XIX Londres
Luz, dejándose perder sin rumbo fijo, deambula solo por las calles y amplias avenidas de la ciudad mientras observa atento con todo lo que se va cruzando; los edificios que guardan secretos olvidados al paso del tiempo, combinando sus estructuras antiguas de otras épocas con el estilo futurista más acorde con los tiempos actuales que vive la ciudad, y los enormes carteles publicitarios de luces parpadeantes de neón que tratan de llamar la atención de los viandantes. No hay coches ni vehículos de transporte público, tan solo algunos portales por los que los humanos entran y salen para ir de un lugar a otro de la ciudad. Todo permanece en un estado de impoluta e insultante limpieza, ni un papel en el suelo ni una mancha en alguna pared, un ejército de robots se encarga de tenerlo todo reluciente.
El visitante presta mayor atención a la gente con la que se va cruzando, una multitud que parece ir de un lado a otro a toda prisa, ensimismados en ellos mismos y atrapados en la tecnología que los domina; pero en esencia, les resulta muy parecidos a todos aquellos otros con los que se cruzó anteriormente en otros lugares.
El día, construido artificialmente con destellos de luces que desprende una esfera dorada que transita con lentitud por la bóveda celeste que los envuelve y protege, es claro y luminoso. Unos grandes ventiladores colocados en las paredes de algunos edificios recogen las impurezas del aire y esparcen por todos los rincones una suave y fresca brisa de aire puro con una humedad perfecta; aunque Luz añora la oscura niebla y el aire rancio con olor a azufre y podredumbre que se esparcen por la capital del infierno. Se respira paz, seguridad y confianza, como si se supiera ya de antemano todo lo que va a pasar, en contraposición a esa sensación de tensión y alerta a lo desconocido y al peligro que te acecha en cualquier rincón de su añorada ciudad.
Sí, todo cambia de un lugar a otro donde te encuentres en cada momento, los edificios, calles y avenidas, el aire, las personas y los transportes, la cultura, las tradiciones, las modas, los gustos, hasta el cielo y el sol que nos envuelven a todos y que son inmutables... todo aquello parece diferente según desde donde se miran. Pero hay algo que permanece inalterable para Luz, cuando detiene por unos instantes su ajetreada y acelerada vida de vértigo, siempre le embarga hasta el tuétano esa insoportable sensación de melancolía y soledad que lo ahogan, sumiéndolo en la desesperación y la angustia.
Se detiene en una intersección de calles que dan a una plaza muy transitada y salpicada de teatros y tiendas, en el costado suroeste una fuente antigua de bronce coronada por un ángel con cara desencajada pareciera enfadado, que da la sensación de estar volando y con gran esfuerzo tensa un arco. Luz, por un instante, siente como si el ángel lanzara la flecha y le atravesara el pecho, parece marearse y con dificultad da unos pasos hacia atrás, incapaz de seguir avanzando en aquella dirección, busca en una calleja menos transitada e iluminada.
Unas luces de neón que anuncian un bar llaman su atención: "La cueva de los abandonados". Sonríe sorprendido por la casualidad de llamarse igual a aquel que solía visitar en su ciudad y sin pensarlo dos veces entra en su interior.
Aunque las dimensiones puedan parecerse, la estética y el ambiente son, sin duda alguna, muy diferentes. En esta cueva no huele a rancio y a perdedores, ni el humo de los cigarrillos se arremolina entre viejas y sucias lámparas con bombillas amarillentas. No hay borrachos recostados sobre la barra durmiendo la mona, ni parejas de enamorados bailando al son de las notas tristes de un blues, ni ilusos e idealistas jóvenes conspirando revoluciones, ni siquiera un puñado de amigos cantando y brindando alegremente, desafiando a una vida dura.
Luz busca la barra, se sienta en una confortable banqueta que se amolda a su trasero y saluda con efusividad:
—¡Eh, Ton! ¿Cómo va eso? ¿Cómo lo llevas? Mucho tiempo sin pasarme a verte.
Un robot con forma humanoide y vestido a la usanza, se vuelve al ser llamado para responder con perfecta voz humana:
—Buenas tardes, señor. ¿Qué le sirvo?
—Ponme una botella de lo más fuerte que tengas, Ton —pide con amabilidad.
—Disculpe, señor. No comprendo...
—¿Bourbon, Ginebra, Vodka...? —pregunta contrariado el recién llegado—. Cerveza...
El camarero clava su mirada en Luz sin saber qué hacer ni que responder.
—¡Entiendo! —resuelve Luz al comprender que por aquellas tierras el alcohol ni siquiera se conoce—. Está bien, póngame algo, lo que tengas más a mano. —Empieza a impacientarse ante la falta de iniciativa del robot—. Póngame eso, lo que está bebiendo aquel tipo del final de la barra.
—Enseguida, señor —resuelve el camarero mientras coloca un vaso de cristal sobre una plataforma y con una especie de pistola va cargándolo de líquidos de diferentes colores, para al rellenarlo, ponerlo en la barra junto al recién llegado.
Luz observa el brebaje de color azulado por un momento, introduce un dedo en una especie de gelatina y lo prueba antes de beber, le resulta insípido, sin fuerza, aún así decide beberlo de un trago.
—Ponme otro, Ton. Pero esta vez de color naranja —sonríe sin darse cuenta de los efectos que le está produciendo aquella bebida.
—Lo siento, señor. Solo se puede consumir un cóctel por día. Son las normas no puedo contrariarlas... —trata de explicarle el camarero.
—He dicho que me pongas otro. No me lleves la contraria o salto y me lo pongo yo —reclama elevando el tono de voz, Luz.
—Señor, no puedo... —busca el robot con la mirada una cámara que les observa desde una esquina del local. Parece recibir en un destello en su frente, una señal de aquel o aquella que les vigila—. Por supuesto, señor, usted tiene barra libre, puede consumir todo lo que le apetezca.
Luz se ha percatado del movimiento del robot y se gira para encontrar la cámara, puede suponer quien le está observando y coge el vaso para beberlo de otro sorbo.
—A tu salud, querida —sonríe en un balbuceo mientras eleva el vaso, brindando hacia la observadora—. Por todos los demonios del Infierno. ¿Qué lleva esto?
Luz se levanta con dificultad y dando algunos tumbos busca acomodo en uno de los sillones más confortables que se encuentran desparramados por toda la sala. Su mente se expande y contrae en dimensiones y formas geométricas que parecen trasladarle a otros lugares. Trata de concentrarse buscando con la mirada a otros clientes del local que permanecen sentados en otros sillones, aunque a diferencia de él, ellos tienen unos cables enchufados a una caja y con unas ventosas a sus sienes.
—Si me permite que le ayude, le conectaré la música —avisa otro camarero que atiende la sala mientras le conecta las ventosas.
Luz se siente completamente relajado, como mecido por el viento. Una sensación de tranquilidad, de relajación, de paz, le lleva a reposar por primera vez su espíritu atormentado, apaga su melancolía y su tristeza.
—Esta es música a 432 Hz, dicen que es la música que se escucha en presencia de la Inteligencia Ordenadora Pura —susurra la voz de Luzilda, como de una madre cariñosa y atenta, en su cabeza a través de aquellos cables—. Ella es el pensamiento puro, los planetas, las estrellas, las galaxias, todo danza en perfecta armonía a su voluntad y de sus labios, dicen, suena algo parecido a esto.
Luz se deja llevar como flotando en el espacio, llevado por esa música, atravesando dimensiones. No hay tiempo, no sabe cuánto habrá pasado desde que llegó allí, su mente está vacía de todo pensamiento, él solo se deja ir en la vibración de la música.
Poco a poco va recobrando los sentidos, como si regresara apaciblemente de un largo viaje a aquel mismo lugar donde empezó. Las imágenes borrosas en aquel bar se mezclan con el de aquel otro en el conoció a aquella increíble mujer de pelo y ojos negros, y la música le lleva al sonido de su dulce voz cantándole el estribillo de una canción:
«¿Qué más puedo darte? ¿Qué, que no me hayas quitado ya?
¡Me robaste el corazón y lo devoraste mientras aún latía!
¡Me robaste el corazón, ooh, y lo devoraste mientras aún latía!».
—¡Yo, yo te arrastré hasta lo más profundo del Infierno y te abandoné allí, sola! ¡Te fallé, confiaste en mí y te fallé! No puedo soportar esta carga, no dejo de ver tu rostro suplicante mientras Satanás devoraba mi corazón. ¿Por qué? ¿Por qué no supe protegerte? —Entra en cólera de rabia e ira, y arremete con una patada contra la mesa que vuela por los aires, golpea con sus puños atravesando la pared del bar para caer en el suelo encogido como un bebe en el vientre de su madre; y llora, por primera vez, Luz-Bel, el príncipe de las tinieblas, el heredero de dos tronos, el vencedor de todos los desafíos, llora como un niño abandonado.
Trata de recomponerse, parece escuchar algunas frases sueltas de aquella noche que le vienen a su memoria, reconoce en ellas la voz de Ton, aunque él no le prestó demasiada atención en esos momentos, permanecía distraído en la conversación de aquella hermosa mujer.
«Se rumorea que va a haber levantamientos armados a todo lo largo y lo ancho del Infierno y que los compañeros del otro lado vendrán en su ayuda para derrotar a los demonios e instaurar un régimen revolucionario como el suyo...
»¡Qué equivocados están! Cuando llegue el momento, no vendrán en su ayuda, se quedarán solos y morirán como ratas...».
—¿Tú ya lo sabías, verdad, padre? Sabes que están preparando un levantamiento y estáis preparados para sofocarlo. Tú y ese malnacido de Satanachia sabéis que solo es una maniobra de distracción porque preparan la invasión de Europa y habéis preparado vuestra propia ofensiva... —Golpea su puño con todas sus fuerzas contra el suelo—. Pues disfruta mientras puedas, porque te voy a dar por todos lados, y al final, al final te arrancaré y me comeré tu corazón, padre.
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