi inquietud frente a ella.
Como una nota que atraviesa la escala desde el tono más agudo al más grave, la angustia de mi impresión se fue transformando en una melodía más conocida, el enojo. Annie, Fred y Dorothy me habían engañado. Prefería enfocarme en el resentimiento porque era más fácil de asimilar que el resto de las emociones atribuladas en mi interior.
—Moira —oí el tono severo de Dorothy— No puedes cerrarte ahora. Tienes que hablar con alguien...
—Hablé con Justin. Sé todo lo que tengo que saber—declaré, tajante— Por ejemplo, que no podré volver a casa.
—No es para siempre. En cuanto descubramos la forma de mantener alejados a los Emisarios, podrás volver a tu vida normal.
—¿Y qué tan cerca estamos de descubrir esa forma, eh? —el volumen de mi voz aumentó para acentuar mi aspereza— Porque me han acechado desde que tengo memoria, por veintidós años ¡Veintidós! No parece que quieran irse pronto.
—Pero ahora es diferente. Ahora conoces la verdad, ahora sabes qué hacer. Es cuestión de descubrir tu propósito.
Apreté mis labios intentando abstenerme de preguntar, sin embargo, la urgencia por entender de lo que hablaba fue más grande.
—¿Mi propósito? —repetí, dubitativa— ¿Qué propósito?
—Como muchas otras personas, tú tienes propósito en esta tierra. Eres una escogida de Dios, Él tiene un destino fijado para ti. Una vez que sepas de lo que se trata y lo cumplas, esto acabará.
La conmoción de aquella revelación fue como un golpe que me quitó el aire y me obligó a aspirar por la boca. Sí había una solución. La esperanza se encendió en mi pecho como una luz, generando descargas eléctricas en los latidos de mi corazón.
—Es decir, si descubro mi propósito y lo cumplo, ¿los demonios van a dejarme en paz?
—Bueno, nunca van a dejarte por completo, porque todos los humanos tienen pequeños propósitos que cumplir todos los días y contra los cuales los demonios luchan, pero todas las manifestaciones demoníacas que provienen de tu propósito más grande, como las pesadillas y los ataques directos, sí van a terminarse.
Asentí con lentitud, mis ojos aún centrados en el caballo que continuaba su marcha al establo, cargando con Fred en su lomo y, por un breve instante, me vi a mí misma en su posición y pude sentir el viento soplando en mi rostro como lo había hecho en la camioneta, augurando libertad.
—Está bien. Voy a hacerlo —anuncié con determinación— Voy a contactarme con los ángeles, voy a preguntarles cuál es mi propósito y, por fin, voy a volver a casa.
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