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Capítulo 35

IAN

Encontrar el castillo de Nikolái no nos había supuesto un reto. Tuvimos que acercarnos al mar para tener una mejor visibilidad y una vez que las primeras luces del día despuntaron también lo hizo la inmensa construcción que se levantaba junto a uno de los acantilados.

No solo era enorme, si no que también estaba muy protegido. Los soldados creaban una barrera humana imperturbable. Los estuvimos observando toda la mañana y ninguno se movió de su posición. Ni para beber, ni para orinar, para absolutamente nada. Empezaba a creer que no eran personas normales. Al llegar el medio día se dio por fin el cambio de guardia. Hubiera sido un buen momento para intentar colarse si no es porque los soldados no abandonaron sus sitios hasta que los siguientes los remplazaron.

Recorrimos el diámetro del castillo sin acercarnos. No había un solo resquicio que no estuviera vigilado. Tuvimos que alejarnos para pensar cual sería el siguiente paso. Debía tener algún punto débil, era imposible que se mantuviera en ese estado durante las veinticuatro horas del día.

Se me erizaron los pelos de la nuca. Teníamos la sensación de estar constantemente vigilados. Como si decenas de ojos nos observaran a cada paso que dábamos, pero no podíamos verlos y ya no sabíamos si era real o un daño colateral de la tensión a la que estábamos sometidos.

—Podríamos escalar el acantilado—propuso Rubí.

Levanté una ceja y sacudí la cabeza.

—Tú podrías, yo acabaría ensartado por una de las rocas en el agua—contesté.

La verdad es que era idea había pasado unas cuantas veces por mi cabeza, pero era imposible, el acantilado debía medir casi trescientos metros. El más grande que había visto en mi vida.

—Si subo yo sola entraría sin problemas y estaríamos de vuelta en un momento—continuó. Todas sus opciones milagrosamente conseguían dejarme a mi a un lado de la acción.

—Yo la dejé en sus manos, yo la liberaré de ellas—puse fin a esa conversación.

Rubí me pasó la cantimplora mientras ella terminaba de comerse la carne seca que aún no se había puesto mala. Todo lo fresco lo habíamos perdido días atrás, antes incluso de que nos ayudaran a cruzar el rio. Cuanto más se acercaba el momento de adentrarse en el hogar de Nikolái más despierta parecía Rubí. Se estaba preparando y guardaba toda la energía que le era posible para ese momento.

—¿Te acuerdas de la casa a la que fuimos en navidad el año en que se juntó el grupo? —pregunté, no sabía por qué se me había venido eso a la mente.

Rubí asintió con una sonrisa.

—Emma se emborrachó tanto que estuvo toda la noche hablando en francés—me reí—, y tu y Cassandra nos hicisteis la coreografía de Jingle Bell Rock.

—Ella me obligó a ponernos esas faldas minúsculas, seguramente para que no la quitaras la vista de encima—se burló ella mientras me tiraba ramitas secas que se habían caído de los árboles.

—Fue el primer día que Jude se sinceró con nosotros y nos contó lo de su padre—me mordí el labio, reteniendo la culpa que aún me perseguía por las noches—. Creo que nunca le volví a ver tan vulnerable como en ese momento.

—Esa escapada nos unió para siempre—aseguró ella.

—Debimos haberles contado nuestra historia—proseguí—, ellos nos confiaron sus secretos y nosotros nunca les contamos lo que ocurrió para que viviésemos juntos, para que nos...

—Para que nos considerásemos hermanos—terminó por mí.

Se hizo un vacío hueco a nuestro alrededor. No nos habíamos detenido a hablar desde hacía años y menos después de la discusión en Maternas. Ahora el enfado se me antojaba tan lejano que apenas recordaba el motivo del mismo.

—Yo te sigo considerando mi hermano, Ian—añadió, esperando una respuesta.

Lo que nos había alejado no había sido la discusión en sí, si no su poca capacidad de ponerse en la piel del otro y sobre todo la falta de una disculpa por su parte. No quería ponérselo tan fácil, no esa vez.

—Siento haber dicho lo de Jude. Tú no tuviste culpa de nada.

Eso ya era algo. Aun así, continué en silencio.

—Fui una imbécil. Tu ayudaste a mi rescate Ian y yo te traicioné diciéndote que Cassandra estaba muerta cuando sabía perfectamente lo que significaba para ti. Supongo que pensaba que la seguirías a cualquier sitio, aunque eso te matara. No es una excusa, es que no concibía la idea de perderte a ti—dijo. Arrastró las palmas de sus manos por los pantalones en un movimiento nervioso—. Soy una egoísta y deberías odiarme, créeme que yo me he odiado cada día desde que te lo dije. No quiero continuar con esto. No puedo estar sin mi hermano.

—Si, fuiste una imbécil y me partiste el corazón.

Rubí suspiró, cabizbaja. Sabía que retiraba la vista para que no me diera cuenta que estaba a punto de derrumbarse.

—También has sido la mejor hermana que podía tener durante toda mi vida. Y tenías razón, hubiese muerto por ella.

Me quedé mudo unos instantes al comprender la magnitud de mis palabras. Rubí tenía los ojos llorosos, pero por fin me miró directamente. Tomé aire y le hablé con seriedad.

—Tienes que entender que aún lo haría. Si tengo que morir para salvarla, lo haré y no quiero que intentes detenerme.

Rubí tragó saliva. Apretó los labios e hizo un gesto afirmativo dando a entender que lo entendía.

—Si tienes que dejarme atrás hazlo, llévatela y ponla a salvo.

Quería dejarlo claro antes de que la cosa empezase a ponerse seria. Era mi decisión y ella tenía que respetarla.

—Lo entiendo, de verdad que sí—habló con la voz aún algo temblorosa—. No podrás impedirme entonces que yo os salve a los dos si es necesario.

Ahí estaba. Siempre encontraba una laguna en todas sus promesas, en todo lo que hacía. Ella no había prometido no sacrificarse por nosotros, simplemente que si se daba el caso ella dejaría que lo hiciera yo. Y para que se diera eso, Rubí ya habría muerto.

—No pasará nada—me tranquilizo—, entraremos y saldremos sin que nadie nos vea.

Los dos sabíamos que eso era imposible, tendríamos que salir de allí luchando. Todo eso contando con que consiguiéramos entrar. La conversación se había acabado por el momento, aunque con la promesa de continuar más tarde. Cuando nos quedamos en silencio la sensación de que nos observaban se intensificó. Ahora ya no solo nos imaginábamos los ojos, parecía que nos estaban soplando en la nuca. Rubí se tensó a mi lado. No llevábamos armas. Nos las habían hecho dejar atrás en la barca antes de cruzar el rio. Ella no lo necesitaba, sus dones eran mucho más poderosos que cualquier cuchillo. A mi sin embargo me daba consuelo sentir el filo en mis manos.

Una rama se partió unos metros más allá y después una flecha sobrevoló nuestras cabezas hasta incrustarse en el tronco del árbol más cercano. Nos quedamos inmóviles intentando averiguar de dónde provenía o si iba a haber una siguiente. La flecha era rudimentaria, hecha a mano y tenía colgadas varias horas secas. En la madera se podía entrever una inscripción, pero estaba a la suficiente distancia como para no poder leerla.

Otra flecha. Esta vez se clavó a mis pies. Rubí se interpuso y extendió su poder a nuestro alrededor creando un escudo. En esos dos años no solo había aprendido a controlar su don, si no que lo manejaba a su placer. Formaba parte de ella.

La última flecha vino de frente y rebotó directamente sobre el escudo.

De entre la maleza comenzaron a salir figuras humanas que se movían despacio interpretando si era seguro acercarse o si debían atacar. Nos rodearon por completo. Rubí y yo los contemplábamos aún dentro de su escudo. Eran jóvenes. Adolescentes diría yo. Apenas iban vestidos y eran muy atractivos, tanto ellas como ellos, no tanto por su aspecto físico si no por el aura de tranquilidad y superioridad que les rodeaba. Lo más llamativo era su piel, de un color verde muy clarito.  Olfatearon en nuestra dirección y crearon un círculo perfecto. Tenían toda la pinta de poder arrancarte la cabeza en cuestión de segundos y aún así no sentí miedo. Tampoco parecían depredadores. Su expresión no era amenazante, más bien curiosa.

Hicieron un gesto a Rubí para que quitara el escudo y ella obedeció al instante. La miré desconcertado.

—¿Qué haces? —pregunté, sin quitarle el ojo a los adolescentes que comenzaban a hacer signos extraños con las manos.

—Quieren ayudarnos—respondió ella.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?

Me señaló sus movimientos.

—Puedo entender lo que dicen—susurró para no perturbar la conversación silenciosa que estaba teniendo lugar.

—Traduce, por favor.

Me mandó callar posando el dedo índice sobre sus labios. Los desconocidos movieron de nuevo dos dedos y las manos de forma acompasada. Iban tan rápido que apenas podía seguirlos con la mirada.

—Saben quienes somos y pueden colarnos en el castillo sin que nos vean—habló Rubí asintiendo efusivamente hacia ellos.

—¿Por qué? ¿Quiénes son?

Una de las mujeres me miró y después levantó la mano hacia Rubí. Los demás cesaron en sus movimientos, pero ella empezó a signar incluso más deprisa que antes.

—Su raza poblaba esta tierra antes de los dioses—tradujo con rapidez—, cuando el poder pertenecía a Gondwana. Dice que se lo robaron, le robaron el poder a la tierra. Una maldición y entonces los dioses aparecieron. Dice que estos no fueron los primeros y que pretenden acabar con las divinidades antes de que causen más daño.

—O sea que quieren matarnos—la chica apretó los labios como si no estuviera entendiendo.

—No. Hay una forma de que se rompan los ciclos—explicó Rubí bajo su atenta mirada—, podemos volver a ser humanos.

—¿Y cuándo pensabas decírnoslo?

—No podía delante de Cassandra, seguía demasiado cerca de Nikolái.

—Vale, no importa ahora, pregúntales como podemos entrar.

Rubí articulo con los labios una pregunta silenciosa. La chica se puso en cuclillas y señaló la tierra que pisaban sus pies. Después, más signos. Atendimos a lo que trataba de decirnos, aunque en mi caso no entendiera nada.

—Deben hacernos un ritual para ver si somos dignos de la información y después nos enseñarán el camino.

Bufé. No podíamos perder el tiempo solo porque quisieran hacernos una prueba estúpida. Si íbamos a matarlos significaba que estábamos del mismo bando. Rubí me dio un codazo y me indicó como debía colocarme siguiendo las instrucciones de la chica. Tuve que cruzarme de piernas y dejar la espalda y el cuello recto. Me pusieron una banda sobre los ojos y me enterraron las manos y los pies. Se mantuvieron en silencio por lo que solo podía escuchar el canto lejano de algunos pájaros y las olas del mar chocando contra las rocas.

Un olor conocido me llenó por completo las fosas nasales. Puede que fuese sándalo, aunque no estaba del todo seguro. Me apretaron en ciertos puntos hasta que sentía un calambre recorrerme las extremidades. Al no tener la vista disponible los otros sentidos se intensificaban, incluido aquel que me permitía notar sus manos cerca de mí, sin tocarme.

Me sumí en un trance. Mi cuerpo hormigueaba sin llegar a dormirse. Mis manos y pies cada vez se hundían más en la tierra. Por primera vez en mucho tiempo fui capaz de controlar y ser consciente de mi respiración. Era liberador.

La luz me cegó cuando me quitaron la banda. Busqué a Rubí. Tenía lágrimas en los ojos. El ritual le había afectado algo más que a mí. Su poder era el que más se asemejaba al natural así que podía entenderlo. La ayudé a levantarse del suelo y la cogí de la mano para acercarla a mí. Las personas del bosque se pusieron de pie y se juntaron en un rincón para deliberar si éramos dignos o debían dejarnos a nuestra suerte.

Di varios golpecitos en el suelo con el pie, inquieto. Toda la ayuda que pudieran ofrecernos significaba una oportunidad más de salir de allí ilesos, de poder recuperar a Cassandra sin perder nada más.

La chica que había realizado el ritual volvió a acercarse y asintió una sola vez con firmeza. No me hizo falta que Rubí lo dijera en alto para saber lo que significaba.

—Van a ayudarnos. 

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