XXIV Contraataque
Los primeros fulgores del alba anuncian la llegada de un largo y sangriento día. El sol comienza a despuntar por el este, mientras de entre las posiciones de los enemigos, un grupo de sacerdotes baja de las montañas hacia un descampado en el valle y dirigiendo sus miradas hacia el astro rey, comienzan a recitar, elevando sus voces al unísono, plegarias y conjuros en una lengua desconocida y antigua, que se repiten en eco por entre los picos de las montañas más altas.
Desde las almenas de la fortaleza pueden escuchar con claridad aquellas voces distantes, incluso ver a los lejos a los invocadores llevando a cabo sus rituales, pero dudan qué hacer ante el desconcierto que les produce la nueva estrategia de los Fanáticos, y aunque presienten que, para ellos nada bueno puede ser, renuncian a un ataque rápido que interrumpa aquellos desgarradores gritos. Los onagros y cañones están fuera de tiro; una carga de caballería, por seguro, sería repelida por el enemigo antes de llegar a ellos; y lanzar en un ataque aéreo a los escasos paladines en sus grifos de combate, podría resultar un estrepitoso desastre y dejarlos sin sus mejores tropas. Finalmente, deciden mantenerse en sus posiciones defensivas sin hacer nada y esperar acontecimientos.
—¡Sombra!
—¡Dime Luz! —contesta al instante el aludido—. ¿Has visto eso?
—Sí, y no tengo ni idea de lo que estarán invocando, pero por seguro, nada bueno, me temo.
—Lo sé, Luz. Estamos preparados, pero no sé cuánto tiempo más podremos resistir un gran ataque como el de los días pasados, nuestras tropas están muy mermadas —informa con preocupación el encargado de la defensa de la fortaleza—. Esto se va a poner muy complicado en breve.
—No te preocupes, ten confianza. Todo irá bien. —Intenta animarlo ante lo que, previsiblemente, se les viene encima—. De todas formas, no era de eso lo que quería hablarte.
—Dime, Luz... —reclama algo más animado Sombra—. ¿Qué se te ha ocurrido ahora?
—He estado observando las posiciones de los fanáticos en el continente africano, y lejos de intentar un nuevo desembarco por el sur, están desplazando a gran velocidad sus hordas de muerto a través de Oriente Medio, parece como si tuvieran intención de envolver a los revolucionarios por la retaguardia para arrebatarles nuevos territorios y recuperar los perdidos.
—Y eso..., es una buena noticia ¿No? —Intenta, Sombra, de darle un sentido positivo a los nuevos acontecimientos.
—Pues no lo tengo muy claro —Duda Luz—. Eso puede significar que dan por perdido estos territorios y tratan de expandirse por otros, o que se sienten muy seguros de que no van a perder nada o que lo recuperarán pronto y traten de ganar terreno. —Menea la cabeza tratando de aclarar su mente—. En todo caso...
—En todo caso, ¿qué...? —increpa, elevando el tono de voz, Sombra, mostrando gran preocupación ante la seriedad en las palabras con las que recibe la información de Luz.
—En todo caso, debemos continuar con nuestros planes de ocupar toda la península itálica —confirma el estratega—. Quiero que mandes órdenes a la armada para que partan con los colonos y el resto de las tropas hacia Sicilia, que se asientan en ella, levanten un puente para que puedan acceder al sur de la península y que apoyados por el arcángel suban ocupando todo el territorio hasta llegar aquí. No encontrarán ninguna resistencia y si desde estas posiciones desplazasen algunas tropas para hacerlos frente, os avisaré.
—Está bien, chaval —acata las órdenes sin rechistar.
—Nada más, Sombra... Resistid hasta el final.
—Descuida. Eso haremos. No nos queda otra.
†
Luz regresa el objetivo de los satélites hacia París, para comprobar que los revolucionarios siguen concentrando tropas a las afueras de la gran ciudad semiderruida y abandonada. Presiente que, al igual que él, su líder ha de estar preocupado por la facilidad con la que ocupó todo el territorio enemigo sin oposición alguna y no termina de fiarse de meterse por entre las ruinas de la ciudad en busca de la gran pirámide que emerge poderosa en el centro de aquella enorme urbe.
—Todo sigue igual... —rompe el silencio Luzilda.
—Por poco tiempo, presumo —contesta Luz mientras enfoca de nuevo sobre la fortaleza y en aquellos sacerdotes que continúan con sus rituales.
El sol se yergue ya poderoso en todo lo alto del cielo cuando los conjurados enmudecen de golpe, aunque permanezcan aún, con sus brazos y báculos extendidos hacia el cielo. Por entre las montañas, entre los Fanáticos que hasta ese momento no habían parado de gritar y gruñir como bestias, se extiende un sepulcral silencio, pareciera que temerosos de algo o alguien, se escondieran mudos en la espesura de los bosques a las faldas de las grandes montañas que rodean el valle y la colina sobre la que se asienta la fortaleza.
De repente, como apareciendo de la nada, oscureciendo al mismo sol y envolviéndolo todo bajo ella de una extraña penumbra, una nube negra se desplaza a gran velocidad, precedidas de una sonora estridulación que acrecienta la angustia de los defensores, al comprobar que aquella inmensa bola deformada se acerca rápidamente hacia ellos, tras sobrevolar a los sacerdotes.
Cuando ya casi ha llegado a la fortaleza aquella inmensa masa, sobrevolándola un par de veces, se deja caer, deshaciéndose como agua de lluvia en millones de escarabajos. El arcángel que permanecía abstraído, recupera con rapidez la atención y levanta, en el último momento, el escudo protector contra el que se estrellan los insectos que retoman el vuelo para tomar tierra bajo los muros de la fortaleza, fuera de la protección de la bóveda y buscan con ansia y un voraz apetito los restos de los varios de miles de muertos que siembran el campo de batalla.
El chirrido incesante y precipitado de todos aquellos insectos devorando con ansia aquellos cuerpos en descomposición, dejan petrificado a los defensores de las murallas que no saben cómo actuar ante lo que están viendo. Sombra angustiado por lo que presume pueda pasar, toma una decisión urgente y grita a sus hombres:
—¡Fuego! Tiradles, sin demora, todo lo que pueda arder, antes de que sea demasiado tarde.
Los defensores reaccionan con rapidez mientras van lanzando todo lo que tienen a mano para dar vida a un fuego que crece alrededor de la fortaleza: muebles, libros, ropa, troncos y tablones de las casas y edificios que van arrancando a toda prisa para alimentar la hoguera que se extiende ya con virulencia.
Las llamas abrasan a incontables de aquellos extraños insectos que explotan entre crujidos y un estruendo de lo que parece lamentaciones. Pero el fuego no llega hasta la gran mayoría de los que quedan fuera de rango y que, a medida que devoran carne y hueso de los muertos, van acrecentando con rapidez su tamaño hasta tomar una altura similar a los humanos, y alcanzándola, se lanzan en masa contra los muros para escalarlos con facilidad, arrastrados por un apetito voraz de carne humana.
Los defensores tratan, a duras penas, de repeler el ataque. Las poderosas corazas de los escarabajos rechazan las flechas, incluso las balas de los mosquetes, tan solo cuando atraviesan sus pechos con lanzas y espadas pueden acabar con ellos. Pero cada vez, son más los insectos que se van sumando a la refriega. Los defensores humanos comienzan a ceder ante la potencia del empuje del enemigo y perdidas las murallas, inician la retirada de manera ordenada.
—¡Luz! —avisa Luzilda en un grito preocupado, tratando de llamar la atención de su compañero—. ¡Los revolucionarios!
El varón parece no haberla escuchado, todavía intenta asimilar lo que está pasando en esos mismos momentos en el Vaticano.
—¡Luz! —insiste la mujer.
—¡Sí! Dime... —se recobra el estratega buscando con la mirada las imágenes de París.
—Los revolucionarios han comenzado a avanzar posiciones entrando en la ciudad —confirma Luzilda—. Pero fíjate allí, sobre la piedra superior de la pirámide.
Luz presta toda su atención sobre el lugar aludido. En lo más alto de la pirámide, un sacerdote supremo de Amón, un hombre delgado, y de pequeña estatura, con cabeza de halcón, agita su báculo al cielo en una nueva invocación...
—¡Si éramos pocos, parió la abuela! Lo que nos faltaba... —grita descontrolado el estratega—. A ver qué nuevo numerito se saque ahora este de la chistera...
El sacerdote, en lo que parece una acompasada danza, comienza a mover sus brazos, extendiendo la punta de su bastón hacia el cielo mientras con rapidez desde la base de la pirámide comienza a extenderse una densa y oscura masa gelatinosa que la va envolviendo por completo.
La aviación del Ejército Rojo, formada por más de un centenar de cazas y otros tantos de bombarderos, se lanza en formación contra su objetivo sobrevolando la ciudad. Pero la masa, que ya envuelve por completo la pirámide, comienza, como si tuviera vida propia, a escupir una ráfaga de flemas de la misma materia de la que está hecha hacia ellos. El cielo se cubre pronto de explosiones, al impactar sobre los aviones esas mucosidades que al contacto con el metal, como si fuera ácido, lo disuelve. Los pocos aviones que consiguen atravesar el fuego enemigo lanzan, desesperadamente, sus bombas contra aquello, pero a pesar de la potencia de los proyectiles, no parece afectarle lo más mínimo mientras absorbe las deflagraciones como si nada.
—¡¿Pero se puede saber qué es eso?! —grita con incredulidad Luz, en su tono cierta resignación ante la deriva de los acontecimientos y lo que parece cada vez más evidente, la derrota de todos ellos.
Las divisiones de tanques y artillería, escoltadas por la infantería, se colocan a distancia de fuego de aquella extraña criatura y lanzan contra ella todo el arsenal del que disponen en un desesperado intento por destruirla, pero lejos de ello, la masa que parece haber crecido de tamaño, apunta hacia sus agresores para enviarles una nueva lluvia de esputos que impactan contra los atacantes, e igualmente que ocurrió con los aviones, al contacto de aquellos dardos envenenados, los vehículos de metal comienzan a derretirse y a explotar y los soldados de infantería entre convulsiones y espasmos, inician una rápida transformación en muertos fanáticos que se lanzan a su vez contra los que antes eran sus compañeros.
En menos de un par de horas, el poderoso Ejército Rojo ha sido diezmado. Y los soldados que aún quedan con vida tratan con precipitación y completo desorden de huir como pueden de aquella masacre.
—¡Luz! ¡Luz! —reclama, Sombra, en angustiado lamento desde el Vaticano...
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