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Encuentro

Las aguas acabaron guiando a las naves hacia la pequeña isla de Belshazzar, al sur del Archipiélago. Era muy pequeña y muy pobre, prácticamente se encontraba en el olvido para el resto del mundo. Sin embargo, los marineros cantaban con alegría al estar regresando a su hogar, a aquellas vírgenes y salvajes tierras en el extremo sur del mundo. Midas restaba alejado del grupo, sentado en la proa con la mirada perdida en el horizonte marino. No podía compartir la alegría de sus compañeros cuando no quedaba nada para él en aquella isla, donde había nacido veinte veranos atrás. No obstante era conocedor de la alegría de sus amigos al poder volver a ver a sus esposas e hijos, así que simplemente se dedicó a permanecer en silencio, resignado a pasar aquellos tres días de descanso tumbado y holgazaneando.

A pesar de descansar, el grupo había recibido un encargo extraoficial. La misión que les había sido encomendada llegaba del mismísimo rey de Nikodemos, la isla más importante y famosa del Archipiélago. Allí todo era demasiado diferente a la exuberante naturaleza de Belshazzar, casi parecían dos mundos distintos y posiblemente lo eran. Midas y los hombres que había bajo su mando debían buscar algo en Belshazzar, unas misteriosas criaturas que habitaban los bosques de aquel islote y que se decía tenían extraños dones sobrenaturales. Cada isla del Archipiélago tenía sus mitos, sus creencias y su cultura, pero era extraño que en un lugar tan avanzado como Nikodemos se diese crédito a la existencia de seres fantásticos, más aún el rey. No obstante, no había alternativa a las órdenes del poderoso hombre que gobernaba aquella nación, así que Midas estaba dispuesto a capturar a esas mitológicas criaturas llamadas lykaios, si es que realmente existían.

El primer día de descanso pasó rápido. El joven Midas fue acogido por varias familias, aquellas a las que pertenecían sus hombres más leales. Aquella primera noche tendría que pasarla en casa del hombre que él consideraba su mejor amigo, casi su hermano, Zerach. Después de haber cenado junto a él, su esposa y sus dos hijas, Midas decidió salir a dar un solitario paseo bajo la luna. La fría brisa de la noche lo invitaba a deambular por las desiertas calles de la aldea costera en la que se estaban hospedando. Pronto se encontró a sí mismo deambulando por los alrededores del municipio, siempre absorto en sus pensamientos que lo transportaban a una infancia que se esforzaba por olvidar. Nada lo apartaba de su soledad, ni siquiera la sensación de estar perdiéndose en aquel trigal en el que no recordaba haber entrado. El amarillo del trigo se perdía por completo bajo el dominio de la luna y se convertía entonces en el espejo perfecto de la más absoluta oscuridad. Aunque lo cierto era que las sombras no eran tan poderosas como él creyó, pues a lo lejos pudo ver unos cabellos de oro resplandecientes bajo la ténue luz de la luna. Sus ojos se posaron en la esbelta figura de aquella muchacha, parada en mitad del campo, con aquel noble vestido rojo que se escapaba por encima de algunas espigas que aplastaba bajo el peso de su seda. Era posiblemente el espejismo de una diosa que habría hechizado a cualquier hombre y Midas no era una excepción. Sentía su respiración entrecortada por la excitación y el miedo, pero aún así siguió avanzando hacia la muchacha, quien permanecía dándole la espalda.

—No te acerques —dijo ella con una voz atronadora, casi de ultratumba.

—No voy a hacerte daño —dijo Midas con voz melosa—. ¿Qué haces aquí sola?

—No estoy sola —respondió girándose y descubriendo su bello rostro—. Estoy con mi familia.

Midas observó como al girarse la muchacha hacia él, emergieron de entre las sombras varios lobos peculiares. No eran como los lobos que Midas había visto en Nikodemos. Su tamaño era muy grande, casi mayor que el de la joven, y los ojos de las criaturas brillaban con vivos colores, resplandecientes en la oscuridad de la noche. Enseñaban sus fauces repletas de afilados y grandes dientes y caminaban hacia él lentamente, con decisión y elegancia. La muchacha sonreía embaucadora mientras los lobos la rodeaban. Midas no podía creerse lo que estaba viendo. Aquellos seres eran kykaios, estaba muy seguro de eso. Gritó a la muchacha que corriese lejos de esos descomunales seres de la noche, pero ella no se movió. En otra ocasión habría ayudado a la chica, pero Midas temía la naturaleza de los lykaios y no quería ser su próxima cena. Arrancó a correr, marchándose del trigal e integrándose en las oscuras entrañas del bosque, derramando lágrimas y llamando a gritos a su madre, dominado por el pánico. Unos brazos lo agarraron entonces y él intentó zafarse, pero se tranquilizó al escuchar la voz de Zerach. Abrazó a su amigo desconsolado y lloró como un niño hasta llegar a la aldea, donde la mayoría de la gente se encontraba esperando expectante en la calle. Habían oído los gritos de Midas en el bosque y estaban asustados.

Ya en casa de Zerach y habiendo bebido leche caliente, Midas relató su encuentro con aquella misteriosa joven de cabellos de oro y la posterior aparición de los lykaios en el trigal. A Zerach le costó mucho creer que hubiese lykaios en Belshazzar, pero dejó de creer en las palabras de su amigo cuando habló de aquel misterioso trigal en un claro del bosque. Zerach había vivido siempre en Belshazzar y sabía que los habitantes no cultivaban trigo, sino cebada. El trigo era un tipo de cereal que los habitantes de la isla compraban mediante el comercio con otras ínsulas del Archipiélago. Aún sin creerle, Zerach no le dijo nada a su amigo, pues sabía los motivos por los que se había mudado a Nikodemos muchos años antes. A lo largo de la noche fue el propio Midas el que comenzó a pensar que todo lo vivido en Belshazzar había sido una pesadilla provocada por los nervios de volver a su olvidado hogar. Sin embargo, lo que la chica había provocado en él seguía vivo, como si en realidad hubiese conocido a aquella hermosa y misteriosa joven anteriormente. Quizás así era.

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