Visitamos en Emporio de Gnomos (2/2)
(Lyra Black)
—¡Estúpida hija de Afrodita!—Gritó Medusa.
Pero yo había sido más inteligente y había escalado hasta encima del techo (no preguntes, sólo gózalo)
Saben qué.
¡Percy ahí te encargo! Tu eres el prota en este CAP.
(Percy Jackson)
—¿De verdad quieres ayudar a los dioses? —me preguntó Medusa—.¿Entiendes qué te espera en esta búsqueda insensata, Percy? ¿Qué te sucederá si llegas al inframundo? No seas un peón de los Olímpicos, querido. Estarás mejor
como estatua. Sufrirás menos daño. Mucho menos.
—¡Percy! —Detrás de mí oí una especie de zumbido, como un colibrí de
cien kilos lanzándose en picado. Grover gritó—: ¡Agáchate!
Me di la vuelta y allí estaba Grover en el cielo nocturno, llegando en picadobcon sus zapatos alados, con una rama de árbol del tamaño de un bate de béisbol.
Tenía los ojos apretados y movía la cabeza de lado a lado. Navegaba guiándose
por el oído y el olfato.
—¡Agáchate! —volvió a gritar—. ¡Voy a atizarle!
Eso me puso por fin en acción. Conociendo a Grover, seguro que no le acertaría a Medusa y me daría a mí. Así pues, me arrojé hacia un lado.
¡Zaca! Supuse que sería el sonido de Grover al chocar contra un árbol, pero
Medusa rugió de dolor.
—¡Sátiro miserable! —masculló—. ¡Te añadiré a mi colección!
—¡Ésa por el tío Ferdinand! —le respondió Grover.
Me escabullí en cuclillas y me oculté entre las estatuas mientras Grover se
volvía para hacer otra pasadita. ¡Tracazás!
—¡Aaargh! —aulló Medusa, y su melena de serpientes silbaba y escupía.
—¡Percy!:—dijo la voz de Annabeth junto a mí.
Di un respingo tan grande que casi tiro un gnomo de jardín con un pie.
—¡Por Dios! ¡No puedes fallar! —Annabeth se quitó la gorra de los Yankees
y se volvió visible—. Tienes que cortarle la cabeza.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loca?
Larguémonos de aquí.
—Medusa es una amenaza. Es mala. La mataría yo misma, pero… —tragó
saliva, como si le costase admitirlo— pero tú vas mejor armado. Además, nunca conseguiría acercarme. Me rebanaría por culpa de mi madre. Tú… tú tienes una oportunidad.
—Lo haría yo—Dijo Lyra haciendo acto se presencia a mi lado—Pero el prota de ésta telenovela eres tú
—¿Qué? Yo no puedo…
—Mira, ¿quieres que siga convirtiendo a más gente inocente en estatuas?—Señaló una pareja de amantes abrazados, convertidos en piedra por el
monstruo.
Annabeth agarró una bola verde de un pedestal cercano.
—Un escudo pulido iría mejor. —Estudió la esfera con aire crítico—. La
convexidad causará cierta distorsión. El tamaño del reflejo disminuirá en una
proporción…
—¿Quieres hablar claro?
—¡Eso hago! —Me entregó la bola—. Bueno, ten, mira al monstruo a través del cristal, nunca directamente.
—¡Eh! —gritó Grover desde algún lugar por encima de nosotros—. ¡Creo que está inconsciente!
—¡Groaaaaaaar!
—Puede que no —se corrigió Grover. Se abalanzó para hacer otro barrido
con su improvisado bate.
—Date prisa —me dijo Annabeth—. Grover tiene buen olfato, pero al final
acabará cayéndose.
Saqué mi boli y lo destapé. La hoja de bronce de Anaklusmos salió disparada. Seguí el ruido sibilante y los escupitajos del pelo de Medusa.
Mantuve la mirada fija en la bola de cristal para ver sólo el reflejo de Medusa, no el bicho real. Cuando la vi, Grover llegaba para atizarla otra vez con el bate, pero esta vez volaba demasiado bajo. Medusa agarró la rama y lo apartó de su trayectoria. Grover tropezó en el aire y se estrelló contra un oso de piedra con un doloroso quejido.
Medusa iba a abalanzarse sobre él cuando grité:
—¡Eh! ¡Aquí!
Avancé hacia ella, cosa que no era tan fácil, teniendo en cuenta que sostenía una espada en una mano y una bola de cristal en la otra. Si la bruja cargaba, no me sería fácil defenderme. Sin embargo, dejó que me acercara: seis metros,
cinco, tres…
Entonces vi el reflejo de su cara. No podía ser tan fea. Aquel cristal verde
debía de distorsionar la imagen, afeándola incluso más.
—No le harías daño a una viejecita, Percy —susurró—. Sé que no lo harías.
Vacilé, fascinado por el rostro que veía reflejado en el cristal: los ojos, que
parecían arder a través del vidrio verde, me debilitaban los brazos.
Desde el oso de cemento, Grover gimió:
—¡No la escuches, Percy!
Medusa estalló en carcajadas.
—Demasiado tarde.
Se me abalanzó con las garras por delante.
Yo le rebané el cuello de un único mandoble. Oí un siseo asqueroso y un silbido como de viento en una caverna: el sonido del monstruo desintegrándose.
Algo cayó al suelo junto a mis pies. Necesité toda mi fuerza de voluntad para no mirar.
Noté un líquido viscoso y caliente empapándome el calcetín, pequeñas
cabecitas de serpiente mordisqueando los cordones de mis zapatillas.
—Puaj, qué asco —dijo Grover. Aún seguía con los ojos bien cerrados, pero
supongo que oía al bicho borbotear y despedir vapor—. ¡Megapuaj!
Annabeth se materializó a mi lado con la mirada vuelta hacia el cielo.
Sostenía el velo negro de Medusa.
—No te muevas —dijo.
Con mucho cuidado, sin mirar abajo ni un instante, se arrodilló, envolvió la
cabeza del monstruo en el paño negro y la recogió. Aún chorreaba un líquido verdoso.
—¿Estás bien? —me preguntó con voz temblorosa.
—Sí —mentí, a punto de vomitar mi hamburguesa doble con queso—. ¿Por
qué… por qué no se ha desintegrado la cabeza?
—En cuanto la cercenas se convierte en trofeo de guerra —me explicó—,como tu cuerno de minotauro. Pero no la desenvuelvas. Aún puede petrificar.
Grover se quejó mientras bajaba de la estatua del oso. Tenía un buen moratón
en la frente. La gorra rasta verde le colgaba de uno de sus cuernecitos de cabra y
los pies falsos se le habían salido de las pezuñas. Las zapatillas mágicas volaban
sin rumbo alrededor de su cabeza.
—Pareces el Barón Rojo —dije—. Buen trabajo.
Sonrió tímidamente.
—No me ha molado nada. Bueno, darle con la rama en la cabeza sí ha molado, pero estrellarme contra ese oso no.
Cazó las zapatillas al vuelo y yo volví a tapar mi espada. Luego regresamos al almacén.
Encontramos unas bolsas de plástico detrás del mostrador y envolvimos varias veces la cabeza de Medusa. La colocamos encima de la mesa en que habíamos cenado y nos sentamos alrededor, demasiado cansados para hablar. Al final dije:
—¿Así que tenemos que darle las gracias a Atenea por este monstruo?
Annabeth me lanzó una mirada de irritación.
—A tu padre, de hecho. ¿No te acuerdas? Medusa era la novia de Poseidón. Decidieron verse en el templo de mi madre. Por eso Atenea la convirtió en
monstruo. Ella y sus dos hermanas, que la habían ayudado a meterse en el
templo, se convirtieron en las tres gorgonas. Por eso Medusa quería hacerme
picadillo, pero también pretendía conservarte a ti como bonita estatua. Aún le
gusta tu padre. Probablemente le recordabas a él.
—¡Poseidón violó a Medusa!—Explotó Lyra—Tú dices lo que te cuadra, ¿No Annabeth? ¡Los estúpidos dioses siempre distorsionan la historia y sus hijos se la creen! Atenea culpó a Medusa en vez de a Poseidón, ¿O se te olvida que Medusa era sacerdotisa de tu madre?
Me ardía la cara y a Annabeth igual. Lyra apretó los puños.
—Los espero afuera
—Vaya, así que ha sido culpa mía que nos encontráramos con Medusa.
Annabeth se irguió e imitó mi voz en falsete:
—«Tan sólo es una foto, Annabeth. ¿Qué daño puede hacernos?»
—Vale, vale —respondí—. Eres imposible.
—Y tú insufrible.
—Y tú…
—¡Eh! —nos interrumpió Grover—. Me estáis dando migraña, y los sátiros
no tienen migraña. ¿Qué vamos a hacer con la cabeza?
Miré el bulto. De un agujero en el plástico salía una pequeña serpiente. En la
bolsa estaba escrito: «cuidamos su negocio.»
Me enfadé, no sólo con Annabeth o su madre, sino con todos los dioses por
aquella absurda misión, por sacarnos de la carretera con un rayo y por habernos
enfrentado en dos grandes batallas el primer día que salíamos del campamento.
A ese ritmo, jamás llegaríamos a Los Ángeles vivos, mucho menos antes del solsticio de verano.
¿Qué había dicho Medusa? «No seas un peón de los Olímpicos, querido. Estarás mejor como estatua. Sufrirás menos daño. Mucho menos.»
Me puse en pie.
—Ahora vuelvo.
—Percy —me llamó Annabeth—. ¿Qué estás…?
En el fondo del almacén encontré el despacho de Medusa. Sus libros de
contabilidad mostraban sus últimos encargos, todos envíos al inframundo para
decorar el jardín de Hades y Perséfone. Según una factura, la dirección del
inframundo era Estudios de Grabación El Otro Barrio, West Hollywood, California. Doblé la factura y me la metí en el bolsillo.
En la caja registradora encontré veinte dólares, unos cuantos dracmas de oro
y unos embalajes de envío rápido del Hermes Nocturno Express. Busqué por el
resto del despacho hasta que encontré una caja adecuada.
Regresé a la mesa de picnic, metí dentro la cabeza de Medusa y rellené el
formulario de envío.
Los Dioses
Monte Olimpo
Planta 600
Edificio Empire State
Nueva York, NY
Con mis mejores deseos, Percy Jackson
—Eso no va a gustarles —me avisó Grover—. Te considerarán un impertinente.
Metí unos cuantos dracmas de oro en la bolsita. En cuanto la cerré, se oyó un
sonido de caja registradora. El paquete flotó por encima de la mesa y desapareció con un suave «pop».
—Es que soy un impertinente —respondí. Miré a Annabeth, a ver si se atrevía a criticarme.
No se atrevió. Parecía resignada al hecho de que yo tenía un notable talento
para fastidiar a los dioses.
—Vamos —murmuró—. Necesitamos un nuevo plan.
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