Capítulo uno
❝ Two lonely people we were strangers in the night
Up to the moment when we said our first hello ❞
Nuestra historia inicia un año después de que fuera declarado el fin de la llamada Segunda Guerra Mundial.
América era un páramo de armonía y luces por doquier. Sus habitantes estaban ansiosos de aprovechar los años venideros como si fueran los últimos. Muchos se habían casado, otros incluso se divorciaron, los amantes huyeron a través de las sombras buscando una mejor vida, los soldados alzaban sus placas, orgullosos por el deber desempeñado, honrando a aquellos que no lograron regresar, y los héroes fueron recordados junto con cada una de sus hazañas por las jóvenes generaciones.
1946 llegó marcando una nueva esperanza. Incluso los que alguna vez creyeron que no vivirían para ver las fiestas de Fin de Año ahora festejaban juntos en la Plaza Central mientras que por cada rincón de la ciudad de Nueva York se escuchaban gritos, vítores y aplausos acompañados por el brillo de los fuegos artificiales en el cielo.
El sargento Clancy alzó su copa con energía, derramando un poco de su bebida en el suelo del bar; cosa que a nadie le importó, pues todos estaban concentrados en pasarla bien y no borrar ni por un segundo las sonrisas de sus caras. Poco a poco, se fue abriendo paso entre las personas que bailaban, sosteniendo a la teniente Barbara Hart por un brazo. Los dos reían como niños, gesto que no cambiaron al ver como su amigo de toda la vida, el aburrido del grupo, los observaba desde la barra junto al barman.
-¡Macho! ¿Cómo es posible que la fiesta esté tan animada y tú todavía tengas esa cara de culo? -Clancy se abrazó a su espalda, no por broma, sino porque ya no le era posible mantenerse en pie.
El Coronel Leigh sonrió.
Stephen Leigh, antiguo miembro de la Primera Unidad de Infantería que desembarcó en la playa de Omaha para luchar ferozmente contra los soldados alemanes, le dedicó una mirada cargada de gracia a sus compañeros y continuó bebiendo.
-Si estuvieran lo suficientemente sobrios recordarían que a mí este tipo de alborotos no me van.
-Todavía no estamos lo bastante alborotados, primo. Deja que comiencen con los juegos de quién da más ¡Mesa que más aplauda! ¿Te apuntas?
¿Y terminar tan ido como ellos? ¡Ni de broma! Pasaría la noche entera dándole vueltas a la misma manzana.
-Mejor me quedo donde estoy.
Un silbido silencioso se escuchó cerca de su oído.
-Me han dicho que Lenora Oliver hará su gran aparición en cualquier momento -tarareó Jack Clancy, interrumpiendo los suaves balbuceos de la rubia a su lado.
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo? -atacó el Coronel.
-¿Ahora me vas a decir que no te gusta? Si desde que éramos niños me mandabas a dejar flores en su puerta para luego salir corriendo a toda pastilla.
-Lenora está comprometida, y yo ya no pienso en ella de esa forma desde que regresamos.
El pelinegro bufó, seguidamente arrebatándole el vaso de su mano para empinarse él mismo.
-Diablos ¿Qué coño le echaron a este escocés? -maldijo cuando el líquido le raspó la garganta- ¿Sabes, macho? A veces me pregunto cómo puedes ser tan ciego. En serio ¿Es que acaso no lo ves?
-¿No ver qué?
-Que a ella le gustas -se apresuró en decir Barbara-. No todos los días ves un hombre así de bueno, valiente e íntegro babeando por ti y desaprovechas la oportunidad. Soy amiga suya y la misma Lenie me dijo con todas sus letras que sería capaz de dejar su compromiso si te atreves a ser valiente.
El castaño claro rio ante las ocurrencias de su prima.
-Dudo mucho que lo que dicen sea cierto.
-¡Que te digo que sí, hombre! ¿Cuántas veces te he mentido yo en la vida?
-Si iniciara la cuenta no terminaríamos ni mañana.
-Pfff, aburrido.
-Bueno. Da igual si ahora no quieres nada con Lenora, pero por lo menos abandona tu oficio de artista correcto y sal a cometer pecados más a menudo -lo alentó su amigo-. En serio, me preocupa mucho tu encierro luego de todo lo que viviste allá en Francia.
-Hablas estupideces. Yo salgo como cualquier hombre soltero de mi tiempo hace. Solo que no voy seduciendo a todo lo que se mueve en falda corta.
-Te equivocas. Barbs usa faldas cortas y nunca ha pasado por mí. Aunque si lo hiciera dudo mucho que se recuperara...
La fémina aventó un golpetazo al hombro de Clancy, provocando que este hiciera una mueca producto del dolor que le sacudió los huesos.
-¿Ves, Hart? Por esos gestos para nada femeninos es que no te llevo a una cita romántica -se quejó.
-Ni la ibas a tener de todas formas. Nos vemos luego, Steph.
El aludido se despidió, elevando ambas cejas a la vez que observaba como esos dos se apoyaban la una en el otro para no caerse de cueces al suelo, embriagados por el ambiente y la bebida.
No se iba a molestar en preocuparse porque Barbara llegara sana y salva a su apartamento, pues tenía a Jack, que la protegía como un hermano celoso. Además, Stephen era consciente de que su prima ni con tres botellas de ron cubano en la sangre perdía su actitud intimidante o la fuerza que la llevaba a meterse en serias pelea. Ejemplo de ello fue su pasado conflicto con Grace Hopper, otra teniente de la Marina que no parecía compartir sus mismas ideas y con la cual se llevaba como perros y gatos. Por eso estaba de más decir que era un ejército de una sola mujer, y muy probablemente si llegaban a meterse en líos sería ella quien acabara salvando el trasero de Jackson.
De pronto, el sonido de una trompeta surcó el aire alegremente. Dándole vida al local y a sus paredes vibrantes.
El Coronel observó cómo las personas se movían y reían entre ellos. Vivos, desconocidos y distintos ¿Cómo es que la mayoría podía ocultar diferentes secretos y a su vez poseer los mismos miedos? Su conciencia de artista lo llevaba a hacerse tantas preguntas absurdas, pero que a la vez tenían tanto sentido para él. Cosas que muchos jamás se detendrían a analizar. Interrogantes perdidas en viejos anaqueles y rostros fugaces olvidados por el tiempo.
Al final, todos siempre tendrían una historia que contar.
Pagó con un billete encima de la barra y se bajó de su silla para irse de aquel sitio tan apabullado. En las calles, a pesar de la notable película de niebla que caracterizaba a la época, las farolas no permitían que la oscuridad entorpeciera la vista de los peatones. Iban de un lado a otro, sin preocupaciones, en pareja o solitarios, ignorando el hecho de que era ya tarde, aunque por la vibra, parecía más temprano.
Stephen ocultó sus manos en la chaqueta de su uniforme ─ese que poseía cuatro medallas de sus distinciones más importantes─,dio media vuelta hacia la avenida más cercana, cruzándose con varios desconocidos que lo saludaban cordialmente al verlo pasar.
Al ser soldado, las personas le sonreían y lo trataban con mayor respeto. Puede que incluso lo detuvieran en medio de la calle para estrechar manos y agradecerle por su labor, pero ninguno lograba identificar la sombra que se escondía tras sus ojos. Porque él era solo un hombre cualquiera que casualmente un día se vio siendo llamado a cumplir con su deber para con la Patria; y eso le exigió dar todo de sí, más de lo que era capaz de entregar.
Afortunadamente, todavía estaba vivo y también parte de sus amigos más allegados. Otros, simplemente, no lo lograron.
Porque ir a la guerra era como meterse en los caminos que dan al infierno, buscando una vía para escapar del laberinto de trincheras sin ser atrapado por las bestias que rugen en el interior. En ese camino se fueron Scott, fiel seguidor de Dios con una voluntad inquebrantable; y Isaac, otro buen hombre que no se cansaba de contar todos los planes que tenía en mente para cuando la guerra acabase y pudiera volver a casa con su esposa y su hijo.
Lastimosamente no todos los sueños pueden realizarse, así como un héroe no siempre puede ser invencible.
Steph todavía alcanzaba a escuchar los gritos de la esposa de Isaac en sus sueños cuando él y Jackson fueron a entregarle sus chapas militares. Allí conocieron a Zachary, el niño del que tanto habían escuchado y que, en efecto, era el vivo retrato de su padre.
A medida que se adentraba más a las calles de Brooklyn, las más oscuras y silenciosas, su subconsciente se perdía en los recuerdos que habían dejado los campos de batalla en él. No solo había dejado una parte de su alma en ellos, sino que estos se llevaron toda la inspiración que alguna vez sostuvo en su pecho con orgullo: Los pensamientos de dicha, los colores, las imágenes preciosas que poseía para plasmar con tinta o en óleo desaparecieron sin más, dejando solo un agujero de tristeza y trauma.
Era por eso que carecía de energías positivas, y a eso se refería Clancy cuando decía que se preocupaba por él y su encierro. No solo físico, sino también emocional ¿Qué era de un artista sin su pasión? ¿O un escritor sin imaginación? Nada.
No obstante, si había algo que el soldado no perdía, era la esperanza de encontrar algo en la sociedad que lo impulsara a continuar con su obra inconclusa. Se aferraba a la posibilidad de que, si lo hallaba, el antiguo él volvería. Así que buscaba a través de la noche, mirando hacia la Luna. Astro que él consideraba como el mayor tesoro que afirmaba la noche. Habría querido tantas veces incluir tal belleza en sus escrituras, pero nunca le gustaba lo que escribía sobre ella, así como sus cuadros carecían de absoluta perfección.
Se detuvo a solo unas manzanas del parque más cercano cuando sintió la necesidad de percibir el corte amargo de un cigarrillo.
Sabía que si Jack lo veía se estaría riendo por un año dado a que todavía era un principiante en eso de la nicotina, lo que hacía que sus caladas fueran cortas y atoradas.
Con un simple vistazo a su alrededor, se percató de que a pesar de que pocas personas caminaban por la acera, el barrio era uno de los más pobres de Brooklyn.
Le agradaba, porque se había criado en esas callejuelas. Su madre había tenido que cargar con él desde el día que quedó embarazada de un congresista irlandés que se negó a reconocerlo como hijo suyo. En teoría, era un bastardo. Por eso admiraba grandemente el sacrificio que tuvo que hacer Isabelle Leigh para permitirle crecer y convertirlo en el hombre que era.
No iba a mudarse de ese lugar por mucho dinero que tuviese ahora, pensó mientras miraba distraído hacia cada persona que le pasaba por delante. Hasta que una en específico captó su atención: Una divina representación de las dríades en la vida real.
La mujer vestía un conjunto rojo escarlata bajo el peso de un abrigo beige, y la gracia de sus pasos era como un huracán al pasar. Los zapatos que llevaba apenas tenían tacón, lo que le facilitaba caminar con más libertad. Además, el cabello dorado que iba semirecogido en un extraño moño hacía realzar mucho más las facciones de su rostro perfecto.
Al pasar por su lado tan apresurada, Steph apenas sí se percató de que sus pómulos eran altos y que, a pesar de la poca luz que proporcionaban los faroles, estaban levemente ruborizados.
Resultaba divino verla. Sus sentidos se relajaban con ello. Sin embargo, aquel repentino estado de hipnosis no le impidió escuchar los comentarios de un grupo de hombres que aparentaban charlar en las paredes de una bodega.
"En la próxima calle ya es nuestra", fueron sus palabras antes de seguirla, y la piel de Steph se crispó ante la posibilidad de una tragedia.
Astutamente, tomó la callejuela vecina a la que la dama escogió, prácticamente sobrevolando el asfalto dando zancadas para llegar antes que ellos. Sabía que aunque se metiera en su camino los demás lo superaban en número, por lo que no serviría de nada que intentase ayudarla cuando tampoco sería capaz de defenderse a sí mismo.
Tuvo entonces que echar a correr hasta el final de la cuadra y doblar a su derecha. Allí, pegó su espalda a la pared de un muro que componía una residencia y, por el resquicio, asomó su cabeza para cerciorarse de que había llegado a tiempo.
Ellos estaban aún lo bastante lejos, pero la joven se veía desesperada.
Aprovechó ese momento para emerger de la oscuridad, cubrirle los labios con una mano y atraerla hacia su escondite en las sombras. El menudo cuerpo de ella temblaba agitado bajo su agarre, tan frío como témpano de hielo.
Se hizo el silencio. Ninguno de los dos se atrevió a moverse.
De los dos, Steph fue el único que siguió las voces de los sin vergüenzas hasta que no pudo escucharlos más. Entonces, y solo entonces, notó el calor repentino que le proporcionaba el cuerpo de la desconocida, quien permanecía en estado de shock. Una mano le tapaba la parte de la boca y la otra presionaba el vientre con la intención de mantenerla quieta.
-Por poco...-alcanzó a decir en medio de un jadeo, más para convencerse de que estaban bien que para mostrar su cansancio luego de casi saltarse dos calles seguidas a la carrera.
Tras varios segundos en silencio decidió soltarla, puesto que tanto tiempo manteniéndola prisionera le resultó muy indebido.
Pero ella no se apartó.
Todo lo contrario. Cuando se vio libre lo primero que hizo fue girarse sobre sí misma y echarle los brazos al cuello sin vergüenza alguna, llorando como si su alma se le escapara con cada sollozo.
El Coronel Leigh, como todo caballero, repasó sus movimientos antes de hacer nada. Volvió a sostenerla con intención de servirle de apoyo y transmitirle toda la confianza que necesitaba para tranquilizarse.
La rubia se hacía cada vez más pequeña, aferrándose a su chaqueta.
-Tranquila, ya pasó -le susurró bajito, frotando su espalda de arriba a abajo.
Ella se fue separando de a poco, consciente de que estaba dándole un espectáculo al hombre que le había salvado la vida.
-Oh gracias. Gracias por ayudarme. No sé qué me ha pasado, yo solo....
-No es necesario -la miró, dedicándole una sonrisa de alivio- Ninguna mujer debería pasar por este tipo situación. No iba a dejar que ellos le hicieran daño mientras estuviera cerca.
Un profundo suspiro la abandonó cuando leyó la sinceridad de aquellos ojos azules. Daba gracias a Dios de que él hubiera estado cerca, de lo contrario, estaría lamentándose por salir a la calle sola.
-Ha sido un héroe para mí ¡Oh, por favor! Dígame ¿Cómo puedo compensarlo?
Él sonrió. Aquella desconocida realmente tenía un acento muy bonito.
-Bueno, quizá si me permitiera saber su nombre.
La joven parpadeó. Una acción tan simple que lucía encantadora en su persona.
-Soy Amy -murmuró nerviosa- Amy Bujold.
-Pues en ese caso es un gusto conocerla Amy... aunque no haya sido de la forma más convencional -aún no muy convencido, tomó su delicada mano entre las suyas y depositó un leve beso en sus nudillos- Stephen Leigh, a su servicio.
-Es usted realmente un buen hombre, Stephen.
Y era cierto. Nunca nadie se había mostrado tan preocupado por su bienestar, menos la habían rescatado de algún aprieto.
Él se fijó en la maleta que descansaba entre los dos.
-Lo siento, no me di cuenta de que llevaba equipaje -en realidad, ni siquiera se percató de ello- ¿Iba a alguna parte? Si lo prefiere puedo acompañarla para que nadie la vuelva a molestar. Lo que, siendo francos, sería una tranquilidad para usted tanto como para mí.
-En realidad... -ella agachó la cabeza- Acabo de llegar a la ciudad. Me habían recomendado un lugar, pero no han querido aceptarme así que no sé a donde más ir y estoy perdida.
Steph frunció el entrecejo ¿Qué clase de ser sin corazón se negaría a brindarle un techo donde descansar a una mujer sola que no tenía a donde ir? Por un momento sintió la molestia acumularse en su sistema al pensar en ello. Amy lucía cansada y asustada. Como si el susto que pasó no fuese suficiente.
La rubia apretó los labios en una fina línea, sin apartar sus ojos del soldado. Su expresión transmitía cierta desolación, y Steph, quien iba cayendo perdido como un tonto por cada suspiro que ella emitía, se dijo que sería un acto terrible de su parte el abandonarla.
-Luego de lo que casi le llega a suceder me rehúso a dejarla sola -él se dedicó a pensar en lugares que estuvieran abiertos a esas horas, y lo cierto era que en Año Nuevo las opciones en Nueva York se reducían de pocas a nada. Pero aquella era una respuesta que no se atrevía a dar, así como tampoco era una opción darse por vencido- Escuche, tal vez esta sea una propuesta algo indecente, pero le juro que mis intenciones son sanas y honestas...
Ella lo observó con confusión:
-Me temo que no le estoy entendiendo.
-Amy le ofrezco encarecidamente pasarse por mi casa a por una taza de té mientras pensamos en cómo solucionar el problema de su hospedaje. No obstante, ahora quisiera preguntarle yo ¿Aceptaría usted irse conmigo sabiendo que soy solo un extraño?
Contrario a lo que pensó que pasaría, ella respondió a su oferta con una sonrisa agradecida y radiante.
-¿Extraño? Yo no veo a ningún extraño por aquí.
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