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2. Luna Nueva: Bella Idiota

Bella Idiota
La oscuridad y la sinceridad, van de la mano, ¿verdad?

«17 de enero 1966

La oscuridad y la sinceridad, van de la mano, ¿verdad?, es lo único, que me queda después de perderla como lo he hecho.

Llevo semanas y meses, sin pegar los ojos, pues su recuerdo sigue en el pecho, como el brillo de la luna que se acaba con el sol. Esta es como una historia que no me gusta repetir en mí, solamente entiendo que, para el mal de amores, nada funciona como tal, ni siquiera el tiempo.

Es que aún siento su respiración en mi piel, mientras nos hacíamos el amor, con tanto desenfreno, que pensé que nunca dudaría de ella... pero entonces todo se derrumbó como un cuento de hadas, sin final feliz.

Entonces, érase una vez... ¿Cuál érase una vez? Si esto es un cuento sin fin en el que yo perdí todo, ¿por qué debería estar acostumbrado a despertarme todas las noches así, de una manera nada sutil?

De hecho, al pasar cierto tiempo con el nudo en la garganta, no se me hacía nada sencillo respirar, pero debía concentrarme siempre en lo que un día, tontamente, le prometí a esa tonta mujer que me envenena todavía con su puta ausencia, como si mi vida ya no estuviera jodida: convertirme en el mejor abogado de la región. ¡Maldita promesa!

Me desperté a mitad de la noche, como siempre, mirando el reloj que marcaba las dos y media de la madrugada. Aquello hizo que se removiera en mi cabeza el sentimiento por ella, pues es mi puto martirio, y yo el hombre que le enseñó a amar, que le dio luz para que anduviera con su cuerpo por la acera, desfilando sus infinitas caderas y cabello castaño con esos ojos que me joden y molestan.

Aunque, definitivamente, no haya dormido bien en días o, mejor dicho, en muchos meses desde la última vez que la vi en brazos de ese otro idiota que odio con todo el corazón.

—Dios. ¡Es que es bella, demasiado bella! —exclamé—. Tan descaradamente bella que me atormenta la paz y la armonía que nunca tuve.

Suspiré, sentándome con los pies en la cama, ya que el frío de la ciudad era más potente que en las montañas, donde viví casi toda mi vida.

—Es que, mientras quiera sacarme a mi "bella idiota" de la cabeza, ella se aferra a mí y mi alma... Mi corazón y mi sentido, además de mi poca cordura, que le pertenecen a ella a "bella idiota" —hablo para mí mismo en mi propio susurro atormentado.

Solo en la habitación, pensando sobre aquello que resulta aliviar mis culpas, aparentemente. Si mis culpas; por no ver lo que estaba pasando mientras que dejaba que a ella le estuvieran metiendo cosas en su adorable alma que amé y adoré como nadie lo hará, aunque esté con ese imbécil arrogante, siempre la adoraré. Era un alma pura, sin remedio y sin fin, muy atípica en estos tiempos de corrupción. ¡Maldita sea mi suerte de adorarte, señorita Abadía! ¿Cómo se puede amar y odiar a una sola persona?

"Don Darío" no sabe todo lo que a ella le gusta realmente... Como le gusta ser amada. Una rosa en la mañana y un chocolate al salir de estudiar en esa época, ahora me imagino que es toda una profesional, un beso a la luz etérea de su cuerpo. ¿Qué va a saber él de amor si acabó de acomodarle a sus necesidades absurdas?, una mujer tonta, seca y sin sueños.

Marcia, no era así, antes, por el contrario, ella me mantenía sobre el piso, con esa mirada verde que te desquicia un poco y que de una u otra forma, me da paz en el mismo infierno, amarrado de pies de cuello.

Es entonces que me guardo otra vez un grito de dolor, ya que no pude hacer nada, la perdí sin luchar como un buen cobarde ante esa injusticia, antes que el amor que sentía se volviera algo netamente algo sexual. Es que era de esa inverosímil y traidora manera que podía hacerle pagar, aunque bien sabía que resultaba ser todo lo contrario, voy a ser y a sentirme tan inútil ante su ausencia que invalida cada sentido, cuando trato de sacarla de mi cabeza, además recuerdo por mi gran y único amigo, Aurelio Hoyos.

—Para olvidar a esa mujer, a usted le tocará nacer de nuevo. Y eso es como imposible —me tiraba una sonrisa traidora, dejándome una estera de amargura en mi propia oficina.

Levanté mi cuerpo con dificultad y caminé hacia la cocina, bajando tres escaleras hasta la nevera para buscar algo de comer, pero no hay nada y las tripas me suenan como castigo avisando que, si no comía alguna cosa, me moriría y le daría gusto a esos malparidos... La nevera estaba vacía y la sorpresa ya no era tanta, pues solo había licor y me atreví a abrir una botella de ron a medio beber, siendo esto nada importante sin importar lo dañino que pudiera ser, pues, aunque comiera, no cambiaría mucho.

—Recuerdo las veces que la ayudé con su tarea de álgebra avanzada.

Me limité a decir antes de tragar el líquido amargo que se cuela en la garganta y siento cómo baja quemándome las entrañas y viseras, haciéndome recordar el efímero momento en que la convertí en mi mujer sobre la mesa de la cocina.

—¡Maldita mujer! —exclamó con dolor.

Tiré todo a la reverenda mierda, ya no me importaba nada luego de que su cuerpo derrotara a mis antojos absurdos, su voz era una cuota incesante al saberse quedar conmigo en la vaga cabeza de este hombre que se hizo grande por ella.

Y, a pesar de la soledad que devora la realidad, sería prudente volver a dormir, pues el maldito frío siempre era horrible sin cuerpo al cual amar.

De repente, comencé a sentir golpes con pequeñas piedras en mi ventana lo cual era demasiado extraño, al principio pense que era la lluvia, pero no sentía más frio de el que ya estaba habituado, por otro lado, había pedido vacaciones en la oficina y, además, a esta hora no debía haber nadie en las calles.

Fue entonces que, con molestia, me retiro de la cocina hacia el cuarto para mirar quién carajos estaba tocando, colocándome una chaqueta mal puesta antes de ir.

Dejé que golpearan un poco más hasta que se volvió putamente irritante y, ya harto, abrí la ventana pese a que el frío cafetero bien pudiera golpearme como siempre.

— Hola —hablé desde la ventana dirigiendo mis ojos hacia el horizonte.

La oscuridad era vasta ni con las luces se veían, por lo que bajé mi mirada directamente al sitio desde donde venían las piedritas que golpeaban. No alcanzaba a ver bien quién era, pero pareció que mi simple saludo le dañó los nervios y le carcomían el alma.

— ¡Casanova! —exclamaron fuerte desde la calle

No podía distinguirla bien no tenía mis lentes, pero aquella voz hizo que mi interior se regocijara, tratando de entender todo un poco más, era tan real luego de un tiempo que acababa dañándome un poco más, como siempre. La voz era joven, aunque ronca, quizá, de tanto llorar.

— ¡Abadía! —respondí en un grito, ese apellido se oía como seda en mis labios, aunque perturbado porque escuchar esa voz me partía la tranquilidad, tan estúpida y efímera como el viento calcinante de la ciudad capital, en Manizales—. ¿Qué carajos haces buscándome a esta hora?, no te da miedo que la gente de Benjumea, te siga o es que ya te cansaste de ser la "mujer perfecta", para ese hijue...—me tape la boca para no ser más grosero y vulgar. Recriminando hacia dentro, con un grito mientras escucho cómo ella llora desconsolada sin importar que los vecinos se dieran cuenta. Esperé un poco hasta verla haciendo mala cara, tratando de verse como la divinidad demoniaca que era, respondiendo en tanto le bajaban unas gruesas lágrimas.

— Perdóname, no debí, pero...quisquillé para que su jodido orgullo se descolgara en su frente—. Es que...

Iba a arrepentirse de estar frente a mí, caminando hacia atrás para regresar por donde vino, al tiempo que yo estaba con las jodidas ganas de amarla, de meterme entre sus piernas, de besar ese lunar que se encontraba en su cadera derecha, esa mancha que era mía.

— Primero que todo ...—suspiré mientras agarro los vidrios rotos con una sola mano y gritaba para que ella me pudiera escuchar—, ¿por qué estás llorando? No me digas que el "señor perfecto" no te compró la última colección de ropa o no te llevo a Paris...—me mofaba de esta situación, aunque nunca me gusto que me mirará desde abajo, por primera vez se sentía gratificante.

Aquel apodo lo dije con sarcasmo pues, ella misma lo recalcó el día en que me pusieron una caución para no acercarme a ella. Además, realicé un ruidito estúpido con la garganta, arrepintiéndome rápidamente de haberle dicho eso, aunque no lo sé bien y me da vergüenza recordarlo ahora si hubiera sabido la verdad de todo.

— Jonás, no seas sarcástico porque no te queda para nada bien —habló ella con dolor, tomando aire para confesarlo todo—. ¿Crees que fingir amor es algo fácil?

— Para ti sí, de seguro que fue fácil acostarte con el otro —dije rápidamente, como si me estuviera clavando una daga en mi propio cuello—. Te recuerdo que fuiste vos quien me dejó.

— Que bajo has caído, Jonás Casanova —un silencio mortal se hizo presente y con tanta latencia que duele todo de solo recordar su belleza encima de mí.

— Si viniste hasta mi casa a recriminarme por no ser como aquel "imbécil, arrogante", ¿Por qué no te vas de aquí? —, ella volvió a llorar aún más, por lo que estuve a punto de pedirle disculpas, aunque algo me puse freno, la envidia, la puta envidia que ardía en la garganta—. Además, ¿Qué hablas tú de caer bajo? Si te has comportado...

Me reprendí a mí mismo, no quería estar peleando con ella, pero tampoco podía dejarla así, como si no me hubiera lastimado de todas las maneras posibles, como si no me hubiera dejado roto... ¡Maldita sea, Marcia!

La parte más clara de la vida se da en los momentos más oscuros.

— No, Jonás, nunca te he comparado con él, ya que no hay punto de comparación—dijo ella, limpiándose las lágrimas sin sutileza, restregándose la cara de muñeca que tiene —. Te busqué porque estoy esperando a que abras la puta puerta de mierda, ya no me importa lo que mamá y papá piensen o hagan.

Mordí mi labio, impaciente, creyendo que era mentira, pero ella tocó el timbre que sonaba como chicharra del colegio, pues estaba desesperada.

— Y sí, me comporté como una puta durante estos años, si es que eso era lo que ibas a decir.

En mi conciencia no cabía lo que estaba escuchando. Marcia Abadía estaba plantada en la puerta de mi casa, arriesgando su vida por mí y aceptando sus culpas, estábamos a puertas del apocalipsis, aquí y no me di cuenta. yo sin tener ni un hijo. Aunque mirándola a ella ahí, esperándome como siempre quizás habría oportunidad de ver el amanecer después de tanta bomba explosiva.

— Dime. ¿Me vas a abrir o tengo que ir al convento, donde mi hermana Genoveva?

Sonreí como un idiota.

— Ya va —boté los vidrios en la basura antes de abrirle.


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