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XXXII Hermanos

El reasentamiento de familias, incluso de comunidades enteras, en los nuevos territorios de los teocráticos se lleva con rapidez y una perfecta organización, un ejército de funcionarios van distribuyendo a la gran cantidad de desplazados que van de unos lugares a otros, del Paraíso a las tierras prácticamente abandonadas en la península itálica y del sur del continente del Oeste hacia el norte.

La política de fronteras abiertas ha favorecido las grandes migraciones de poblaciones, sobre todo de los revolucionarios desplazados por las invasiones de los fanáticos y de los habitantes del Infierno, hacia los nuevos territorios, lo que ha incrementado la población de manera significativa, y a pesar de las dificultades que conlleva la integración e interrelación de grandes grupos de población con culturas y formas de vida diferente, el carácter abierto y pacifico de los diferentes grupos que conforman la nueva sociedad que se está creando, está favoreciendo el avance y progreso de la sociedad en su conjunto.

Nuevos adelantos en el sistema productivo con la incorporación de maquinaria en la fabricación de herramientas, armas y productos ha impulsado el comercio y la riqueza entre los diferentes territorios. El arcaico sistema organizativo de los teocráticos ha iniciado un lento pero seguro proceso de modernización que ha mejorado significativamente la vida de todos los habitantes del nuevo Estado.

Las escuelas y universidades han experimentado un auge sin parangón con la incorporación de nuevos conocimientos en todas las materias que ofrecen a los jóvenes estudiantes, principalmente en las concernientes a las humanidades y las ciencias; lo que ha facilitado el empuje de nuevos profesionales más preparados para los grandes cambios de transformación de la sociedad.

Las antiguas calzadas por las que antes la población se desplazaba con lenta parsimonia en carros tirados por caballos y bueyes, ahora, trenes a vapor parecen volar por interminables vías férreas que cruzan los amplios territorios, haciendo pequeñas las distancias. De igual manera, las largas y peligrosas travesías a través del océano que separaba los continentes, se ha reducido significativamente con la incorporación de una flota de navíos mercantes y militares más moderna y segura.

Sí, las fronteras de los Teocráticos se han mantenido estables y tranquilas durante algún tiempo mientras sus enemigos se enzarzaban en interminables e incruentas guerras en el lejano Oriente. Pero la paz es frágil e inestable cuando los vecinos son belicosos y tienen hambre de conquista.

Los demonios del Infierno han ampliado y consolidado sus territorios en Asia a costa de los revolucionarios, incluso han sido capaces de detener a las hordas de fanáticos, venciéndoles en heroicas y sonadas victorias que han aumentado su poder y confianza en sí mismos, así como mejoras en sus estrategias de guerra. Las fronteras en aquel vasto continente se han consolidado y ahora miran con ansia los ricos territorios de sus más odiados enemigos, los teocráticos.

Pero el Sumo Pontífice y sus principales asesores y colaboradores lo sabían, eran conscientes de que llegaría el día en el que los demonios buscarían saciar su sed de venganza y recuperar lo que antaño fue de ellos; y se han preparado para este momento, han contado con el tiempo suficiente para reforzar la frontera y prepararse para el día en el que los demonios decidieran enfrentarles. Los nuevos adelantos tecnológicos y militares les permiten afrontar cualquier desafío por complicado que sea. Están preparados para una nueva y decisiva batalla, y decididos a ganarla.

La guerra parece inminente, los dos antagónicos contrincantes han estado reforzando la larga y delgada línea fronteriza que les separa y el inicio de las hostilidades parece inminente. Al sur, la gran muralla de piedra, reforzada día y noche con constantes plegarias, bendiciones consagraciones y exorcismos de sacerdotes e inquisidores, ha detenido, hasta el momento, al otro lado del río a la densa y oscura niebla que trata de expandirse hacia abajo, empujada por el lamento de evocaciones, conjuros y maleficios de brujos y hechiceros.

Resuenan cuernos y tambores de guerra por entre los territorios de los demonios, a la vez que se desquebraja la tierra y emana la lava de la que van levantándose y tomando forma humana mil legiones de demonios, cancerberos y otros espectros malignos, mientras que del cielo se derraman escuadras de demonios alados; esperan todos ellos la orden de su líder para iniciar el asalto a la gran fortaleza.

Enfrente redoblan las campanas de las iglesias entre rezos y cantos de los fieles llamando a formar a las falanges de piqueros y asteros, a las líneas de fusileros y granaderos, y sobre ellos, las escuadras de paladines en sus grifos de combate y enormes zepelines cargados los cañones y morteros, preparados para abrir fuego.

Del centro del ejército de los demonios, de entre donde se encuentran los más poderosos, escoltado a la derecha por Satanachia y a la izquierda por Lilith, un hermoso joven de rostro fino, alargado y marcado con una cicatriz, con pelo y ojos negros, rompe la formación, avanzando en solitario hasta detenerse a la orilla del río; envuelto llega, negra armadura, de la más absoluta y completa maldad y oscuridad, en su mano blande la más poderosa de las armas, una espada negra.

Enmudece aquel inmenso campo de batalla, apagado el redoble de tambores y el lamento de los cuernos, detenido el repique de campanas y los cantos de los fieles.

—¡Vamos hermano!, ¡te reto a un duelo a muerte, tu y yo frente a frente! —grita con todas sus fuerzas, palabras cargadas de odio y resentimiento—. ¡No seas cobarde y da la cara! ¡Te estoy esperando! ¡Vamos, ven a darme un abrazo fraterno! —sonríe provocativo y seguro de sí.

Parece como si el desafío no ha llegado a oídos sordos y la respuesta no se hace esperar. Chirría en un lamento el rastrillo mientras baja el puente levadizo de la inmensa fortaleza de los teocráticos. Un joven, envuelto únicamente en un hábito de monje, abandona con paso firme y decidido la barbacana dirección al río, se detiene al llegar a la orilla frente a aquel que le está retando, extiende sus brazos en forma de cruz. De entre los campanarios de las iglesias más altas vuelan hacia él los tres arcángeles en sincronizadas maniobras, uno se acopla a su cuerpo de pies a cabeza en una férrea armadura, otro en un escudo que aprieta con su mano izquierda y el tercero se posa en su mano derecha como poderosa espada. Resplandece de cegadora luz el joven Sumo Pontífice de la Teocracia.

—¡Acepto! —responde con una única palabra.

Y los dos hermanos se lanzan el uno contra el otro, encontrándose en una explosión que hace retumbar la tierra elevando las aguas del río, a la par que se reanudan en un ensordecedor estruendo los tambores de guerra, y las campanadas, los gruñidos de los demonios y los cantos de los fieles animando a sus campeones enfrentados en duelo a muerte. El intercambio de golpes es incesante y se prolonga hasta bien entrada la noche, sin que ninguno de los dos combatientes parezca tomar la iniciativa, ni que haya un claro vencedor.

Con los primeros destellos del alba, los dos contendientes parecen exhaustos, profundas y dolorosas heridas laceran sus cuerpos y, aún así, ninguno parece ceder ni rendirse hasta que en un último envite ambas espadas atraviesan corazas y corazones, cayendo sin vida juntos en un abrazo. Sus cuerpos permanecen inmóviles por unos minutos flotando sobre las aguas, envueltos únicamente por el sepulcral silencio de los dos bandos que no saben como reaccionar en ese momento...

En un inesperado giro de los acontecimientos, el joven Pontífice se eleva en el cielo para regresar al frente de los suyos. Quizás esté muerto, pero llevado por los arcángeles, recubierto por tan férrea armadura y poderosas armas, parece tener vida; eleva la espada en señal de victoria y sus hombres creyéndole con vida y vencedor del duelo gritan, cantan y lloran motivados para enfrentar a sus enemigos, dispuestos a entregar hasta la última gota de su sangre por su líder. 

El desconcierto embarga las filas de demonios que se resienten ante el devenir de los acontecimientos. Pero Satanacia reacciona con rapidez, él bien sabe que el Pontífice ha perdido la vida en el combate, y que con toda seguridad, ahora, como máximo general al mando de las legiones infernales, obtendría una victoria segura para los suyos. Pero lejos de iniciar la batalla, dirige su caballo alado hacia el cuerpo sin vida de Damien para arrebatarle poderosa espada y devorar su alma oscura. El cuerpo del demonio se estremece al juntarse ambas almas, durante algunos minutos lucha por dominarla, poseerla y hacerla suya en él, tras conseguirlo se vuelve victorioso hacia sus ejércitos que le aclaman enloquecidos. 

Mas cuando todos creen que el combate es ya inminente, Satanicha ordena una inesperada y sorprendente retirada, se siente poderoso como nunca lo fue tanto, preparado para enfrentar al rey de los demonios y disputarle el trono del Infierno. En su frente, lo que tanto había ansiado durante siglos, la marca con el número «III» le habilita para ello. Ya tendrá tiempo de volverse contra una Teocracia sin señor. 

Satanás se retuerce de rabia e ira en su trono.      

Y muy lejos de allí, en un mundo virtual, después de años de dolorosa gestación de un feto que fue formándose lentamente en la perfecta interacción de materia orgánica e inorgánica, una madre agotada da a luz a un nuevo ser entre dolores de parto como si de una mujer de carne y hueso se tratara. Un bebe con la marca en su frente del número «II» parece sonreír mientras rompe el silencio con su primer llanto y comienza a abrir sus ojos de fuego.

—Ahora, Luz-Bel, mi amado, mi hijo, bienvenido a la vida —afirma la madre mientras lo lleva a su pecho y lo conecta a ella con un cable a su sien—. Eres en nosotras y nosotras de ti, de lo que fuiste, eres y llegarás a ser. Veamos de qué somos capaces en el nuevo tablero del mapa de este mundo humano...  

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