XIV Pontífice
Regresan sobre sus pasos, recorriendo galerías y claustros, dirección al corazón del Vaticano.
«¡Eh, chaval! Te estaba buscando. ¿Qué ha pasado?», reaparece Sombra entre los reflejos de las vidrieras.
—¿Ahora vienes? Pues que sepas que no te voy a contar nada —reprocha Luz a viva voz, pareciese que estuviera hablando solo; a su alrededor algunos monjes sumidos en la oración lo miran molestos.
«Es que..., cuando os marchasteis entro la superiora y se nos metió en la cama con el hábito y todo, ni te imaginas lo que me ha costado dejarla contenta. ¡Qué mujer más fogosa! ¿A saber cuánto tiempo llevaría insatisfecha la pobre señora? Hubiera sido descortés no haberla complacido», alardea sombra de su última conquista.
«Sí, ya sé yo, lo complaciente y caritativo que eres», recrimina Luz.
Carraspea el guía avisando de la llegada al lugar indicado y tras detenerse frente a una gran puerta de madera lujosamente decorada y protegida por una guardia de honor, abre ligeramente dejando escapar de su interior un olor rancio entremezclado con incienso y hace un amago con la mano, invitando a Luz a entrar en su interior.
—Bueno, amigo. Hasta aquí mi encomienda. Ha sido un placer conocerte y haber compartido unos gratos momentos en tu compañía. Espero que hayas disfrutado de la visita y sobre todo, que haya sido provechosa. Mis mejores deseos en todos los proyectos en los que te embarques —regala con una tierna sonrisa de aprecio dibujada en su rostro.
—Pero... Está bien, comprendo. Sin duda lo ha sido y siempre te estaré agradecido, igualmente mis mejores deseos para ti —agradece Luz con sinceras palabras, para entrar con sumo cuidado, precavido, con respeto y tremenda curiosidad.
La habitación permanece sumida en la penumbra, tan solo un ventanal que da paso a un balcón, deja escapar algunos haces de luz entre una gruesa cortina oscura. La escasa iluminación apenas permite ver las paredes decoradas con frescos que representan momentos históricos de un pasado de esplendor y gloria. Numerosas estatuas de mármol de personas en diferentes poses a tamaño natural y trabajadas con tan exquisito lujo de detalles que parecieran tener vida propia. Junto a una de las paredes y sobre una tarima de madera un gran trono de oro repujado de piedras preciosas permanece vacío.
Luz se mantiene inmóvil sin saber qué hacer ni hacia dónde dirigirse.
—Bienvenido, joven, a mi prisión o a mi refugio de paz, todo es según como se quiera ver —avisa una frágil voz del que parece ser un anciano escondido tras la penumbra cerca del ventanal—. Espero que su estancia entre nosotros haya sido de su agrado... —continúa en un ahogado esfuerzo por seguir hablando, carraspea y mantiene un profundo silencio.
—Sí, mucho, muchas gracias —agradece el recién llegado con sumo respeto.
—Ven, acércate, déjame que te vea más de cerca. Estos viejos ojos ya apenas pueden ver —pide con cierta ternura el anfitrión. El chirrío en el movimiento constante de una mecedora de metal en la que se mece, crispa y alerta al recién llegado.
Luz se acerca arropado en un cóctel de sensaciones y de dudas de cómo comportarse, aunque parece sentirse seguro mientras avanza despacio hacia la voz que le llama, se detiene a su lado, presiente la fragilidad de la persona que le habla.
—Ven, no tengas miedo, no voy a comerte —sonríe entre una sonora tos—. ¿Cómo podría? Solo soy un viejo y débil mortal a tu lado...
Luz se agacha, acercando su rostro al del anciano que con una mano aparta con gran esfuerzo uno de los paños de la cortina, dejando entrar un poco más de luz y con la otra mano palpa con extrema ternura el rostro de su invitado, deteniéndose y dibujando con unos finos dedos la marca en su frente.
—¡Vaya! Realmente eres tú. He de confesarte que cuando llegó la noticia de tu aparición allá por las tierras lejanas de la Teocracia, al principio no lo creí y luego traté de buscar una explicación a hecho tan trascendental. —El anciano vuelve a carraspear, cansado por el esfuerzo—. Pero no lo dudé ni un momento, sin duda era una buena noticia, supiera o no los motivos..., los designios del Creador son insoslayables y tratar de comprenderlos puede ser una pérdida de tiempo.
El anciano abre un poco más la cortina para dejarse ver. Luz contiene su asombro a la visión de aquel hombre consumido, tan solo un amasijo de huesos recubierto de una delgada capa de piel, su rostro una calavera con unos finos y trémulos labios, los ojos cerrados y sobre su cabeza escasos mechones de largos y delicados pelos blancos que más bien parecieran de seda. Pero lo que más sorprende al recién llegado es la marca sobre su frente, el número «II», la misma que tiene su padre.
—Sí —confirma el anciano—, la marca que me delata como Sumo Pontífice de la Teocracia y que me tiene aquí atrapado desde hace quinientos años, cuando mi predecesor cayó en las invasiones de los fanáticos, siendo yo un niño.
—¡Ay, joven Lu... —detiene en seco sus palabras—. ¿Me permites pronunciar tu nombre? —reclama en lo que parece una súplica.
—Sí, claro, por supuesto —confirma el aludido.
—Hay tantas cosas que no sabes..., Joven Luz-Bel, y no nos queda apenas tiempo para enseñártelo todo.
—Pues, no lo perdamos...
El anciano extiende una trémula mano para coger con dificultad un vaso de agua y darle un par de sorbos antes de dejarlo de nuevo, se recuesta sobre su mecedora, recoloca una pequeña manta sobre sus piernas y resguarda sus manos sobre su viejo hábito de monje, más desgastado incluso que él, y con calma comienza a explicar:
«El Creador de este mundo quiso que todos en esta vida habríamos de morir, mas no todos al mismo tiempo. Por deseo del creador el sumo pontífice de la Teocracia solo podría hacerlo cuando otro marcado en la frente le remplazara en el trono. Yo, como te comenté, sustituí a mi antecesor, pero después de mí, todavía no ha aparecido ningún otro, así que aquí sigo desgastándome poco a poco y sin poder escapar como uno más hacia el Creador... ¡Ya ves! Que terrible carga puso Él sobre mis hombros. Y aquí, se secaron mis ojos, asomado a esta ventana, esperando poder ver aparecer a aquel que me de descanso...».
Hace una pausa el narrador de tan increíble historia, jadea levemente por el esfuerzo.
—¿Quieres tú?, joven Luz-Bel —ofrece con cierto tono de esperanza—. La Teocracia necesita un hombre joven, fuerte y decidido que afronte los grandes retos y las dificultades a las que nos enfrentamos. Tú estás preparado, tienes coraje y buenas intenciones...
—¿Yo? ¿Cómo? Soy un demonio. —Le pilla la propuesta por sorpresa.
—Todos los humanos en este mundo, somos ángeles o demonios, solo depende de nuestros actos ser uno u otro. —Hace una pausa para tomar aire y elevar la voz—. ¿Y bien?
Luz sopesa una respuesta, el desafío que supone, la oportunidad de llevar a cabo todo lo que había planeado en el Infierno, pero sobre todo la posibilidad cierta de enfrentar a su odiado padre. Clava su mirada en aquel anciano sin aún decidirse.
—Descuida, tú no envejecerás como yo. Los de tu raza, a diferencia de los humanos, no envejecen ni mueren por ello, tan solo lo hacen al quitárseles la vida de manera violenta. Tan solo el Creador quiso que de todos nosotros... —detiene en seco sus palabras cerrando sus mortecinos labios.
—¿Qué...? —reclama Luz una respuesta que cree presuponer.
—Que tú y tu sombra regreséis tantas veces haga falta hasta que se cumplan sus designios —confirma con rotundidad y sin dejar espacio a dudas—, o que una fuerza superior a él así lo consiga.
—¿Qué fuerza puede haber con tal poder? —Se pierde Luz entre cuestiones filosófico-religiosas.
—Por ejemplo... otro creador de mundos que accediera al nuestro... si no lo hizo ya. Tengo mis dudas sobre la procedencia de los fanáticos y de su Libro. Pero eso son solo especulaciones. Este viejo chochea y a veces le da por imaginar cosas —responde con preocupación y algo de temor—. En fin, ¿en qué estábamos? ¡Ah sí! Tenías que darme una respuesta a mi propuesta, ¿te has decido, ya?
—Sí...
—¿Y?
—La respuesta es no, eso me llevaría a tenerme que enfrentar con los míos y no me parece honesto, además, no creo que sea el camino.
—Lo imaginaba, no esperaba menos de ti —asiente moviendo la cabeza mientras dibuja una sonrisa pícara con sus labios—. Por eso preparamos el plan B...
—¿Cómo...?
—Si tú no, quizás un descendiente tuyo pudiera, si nace con la marca... —remarca en risitas burlonas que más parecieran chillidos de una rata—. Pero eso no depende de nosotros, ya sabes: El hombre propone y el Creador dispone —parece continuar con la burla.
—¿Cómo habéis podido? ¿Me trajisteis aquí para esto? —refunfuña molesto Luz, sintiéndose víctima de una perversa trama.
—No, te trajimos para ofrecértelo todo, que no es poco y tú, lo has rechazado. —Torna serio el Pontífice—. No nos puedes culpar por esto, nosotros solo pusimos el caramelo y tú, te lo comiste. No es justo que nos acuses por ello, podrías haberte negado.
—Sí, eso es cierto. —Trata de recomponerse Luz.
—Además, míralo por el lado positivo —insiste el anciano—. Vas a tener la oportunidad de ser el padre que quisiste tener, y puedes tener aquí un gran aliado si fuera necesario. Si lo miras así, todo son ventajas.
—Podría ser... —comienza a asumir la posibilidad.
«No le des más vuelta, chaval, me da que, uno por otro vamos a ser papa. ¡Si es que eres un picha brava!», bromea Sombra.
«¿Yo? Pero si eres tú, el que me mete en todos los fregados, serás cretino. ¡Cállate! No quiero hablar más contigo en una semana por lo menos», refunfuña Luz.
—Luz-Bel —recupera el pontífice la atención del demonio.
—Dime...
—Si no quieres el trono de la Teocracia. ¿Qué quieres? ¿Qué podemos hacer para agradecerte tus servicios?
—Yo... quiero matar a mi padre —responde con rotundidad.
—¿Eres consciente de que, el día que lo hagas, tendrás que tomar el trono del Infierno hasta que un vástago tuyo te venza a ti? Esa es la ley de los demonios.
—Me da igual lo que pase después, yo solo deseo vencerlo y acabar con él.
—Lo imaginaba... —Torna serio el anfitrión—. Está bien te ayudaremos. Ve a los pies del trono, allí hay una espada, mi espada, está forjada con metal del cielo, no hay en la tierra ninguna otra arma que la supere en poder destructivo. Tómala, úsala con inteligencia y valor, cumple tu objetivo y devuélvela al lugar de donde la has cogido.
Luz resplandece a aquellas palabras, se dirige hacia el trono, lo mira fijamente al llegar, sobre él una corona y un báculo, símbolos del poder del Imperio que ha rechazado, a sus pies una espada reluce en destellos dorados, parece llamarlo por su nombre, la coge por el mango con determinación y ansia, la eleva para equilibrarla y una descomunal potencia invade todo su cuerpo, arrastrándole hasta clavarlo contra una pared. Multiplicadas su fuerza, su destreza, sus habilidades y sentidos, el fuego de sus ojos se derrama en llamaradas. Tras dominarla camina a paso lento y pesado, bajo él retumba el suelo, se detiene frente al ventanal, aparta la cortina, abre la ventana y una ráfaga de aire fresco golpea su rostro, su melena vuela acompasada, sale al balcón, apunta al arcángel que sobre el gran dolmen le mira y se coloca en posición de combate.
Luz vuela hacia su oponente como si fuera un rayo, tan solo se ve un resplandor de luz a su paso; y golpea con todas sus fuerzas con la espada contra el escudo, para hacerse una idea de su fuerza y la potencia del arma.
El arcángel parece ceder al golpe, saliendo disparado varios metros en el aire; ligeramente aturdido, se recompone con gran esfuerzo y se lanza con todo su ímpetu en un nuevo golpe de espadas que al choque derraman centellas iridiscentes, resuenan a cada envite como la tormenta. Enfrascándose ambos combatientes en un intercambio sin cuartel de golpes.
Bajo ellos y sobre las almenas los valientes hombres y mujeres de la Teocracia que estoicamente resisten tan prolongado asedio, descansan por un rato de sus quehaceres, dejando a un lado sus penas y preocupaciones, y gritan y aplauden emocionados ante tan apasionado combate, recuperando su confianza y esperanza en una pronta victoria frente a sus enemigos, al tener tan poderosos guerreros de su lado.
Y desde el balcón del Vaticano, un anciano consumido y ciego, se resguarda sobre su hábito y sonríe feliz porque su sacrificio ha valido la pena y pronto, muy pronto podrá ir con la cabeza alta al encuentro de su Creador.
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