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IX Paraíso

El resto de la travesía se desarrolló con cierto hado de melancolía, tan solo quedaba a flote un galeón con graves daños en el armazón y una fragata de escolta que abría con lenta parsimonia tan dramática procesión.

Tras la retirada de la bestia, de las naves sobrevivientes habían echado al agua todos los botes de que disponían, para con celeridad rescatar del mar a cuantos supervivientes pudieron antes de continuar con la marcha que les regrese a puerto seguro.

Luz permanece inmóvil y mudo, suspendido sobre la galleta del palo mayor, tratando de comprender todas aquellas emociones y sentimientos nuevos que le embargan y le sumen de confusión y dudas; desde su atalaya observa con concentrada atención a los humanos que se agolpan en el barco como hormigas, sus plegarias y cantos que hablan de fe, devoción y esperanza, ascienden hacia él reposándole su atormentada alma. Los oficios religiosos en honor de los difuntos les unen en un único espíritu, compartiendo la pena por la pérdida de los seres queridos y transformándola en alegría por sus creencias en la resurrección de sus almas.

—¡Tierra! —alerta de tan grata noticia la misma voz que algunos días antes avisó del ataque del kraken.

Al momento, los humanos se apresuran buscando hacia popa, redoblando con alegría y orgullo sus cantos, abrazándose y felicitándose unos a otros por haber llegado al Paraíso sanos y salvos. Luz agudiza sus sentidos, buscando con su vista hacia la dirección indicada para deleitarse con la visión tan maravillosa de la costa ya cercana y el agradable sonido de los redobles de campanas que los anuncian; embriagado del momento se suma con el resto de pasajeros en su felicidad compartida.

No tardan en acercarse al puerto cuando la tarde ya cae, llevados más por las ganas que por las desgarradas lonas. A su encuentro salen barcas de blancas velas que les llevan provisiones y agua, ilusión y alegría; y lanzan cabos desde los barcos con los que remolcan, ayudándolos a entrar a puerto seguro.

En las dársenas se agolpa una multitud de humanos esperando el arribo y el desembarco de los pasajeros. Primero van bajando los heridos, algunos por su propio pié y otros, ayudados por camilleros y médicos que van dándoles los primeros auxilios y dirigiéndolos a algunos carros para llevarles al hospital portuario. Un grupo de funcionarios sube a bordo para ir recabando información de los datos personales de los que bajan, de los desaparecidos y de cuanto aconteció en la travesía, para que quede constancia y emitir los pertinentes informes, nada queda sin detallar, ni el estado de los barcos, de las mercancías que trajeron ni las que se perdieron en el viaje. Ya andan los capitanes entregando sus cartas de navegación.

La expectación y la tensión son máximas a medida que los pasajeros van bajando a tierra firme, en una extraña combinación de entre los gritos de alegría y felicidad en el reencuentro de los familiares de los que han regresado, y los lamentos y llantos de los familiares de los que no lo consiguieron.

Luz se deja caer sobre la cubierta del barco cuando ya ha sido abandonada por la mayoría del pasaje, y sin saber muy bien qué hacer o hacia dónde dirigirse, se acerca como el resto, a la pasarela que le lleve a tierra firme. A su paso todos se apartan, buscándole curiosos con sus miradas; nadie en tierra sabía de su llegada y sorprendidos se preguntan de dónde y cómo pudo llegar al Paraíso un demonio. Pero los supervivientes se abalanzan hacia él, besan sus manos y sus pies en agradecimiento sincero al considerarlo su salvador. Y la noticia de aquel demonio que venció a la bestia y la devolvió al abismo se extiende por todas aquellas tierras.

De entre la multitud, un hombre que perdió a su esposa se acerca con paso cansado, en su mirada ya no hay odio ni resentimiento, y al llegar a su lado se funde en un sincero y cálido abrazo.

Luz no sabe cómo reaccionar ante gesto tan desconocido por él y dejándose llevar le devuelve en misma demostración de afecto.

—¿Qué hará ahora, señor? —le pregunta con curiosidad.

—Seguir adelante con mi nueva vida, ingresaré en algún monasterio para ayudar a los demás y agradeceré cada día al Creador por el regalo de permitirme estar en el Paraíso y de redimir mis pecados.

—¿Pero ella...?

—Ella ya está con nuestro Señor —responde el mortal con entre sentimientos contrapuestos de tristeza y alegría.

Tras despedirse de aquel hombre, Luz, entrando en la ciudad, se aleja del puerto, en su forma humana apenas nadie lo distingue y puede pasar desapercibido, dejándose llevar por calles y plazas donde los humanos se comparten en actividades tan diferentes, algunos en procesiones devocionales a tallas de madera que trasladan sobre tronos, y otros, por el contrario, reunidos en tabernas, brindando, cantando y bailando como si el mundo se fuera a acabar; y así, entre paseos solitarios por aquella ciudad, poco a poco va pasando la noche y asomando el alba.

El recién llegado se siente atraído hacia el centro de la gran urbe, como si una extraña fuerza lo arrastrará hacia allí, en el medio de una gran plaza sembrada de estatuas y cipreses, una gran e imponente catedral se eleva sobre el resto de los edificios, la enorme estructura de piedra destaca por la sobriedad y austeridad de sus formas, algunas gárgolas en lo alto de los muros parecen observarle con atención. Luz admira con detenimiento el edificio bien conservado aunque parezca ser de gran antigüedad, decidiéndose finalmente, con recelo, a entrar; su cuerpo se estremece al ingresar en lugar tan sacro, sus sentidos se colapsan al aroma de los inciensos y al canto angelical de un grupo de monjes escondidos en sus hábitos, su corazón comienza a latir con fuerza y su alma parece querer escapar para elevarse hacia el cielo, su vista parece perderse en la radiante luz que atraviesan las imponentes vidrieras de colores y le golpean como afiladas saetas, pero sin embargo a él, nada de aquello parece llamarle la atención, permanece en un elevado y peligroso estado de mística transmutación.

«Vamos, chaval, salgamos de aquí, no estamos preparados para permanecer mucho tiempo en este lugar, podría traernos consecuencias imprevisibles y tal vez desastrosas. Además, nos aguardan fuera. No hagamos esperar a nuestro anfitrión», avisa entre pensamientos Sombra.

Con gran esfuerzo, arrastrando de esa parte de él que no quiere marchar de ese lugar, Luz consigue salir al exterior, poco a poco va recuperándose de ese estado que le absorbía en lo más profundo de su ser. Ya fuera, presiente la presencia de un poderoso ser tras de él; con celeridad se da la vuelta, elevando la vista hacia arriba, para observar como erguido sobre el florón del gablete principal, permanece suspendido un arcángel exactamente igual a aquel que había en el campamento militar de las lejanas tierras desde donde vino, las mismas armaduras y yelmos dorados, las mismas alas plegadas, y similar pose que le hace parecer abstraído como si estuviera en otro lugar.

Luz despliega sus alas y asciende hasta ponerse a la altura del arcángel, mirándole de frente. El arcángel extiende sus alas y eleva la espada que agarra con fuerza, apuntando hacia el recién llegado.

«Presiento que nos está retando, colega», avisa Sombra.

—¿Quieres pelea? —grita Luz mientras transforma su cuerpo, sacando la garra de su mano, tomando una posición defensiva, desafiante pero con cautela, desconoce por completo a su oponente.

El arcángel no responde, tan solo se coloca en posición de combate y tras unos segundos de cortesía, arremete con todo su ímpetu. Luz apenas puede zafarse con gran destreza del aluvión de espadazos que recibe, poco a poco va cogiendo confianza y devuelve algunos golpes, igualmente detenidos por su oponente.

Abajo, en la plaza, se van congregando un gran número de personas que miran con sorpresa y admiración tan increíble duelo, gritan y animan con unanimidad a su campeón frente al demonio.

Tras un intercambio de golpes en el que ambos contrincantes se habían estado tanteando, empiezan a tomárselo más en serio, convirtiéndolo en un auténtico pique por demostrar cuál de los dos resulta vencedor.

En un imprevisto movimiento, el arcángel agarra la mano armada del demonio y arrastrándolo hacia él lo desequilibra, aprovechando la ocasión para atraparlo con el brazo por el cuello, apretándole con fuerza; pero Luz consigue escaparse del abrazo y revolviéndose sobre su oponente, le golpea con su rodilla sobre la espalda, haciéndole tambalearse y caer algunos metros; pero cuando Luz lanza inmisericorde con todas sus fuerzas la garra en lo que piensa será la última estocada, el arcángel se da la vuelta en un rápido movimiento, lanzando su brazo contra el atacante. El choque de ambas armas crea un estruendo parecido al rayo de una tormenta.

El grito desgarrador de dolor se escucha por toda la ciudad, la espada ha partido por la mitad su garra y un líquido viscoso de color oscuro surge de la mano del demonio que presa de la confusión, cae desarbolado en un contundente golpe sobre el suelo.

Los congregados en la plaza rompen en un grito unánime de júbilo y vítores ante la victoria de su protector.

El arcángel rectifica con celeridad el vuelo y busca la garra que cae al peso y regresa al lado de su oponente para entregársela. Luz, ya recuperada su forma humana, la recoge y la recoloca en su mano en un nuevo alarido de dolor.

El vencedor da un par de cabriolas en el aire y hace una señal al demonio para que le acompañe. Luz, sobrepuesto ya, estirando sus alas, se acerca a él para seguirle de cerca. 

Juntos abandonan la ciudad cuando la tarde ya cae y llega una nueva noche salpicada de estrellas y de dos cometas que surcan el cielo del Paraíso, un arcángel de luz y un demonio del Infierno con rumbo a lo desconocido. 

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