Capítulo 5
IAN
—Ahora.
La orden de Morriguen despertó a los guardianes. No tuve más remedio que quitar la vista de Cassandra. Los hombres me rodeaban con paso lento, apuntándome con sus espadas. El filo de una de ellas cayó hasta quedar clavada a mis pies. La cogí justo a tiempo, cuando uno de ellos se abalanzó sobre mí. Pude esquivar el primer golpe, pero el siguiente me dio de lleno en el estómago.
Me raspé la espalda y mi cabeza rebotó contra el suelo al caer. Unos puntitos de colores empezaron a aparecer en mi campo de visión. Mis pensamientos iban y venían como un torbellino pensando en las probabilidades que había de que Cassandra realmente estuviese allí y a la vez como podía salir con vida de aquello. Me sacudí el polvo y me coloqué en una posición defensiva. Arremetí contra uno dejándole un buen corte en el costado, pero este ni siquiera sangró. Me maldije a mi mismo al recordar lo que Erick me había dicho sobre ellos el día en que atacaron el castillo. No podían morir, sin embargo, yo si que podía hacerlo.
Morriguen no era tan básica como para que ese fuera su malévolo plan. No disfrutaba con la violencia más primitiva, así que debía haber alguna razón por la que me quería realmente en esa arena. Giré sobre mí mismo, evitando el siguiente golpe. Eran cuatro, mucho más fuertes que yo e inmortales, si pretendieran matarme de verdad ya lo habrían hecho. En vez de eso atacaban por separado y nunca pensando en herir con gravedad.
Me separé de ellos todo lo que pude y reflexioné. La inexpresión de sus rostros y esa mirada perdida me hizo darme cuenta de algo. Morriguen no pretendía que me mataran, quería comprobar si yo podía acabar con ellos. Dejé que me atacaran, lo cual no tenía mucho mérito ya que no era muy bueno luchando. No podría salir de allí sin desvelar en que punto se encontraba mi don, hasta donde había llegado y hasta dónde llegaría se me encontraba en una situación de vida o muerte.
Uno de los guardianes se me echó encima encima, aplastándome la nuez con sus manos. Le empujé la cara con todas mis fuerzas, notando como se desprendía un poco de carne con cada arañazo, pero nada de eso hizo que aflojara el agarre. Me aferré a sus brazos trasmitiendo toda la energía que podía, igual que hacia al curar una herida. Tuve que hacer un esfuerzo tremendo por no desmayarme mientras me quitaba lo poco de oxígeno que me quedaba. Volví la cabeza, solo para verla una última vez, pero me encontré con un asiento vacío. Al final puede que si me lo hubiera imaginado.
Noté como mis pulmones se llenaban de aire a pesar de que el guardián no me había soltado. Un cosquilleo en la nuca hizo que quisiera intentarlo de nuevo. Esta vez dejé mis manos caer sobre sus mejillas y presioné. No era mucho, pero pude comprobar como un ligero rubor empezaba a hacerse notar sobre el puente de su nariz. Clavé la espada en sus costillas llenando mi propia ropa de sangre. La cara de aquel hombre fue indescriptible. Sus ojos me mostraron un sentimiento de alivio inmenso. Se desplomó poniendo todo su peso sobre mi pecho. Me lo quité como pude de encima.
Aún tenía los ojos llorosos por el estrangulamiento. Los demás se retiraron dando por hecho que la función había finalizado. Me giré hacia Morriguen que me saludaba desde su palco con un brillo especial en los ojos. No podía creer lo que había hecho, aunque ella sabía exactamente lo que iba a pasar desde el momento en que decidió meterme en esa arena.
Me quité la ropa manchada de sangre en el momento en el que volví a entrar en la habitación. Dejé que el agua del cubo de llevara el resto y me tumbé en la cama. No sabía en que punto me dejaba lo que acababa de hacer. La imagen de Cassandra pasó tantas veces por mi mente que puede que la deformara o que solo fuera uno de los trucos baratos de Morriguen. Rubí nunca me mentiría sobre algo así. Nunca me haría daño.
Le di vueltas y vueltas sin llegar a ninguna conclusión. Las sábanas empezaron a pegarse a mi piel por el calor. Estaba en penumbra, tan solo alumbrado por una antorcha a punto de consumirse que había dejado uno de los guardianes antes de irse. Me palpé alrededor del cuerpo para localizar las magulladuras y los cortes que me había provocado la pelea. La mayoría no tenían importancia, pero me preocupé un poco más por el corte en el brazo, medía unos seis centímetros de largo y tenía mayor profundidad de la que habría dicho a primera vista. Lo más probable es que se infectara.
La antorcha terminó por consumirse. Si no me doliera tanto la herida incluso podría haber sido capaz de pegar una cabezada. El calor iba en aumento y ya no sabía si era por la habitación o porque me estaba subiendo la fiebre. Tuve que tumbarme en el suelo para conseguir cinco minutos de alivio. Empecé a ver formas en la oscuridad y supe que estaba alucinando por la fiebre y la infección que empezaba a crearse.
La puerta se abrió unos segundos. Dejaron una bandeja de metal antes de volver a cerrarla. Bebí con ansia el agua y me eché un poco también en la herida. No era ni de lejos suficiente como para mantenerme hidratado, pero al menos mi lengua ya no parecía una lija dentro de mi boca. Pegué un puñetazo con las pocas fuerzas que me quedaban. A nadie pareció importarle una mierda. Me quedé con la espalda apoyada contra la pared. El pecho me temblaba por la impotencia. No podía morir de una infección, no podía darle el gusto después de todo lo que nos había hecho.
Las alucinaciones se hicieron más intensas y comencé a verme a mi mismo. Imágenes con mi madre de pequeño o de cuando me enteré de que la habían asesinado. La risa de Rubí el día que descubrió que podía echar la leche por la nariz o sus lágrimas cuando vio de lo que eran capaces sus poderes. Los ojos de Cassandra mirándome desde la cama de al lado, con su pecho subiendo y bajando en esa diminuta camiseta de tirantes.
Cass se había quedado a dormir esa noche porque había discutido con sus padres. Rubí insistió en que durmiéramos todos en una misma habitación para poder hacer una noche de pijamas sin que su hermana nos molestara, aunque viéndolo con perspectiva seguramente sus intenciones fueran completamente diferentes. Yo quería decirle a Cassandra que me gustaba, tenía todo el puto discurso planeado en mi cabeza desde hacía semanas. Al verla con ese pijama, con el pelo deslizándose sobre sus hombros y las largas piernas cruzadas una encima de la otra, me acojoné. No pude hacerlo. Me arrepentía de no haber sido más valiente, de no haberle dicho como me sentía realmente.
La puerta volvió abrirse. La luz volvió a iluminar la habitación. Mi herida tenía un aspecto asqueroso toda enrojecida y llena de pus.
—Aquí huele a animal muerto.
Me reí. Claro que olía a muerto, pero no era ningún animal sino yo.
—¿Puedes levantarte? vi como la figura se movía a mi alrededor. Femenina, con el pelo largo de color azabache. Me puse alerta, moviéndome tan rápido que parecían espasmos—Shh, siento haberte asustado. Mi nombre es Cassandra.
No, solo era un juego más de Morriguen, estaba seguro. Mi vista seguía borrosa y era difícil identificarla. Se puso de rodillas justo enfrente, tocándome el hombro para que me tranquilizara. Pegué un bote. Con su rostro más cerca pude fijarme en todos los detalles que la diferenciaban de la diosa. Los ojos de Cassandra tenían una forma más almendrada y su nariz era recta y pequeña. Intenté elevar el brazo para tocarla, cerciorarme de que era real, pero ella se apartó
—No tengo mucho tiempo—colocó a su lado una caja de metal azul eléctrico—, estás peor de lo que esperaba.
Tenía razón. Por algún motivo no me estaba curando de la forma habitual. Rebuscó en la caja hasta dar con aquello que tenía en mente. Lo sostuvo entre sus manos, pero antes de hacer nada me miró muy seria.
—Esto te va a doler.
Abrí los ojos con espanto al ver el punzón que tenía en la mano izquierda. Lo acercó hasta mi brazo y pincho las bolas de pus el líquido blanquecino calló sobre el trapo que me había puesto justo debajo. Noté como se me hinchaban las venas del cuello por el dolor. Cassandra mojó un trapo diferente en una pomada de color naranja. Pude identificar su expresión como una disculpa. Lo apretó contra mi brazo y me mordí la lengua. Me ardía tanto que empecé a ver puntitos negros y a marearme.
—No grites por favor, nadie puede saber que estoy aquí—su tono dulce y pausado hizo que me recompusiera—. Tengo que coserla.
Ató un hilo negro y grueso a un hueso fino y afilado. A mi no me parecía que ese fuera el instrumento adecuado para la piel humana, pero tampoco tenía ánimos de quejarme. No me enteré de las puntadas, la pomada había dejado adormecida la zona. Aproveché el momento para observarla mejor. No sabía si mi mente delirante estaba viendo espejismos. Desde luego había cambiado mucho desde la última vez que la vi. Sus pómulos se marcaban menos y había subido de peso, casi como antes de venir a Gondwana. La arruga de preocupación que solía llevar pintada en la frente también se había evaporado. Puede que incluso pareciera más feliz.
—Tenemos que salir de aquí—conseguí susurrar—¿Te ha hecho daño?
—Estás delirando.
Abrió el bote morado y lo vertió en un vaso. Después aplastó algunas hierbas secas y lo mezcló todo con insistencia. El mejunje adquirió un color verde pantano nada apetecible.
—Esto te bajará la temperatura—explicó dándose cuenta de mi cara de asco.
—Tendrás que dármelo tú. No podría sostener ni una hoja ahora mismo.
No pareció gustarle la idea. Dudó unos instantes si acercarse. A lo mejor creía que la estaba engañando y lo único que quería era tenerla cerca, lo cual tampoco es que fuera mentira.
Se acercó con el vaso y se inclinó hasta estar lo suficientemente cerca como para olerla. Su aroma siempre me había recordado al pino y a algo ácido, pero ahora predominaba el azufre sobre los otros dos. Posó el filo en mis labios y yo hice un esfuerzo por tragármelo todo sin dar una arcada. Di un último sorbo antes de apartar la cabeza. Sabía a pescado rancio. El líquido resbaló por mi barbilla, mojándome el pecho, haciendo que sintiera un punzante escozor. Ella lo advirtió y me pasó el trapo para secar las zonas afectadas. Sus dedos rozaron levemente mi clavícula.
Levantó la mirada como si esa fuera la primera vez que me reconociera. Observé como se encendían ascuas antiguas en la negrura de sus ojos. Me esforcé por levantar la mano y agarrar el dobladillo del vestido. Aquel contacto la devolvió a la realidad, se arrastró hacia atrás y empezó a recoger todas las cosas que había traído.
—Puede ser corrosivo para la piel—se disculpó, aunque parecía que se lo decía a su misma.
—Cass—la llamé—, ¿Es que no quieres volver con nosotros?
No contestó.
—Podemos arreglar todo lo que te haya hecho. Rubí consiguió escapar.
Sus manos temblaron y apretó la caja con fuerza. Soltó una carcajada grave y poco divertida.
—Si, escapó—murmuró con voz gélida—. Y casi me mata para hacerlo.
El nudo que había tenido en la garganta desde que la había visto en las gradas se convirtió en un terrible agujero negro. Rubí nunca haría eso, eran amigas y sabía lo que ella significaba para mí. Aunque me había mentido sobre su muerte. Me convencí de que todo debía tener una explicación.
—Ella nunca te haría eso.
—Escúchame—habló—, solo he venido porque me recuerdas a alguien que me importa. Lo que vosotros hacéis, lo que esa amiga tuya hace...me dais asco.
—¿Pero de que estás hablando? —elevé el tono, perdiendo la paciencia—Soy Ian. Nos conocimos hace cuatro años cuando ella nos presentó en la universidad.
—Deja de mentir. Mi madre tenía razón, sois unos traidores y unos farsantes.
—Cassandra—gruñí—, tu no tienes madre, nunca has tenido madre, ósea si tienes una biológica, pero no te ha criado. Y lo sé porque conozco a tus padres, ¿tampoco te acuerdas de ellos?
Ella se frenó en seco, masticando mis palabras. Su mano se quedó posada en el pomo de la puerta. Echó la vista atrás solo un instante con una expresión interrogante. Finalmente abrió la puerta y me tiró un saco de tela marrón. Se marchó sin decir una palabra más. Entendí en ese momento que el castigo que Morriguen le había puesto a Cassandra era mucho peor que el de Rubí. No recordaba absolutamente nada, aunque por otra parte había dicho que yo me parecía a alguien que conocía.
La bolsa contenía algo de comida, queso y fruta, y una botella de agua a rebosar. Bebí en abundancia, pero me controlé para no quedarme de nuevo sin ella. Luego, con la cabeza más despejada y menos caliente, mastiqué algo de fruta mientras admiraba las sombras que creaba el fuego en la pared. Debía elaborar un plan y sacarnos a los dos lo antes posible. No pensaba dejarla allí, por mucho que no recordara ni quien era ella misma.
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Hola, hola. Os dije que este mes habría capítulo cada semana y aquí esta!
¿Qué os ha parecido el reencuentro? jeje
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