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XXIII Guerra

Novela para lectura en Wattpad 

Una inmensa masa de miles de cuerpos entrelazados se lanza en una carrera desenfrenada, cerrando en círculo, como hace la soga a un ahorcado, la fortaleza. Retumba el suelo en un estruendo ensordecedor, como si de una estampida de bestias desbocadas se tratara, mezclado con los gritos y aullidos encolerizados de aquellos que a toda prisa se van acercando.

Los onagros y catapultas, que lanzan piedras a grandes distancias, son las primeras armas defensivas que comienzan a descargar como lluvia de piedras sobre el enemigo, tras ellas las primeras andanadas de los cañones y morteros no se hacen esperar, las balas explotan reventando a todo aquel a quien pilla a distancia, y en otras ocasiones rebotan contra el suelo desgarrando, a su paso, miembros y cabezas de los cuerpos. Pero eso no les detiene, bestias mutiladas, antorchas humanas siguen avanzando hasta desplomarse consumidas y exhaustas.

Una nube de flechas con puntas de fuego silba mientras se elevan por entre las almenas para caer atravesando los cuerpos de los enemigos. Algunas de las saetas al tocar el suelo, prenden una especie de brea pegajosa e incendiaria derramada días antes por los defensores sobre el suelo y que se adhiere con facilidad en los cuerpos de los atacantes a su contacto al caer, cuando resbalan con ella. En unos minutos una inmensa llamarada se extiende a toda velocidad en un círculo de fuego y humo negro alrededor de la fortaleza, esparciendo un desagradable hedor a carne abrasada.

Pero nada parece detener al enemigo que, sigue avanzado a toda prisa y se va acercando cada vez más hasta llegar a la última estructura defensiva de que disponen los protectores, un enorme cinturón de estacas que rodea toda la fortaleza frente a los muros. Las líneas traseras empujan a los de delante que se van ensartando contra los troncos afilados, pero tampoco eso les frena y sobrepasando las defensas continúan hasta llegar y golpear los fuertes muros de la fortaleza, que retumba al impacto de los miles de asaltantes por los cuatro costados.

—¡Luz...! —trata de llamar Luzilda la atención del demonio que permanece absorto, como hechizado por la visión de las desgarradoras imágenes que muestran la carga de los Fanáticos—. ¡Los Revolucionarios...!

—¡Dime! —Se gira el aludido tras recuperarse, buscando a la mujer—. ¿Qué pasa? —insiste preocupado.

—Los Revolucionarios han iniciado la invasión como esperábamos. Se están expandiendo con rapidez sin encontrar ninguna oposición —confirma, visiblemente emocionada.

—¡Demasiado fácil! —la rectifica Luz, mientras aún permanece en la retinas de sus ojos las imágenes de los fanáticos en su obsesión por conquistar el Vaticano—. Algo tendrán preparado para detenerlos. No me cabe duda. Mejor les iría si fuesen más precavidos... Pero pensándolo bien, a nosotros nos viene mejor, o tal vez no... —sonríe con cierta preocupación mientras murmura entre dientes.

El estratega observa con detenimiento el rápido avance del Ejército Rojo en una alargada línea que se extiende por toda la frontera con sus enemigos y que está formada por divisiones de tanques, vehículos blindados y tropas de infantería bien pertrechadas, apoyadas todas ellas desde el aire con cazas y bombarderos.

Algunas divisiones se van abriendo en un sincronizado baile hacia el norte hasta alcanzar el mar Báltico, bordeando la costa por el mar del Norte para entrar en Francia a orillas del canal de la Mancha. Otra ala del Ejército Rojo entra a toda velocidad a los pies de los Alpes, ocupando todo el sur hasta las fronteras con el Paraíso para subir con posterioridad por la costa atlántica con intención de ocupar lo más rápido posible todo aquel vasto territorio. Y una tercera parte del ejército, la más poderosa y nutrida se lanza a toda velocidad hacia la gran capital de los Fanáticos para ocuparla lo más rápido posible.

A su paso, los Revolucionarios no encuentran ninguna oposición, tan solo campos yermos y ciudades abandonadas y destruidas que, al tomarlas solo hallan en pie, algunas pirámides inferiores y extrañas estructuras utilizadas por los Fanáticos para sus rituales y en las que los invasores no pierden más tiempo que el necesario para destruirlas.

Tras la rápida ocupación de los nuevos territorios, el ejército revolucionario se lanza desde todas las direcciones hacia París con intención de apoyar lo antes posible al grueso del ejército que se prepara para entrar en su objetivo principal.

Luz busca con las cámaras la capital y centro de mando de los Fanáticos, permanece igual de vacía que el resto del territorio ya ocupado. En el centro de la gran urbe se levanta la inmensa pirámide que se yergue solitaria y abandonada.

—¡Nada! ¡No hay nadie para defenderla! ¡No puede ser tan fácil! —farfulla entre dientes Luz—, de serlo y conquistar todo el territorio sin oposición, nada les detendría si decidieran una vez alcanzado sus objetivos, lanzarse en un nuevo ataque sobre el Vaticano y arrasarlo de igual manera casi sin oposición.

—¿Qué podemos hacer? —trata de buscar una respuesta la mujer—. ¿Qué se te ocurre?

—¡Nada! De momento no podemos hacer nada, solo esperar a ver cómo se van desarrollando los acontecimientos —sentencia Luz mientras busca nuevamente las imágenes del asedio a la fortaleza—. Por ahora, nuestra mayor preocupación es que no caiga el Vaticano, porque si lo hace, dará igual todo lo demás.

A pesar del ímpetu y el gran despliegue de los atacantes, los defensores de las murallas resisten manteniendo las posiciones con valentía. Los alabarderos y lanceros han levantado un muro infranqueable de picas contra los que se estrellan los muertos que caen a cientos en un incesante crujir de huesos, a su vez, los ballesteros y mosqueteros rematan a los que tratan de levantarse.

Pero los días van pasando y las fuerzas de los defensores decayendo, y por el contrario, cada vez son más los enemigos que van sumándose al intento de coronar la fortaleza, apretándose unos sobre otros suben, trepando sobre ellos mismos en una enorme escalera humana que abarca todo el contorno de la fortaleza.

Pero incomprensiblemente, al caer la tarde y llegar la noche después de varios días, un nuevo y diferente timbre se esparce en eco por entre las montañas, avisando a los atacantes para que se retiren y recuperen sus posiciones retrasadas.

Los enemigos se marchan a la misma velocidad y en el mismo desorden y caos con el que llegaron, mientras desde las almenas los defensores gritan emocionados por lo que creen ha sido una gran victoria, celebrando que han resistido un día más; y sin perder tiempo, aprovechan este inesperado descanso para llevar a los heridos a los hospitales de campaña, quemar en grandes pilas de madera y brea los cuerpos sin vida de los caídos en combate, reforzar las defensas y revisar las armas, comer y beber cuanto pueden antes de echarse, exhaustos y doloridos, a descansar un rato; no sin antes, elevar todos juntos sus plegarias y cantos de alabanza al Creador, agradeciéndole su protección en momentos tan difíciles, y pidiéndole que no los abandone a su suerte al día siguiente.

Al despertar de la próxima mañana que inevitablemente se acerca ya, sin duda, se reanudarán los combates con tan terribles enemigos.

—¡Luz! ¡Luz, estás por ahí, chaval! —reclama con insistencia Sombra, contrariado por la retirada de los Fanáticos.

—Sí, compañero. Aquí estamos —responde el aludido, sorprendido igualmente por la desconcertante decisión de los enemigos de abandonar el ataque.

—¿Entiendes algo de lo que ha pasado? ¿Por qué se han retirado los Fanáticos? No tiene sentido.

—¡No! No entiendo nada de lo que hacen estos bastardos, me tienen confuso —niega el estratega moviendo la cabeza—. Tal vez, este primer ataque solo les haya servido para tantear las fuerzas de que disponemos y mañana regresen con una carga más poderosa, lo que no me cabe duda es de que con los primeros rayos del sol, redoblarán sus esfuerzos, no se han lanzado a esta conquista, abandonando todos los territorios adyacentes, para irse tan rápido, eso no tendría sentido. Quizás...

—¿Quizás, qué? —Entrecorta la frase Sombra.

—No, nada. Cuando empezaron a retirarse, pensé que a lo mejor regresarían para defender la pirámide principal, al menos eso haría yo, pero muy al contrario, tan solo han recuperado las posiciones, por lo que no tienen intención de volverse y seguro regresarán al ataque pronto... —Trata de buscar una explicación a tan extrañas maniobras—, cuando el estratega que los mueve, así lo decida.

—¿Entonces? —insiste Sombra desconcertado.

—Entonces, nada, reorganiza el ejército y descansad todo lo que podáis, mañana será un día mucho más largo y duro que lo han sido hasta hoy, esperemos que termine igual.

Arrecia la noche despejada y fría, salpicada de estrellas que tintinean sobre un cielo oscuro y triste. Luna nueva parece, tímida, querer esconderse de tanta violencia que se esparce por este desquiciado mundo humano. Desde las montañas se escucha en eco desgarrador los gritos y alaridos de los Fanáticos que aguardan impacientes una nueva orden para atacar, y al otro lado de los muros, fuera de la fortaleza, miles de cuerpos destrozados se apiñan abandonados, muchos de ellos, aún con vida en muerte, se retuercen y arrastran entre gemidos desgarradores, tratando de regresar, como hicieron los otros, a sus posiciones.

Por el contrario, un sepulcral silencio campea por el Vaticano, la mayoría de sus habitantes tratan de dormir un rato haciendo acopio de fuerzas, tan solo un puñado de guardias vigilan desde las almenas, atentos a cualquier imprevisto que se pueda producir, pero aterrados ante la visión de todos aquellos cuerpos de los que alguna vez fueron hombres y que ahora inundan de inmundicia humana un vasto territorio frente a ellos.

Y flotando etéreo sobre el gran obelisco de piedra, el único arcángel que defiende la fortaleza parece abstraído y distante, recuperando algunas fuerzas de la tenue luz que desprenden las distantes estrellas y las pilas de fuego que van perdiendo fulgor a medida que pasa la noche para dejar paso a una nueva mañana. 

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