El Diario Secreto
LYRA HABÍA LLEVADO A HERMIONE A LA ENFERMERÍA CON MADAME PROMFEY y ésta, al ver la gravedad del asunto, la llevó a San Mungo. Lyra se sentía fatal.
Extrañaba el Campamento Mestizo, a Silena, a Annabeth, a Luke e incluso a Drew Tanaka.
Esperaba que aquel desastroso curso acabara por fin pero nada daba esperanzas.
Hermione pasó varias semanas en la enfermería. Corrieron rumores sobre su
desaparición cuando el resto del colegio regresó a Hogwarts al final de las
vacaciones de Navidad, porque naturalmente todos creyeron que la habían
atacado. Eran tantos los alumnos que se daban una vuelta por la enfermería
tratando de echarle la vista encima, que la señora Pomfrey quitó las cortinas de su propia cama y las puso en la de Hermione para ahorrarle la vergüenza de
que la vieran con la cara peluda.
Harry, Lyra y Ron iban a visitarla todas las noches. Cuando comenzó el nuevo
trimestre, le llevaban cada día los deberes.
—Si a mí me hubieran salido bigotes de gato, aprovecharía para descansar —le dijo Ron una noche, dejando un montón de libros en la mesita que tenía
Hermione junto a la cama.
—No seas tonto, Ron, tengo que mantenerme al día —replicó Hermione
rotundamente. Estaba de mucho mejor humor porque ya le había desaparecido
el pelo de la cara, y los ojos, poco a poco, recuperaban su habitual color marrón—. ¿Tenéis alguna pista nueva? —añadió en un susurro, para que la señora Pomfrey no pudiera oírla.
—Nada —dijo Harry con tristeza.
—Estaba tan convencido de que era Malfoy... —dijo Ron por centésima
vez.
—Yo creo que es alguien de quién no sabremos hasta que entremos a la cámara—Comentó Lyra.
—Momento momento momento—Llamó Ron la atención, con disgusto—¿Entrar a la cámara?
—¿Qué es eso? —preguntó Harry, señalando algo dorado que sobresalía
debajo de la almohada de Hermione.
—Nada, una tarjeta para desearme que me ponga bien —dijo Hermione a toda prisa, intentando esconderla, pero Ron fue más rápido que ella. La sacó, la abrió y leyó en voz alta:
A la señorita Granger deseándole que se recupere muy pronto, de su preocupado profesor Gilderoy Lockhart, Caballero de tercera clase de la Orden de Merlín, Miembro Honorario de la Liga para la Defensa Contra las Fuerzas Oscuras y cinco veces ganador del Premio a la Sonrisa más Encantadora, otorgado por la revista «Corazón de Bruja».
—¿Esto es una tarjeta? ¡Pero si se la pasa escribiendo sud clichés títulos!
Ron miró a Hermione con disgusto. —¿Duermes con esto debajo de la almohada?
Pero Hermione no necesitó responder, porque la señora Pomfrey llegó con
la medicina de la noche.
—¿A que Lockhart es el tío más pelota que has conocido en tu vida? —dijo Ron a Harry al abandonar la enfermería y empezar a subir hacia la torre de
Gryffindor. Snape les había mandado tantos deberes, que a Harry le parecía que no los terminaría antes de llegar al sexto curso. Precisamente Ron estaba diciendo que tenía que haber preguntado a Hermione cuántas colas de rata había que echar a una poción crecepelo, cuando llegó hasta sus oídos un
arranque de cólera que provenía del piso superior.
—Es Filch —susurró Harry, y subieron deprisa las escaleras y se
detuvieron a escuchar donde no podía verlos.
—Espero que no hayan atacado a nadie más —dijo Ron, alarmado.
Se quedaron inmóviles, con la cabeza inclinada hacia la voz de Filch, que
parecía completamente histérico.
—... aun más trabajo para mí. ¡Fregar toda la noche, como si no tuviera otra cosa que hacer! No, ésta es la gota que colma el vaso, me voy a ver a Dumbledore.
Sus pasos se fueron distanciando, y oyeron un portazo a lo lejos. Asomaron la cabeza por la esquina. Evidentemente, Filch había estado cubriendo su habitual puesto de vigía; se encontraban de nuevo en el punto en que habían atacado a la Señora Norris. Buscaron lo que había motivado los
gritos de Filch. Un charco grande de agua cubría la mitad del corredor, y
parecía que continuaba saliendo agua de debajo de la puerta de los aseos de
Myrtle la Llorona. Ahora que los gritos de Filch habían cesado, podían oír los
gemidos de Myrtle resonando a través de las paredes de los aseos.
—¿Qué le pasará ahora? —preguntó Ron.
—Vamos a ver —propuso Harry, y levantándose la túnica por encima de
los tobillos, se metieron en el charco chapoteando, llegaron a la puerta que exhibía el letrero de «No funciona» y, haciendo caso omiso de la advertencia, como de costumbre, entraron.
Myrtle la Llorona estaba llorando, si cabía, con más ganas y más sonoramente que nunca. Parecía estar metida en su retrete habitual. Los aseos
estaban a oscuras, porque las velas se habían apagado con la enorme cantidad de agua que había dejado el suelo y las paredes empapados.
—¿Qué pasa, Myrtle? —inquirió Harry.
—¿Quién es? —preguntó Myrtle, con tristeza, como haciendo gorgoritos—.
¿Vienes a arrojarme alguna otra cosa?
Harry fue hacia el retrete y le preguntó:
—¿Por qué tendría que hacerlo?
—No sé —gritó Myrtle, provocando al salir del retrete una nueva oleada de agua que cayó al suelo ya mojado—. Aquí estoy, intentando sobrellevar mis
propios problemas, y todavía hay quien piensa que es divertido arrojarme un
libro...
—Pero si alguien te arroja algo, a ti no te puede doler —razonó Harry—.Quiero decir, que simplemente te atravesará, ¿no?
Acababa de meter la pata. Myrtle se sintió ofendida y chilló:
—¡Vamos a arrojarle libros a Myrtle, que no puede sentirlo! ¡Diez puntos al
que se lo cuele por el estómago! ¡Cincuenta puntos al que le traspase la cabeza! ¡Bien, ja, ja, ja! ¡Qué juego tan divertido, pues para mí no lo es!
—Pero ¿quién te lo arrojó? —le preguntó Harry.
—No lo sé... Estaba sentada en el sifón, pensando en la muerte, y me dio en la cabeza —dijo Myrtle, mirándoles—. Está ahí, empapado.
Harry y Ron miraron debajo del lavabo, donde señalaba Myrtle. Había allí un libro pequeño y delgado. Tenía las tapas muy gastadas, de color negro, y estaba tan humedecido como el resto de las cosas que había en los lavabos.
Harry se acercó para cogerlo, pero Ron lo detuvo con el brazo.
—¿Qué pasa? —preguntó Harry.
—¿Estás loco? —dijo Ron—. Podría resultar peligroso.
—¿Peligroso? —dijo Harry, riendo—. Venga, ¿cómo va a resultar peligroso?
—Te sorprendería saber —dijo Ron, asustado, mirando el librito— que entre los libros que el Ministerio ha confiscado había uno que les quemó los ojos. Me lo ha dicho mi padre. Y todos los que han leído Sonetos del hechicero han hablado en cuartetos y tercetos el resto de su vida. ¡Y una bruja vieja de Bath tenía un libro que no se podía parar nunca de leer! Uno tenía que andar
por todas partes con el libro delante, intentando hacer las cosas con una sola
mano. Y...
—Vale, ya lo he entendido —dijo Harry. El librito seguía en el suelo, empapado y misterioso—. Bueno, pero si no le echamos un vistazo, no lo averiguaremos —dijo y, esquivando a Ron y a Lyra, lo recogió del suelo.
Harry vio al instante que se trataba de un diario, y la desvaída fecha de la
cubierta le indicó que tenía cincuenta años de antigüedad. Lo abrió intrigado.
En la primera página podía leerse, con tinta emborronada, «T.M. Ryddle».
—Espera —dijo Ron, que se había acercado con cuidado y miraba por encima del hombro de Harry—, ese nombre me suena... T.M. Ryddle ganó un premio hace cincuenta años por Servicios Especiales al Colegio.
—¿Y cómo sabes eso? —preguntó Harry sorprendido.
—Lo sé porque Filch me hizo limpiar su placa unas cincuenta veces cuando nos castigaron —dijo Ron con resentimiento—. Precisamente fue encima de esta placa donde vomité una babosa. Si te hubieras pasado una hora limpiando un nombre, tú también te acordarías de él.
Harry separó las páginas humedecidas. Estaban en blanco. No había en
ellas el más leve resto de escritura, ni siquiera «cumpleaños de tía Mabel» o «dentista, a las tres y media».
—No llegó a escribir nada —dijo Harry, decepcionado.
—Me pregunto por qué querría alguien tirarlo al retrete —dijo Ron con
curiosidad.
Harry volvió a mirar las tapas del cuaderno y vio impreso el nombre de un
quiosco de la calle Vauxhall, en Londres.
—Debió de ser de familia muggle —dijo Harry, especulando—, ya que
compró el diario en la calle Vauxhall...
—Bueno, eso da igual —dijo Ron. Luego añadió en voz muy baja—.Cincuenta puntos si lo pasas por la nariz de Myrtle.
Harry, sin embargo, se lo guardó en el bolsillo.
Ron miró a Lyra y ésta se encogió de hombros. No le gustaba el asunto del libro.
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