Tu historia entre mis dedos
Wilson tecleaba algo en la computadora que Edward no podía ver. De hecho, lo único que Green podía ver en la pantalla, era un destello luminoso. Sin que se diera cuenta, intentó tocar la pantalla, pero la retiró cuando despertó de su letargo al sentir que algo lo succionaba del otro lado.
—¡Cuidado, Edward! No querrás entrar ahí, te lo aseguro —advirtió Lorraine.
—¿Qué es eso?
—Un portal. Es solo que algunos llevan a un bello lugar y otros, a una réplica personalizada del infierno. El problema es que no puedes saber cuál es cuál hasta que estás ahí. Los medios electrónicos no funcionan igual en este lado.
—¿Qué escribe?
—No lo sé —cierra los ojos y se concentra—. Intenta contactar a Emily. Creo que sería más fácil si le dieras la dirección.
—No la recuerdo.
—Edward...
—Es verdad, no la recuerdo. De hecho, creo que estoy olvidando algunas cosas.
—¿Qué tipo de cosas?
—Detalles, nombres, gente que he conocido.
—Eso es normal, en dos siglos conociste a mucha gente. No te preocupes, los espíritus no pierden la memoria.
—No, si no me preocupo. Pero es para que sepas que no estoy tratando de obstaculizar la sagrada misión de Wilson.
Jean Philip revisaba las noticias, cuando vio un anuncio que, al parecer, se había vuelto viral.
Se levantó de prisa y fue a buscar a Brenda para enseñarle la fotografía de la joya, la cual, reconoció de inmediato.
Emocionada, se llevó las manos a la cara.
—¿Es ese su anillo, Madame?
—¡Sí, Jean Philip, ese es! Dile que venga y dale lo que pida.
—¿Cree que diga la verdad?
—Si no, haré que lo pague muy caro.
—Entonces, le responderé.
—Ojalá no sea mentira, Jean Philip. Tú sabes bien cuanto me ha pesado haber perdido ese anillo.
—Dice que no quiere ninguna recompensa y prefiere entregarlo personalmente.
—Vaya. Entonces que venga.
—Le daré la dirección.
Wilson dio un grito de triunfo, apenas podía creer que tuvo que esperar tan poco. Y no solo eso, Jean Philip le informó que, por órdenes expresas de Brenda, un avión privado iría por él, solo tendría que estar listo en el aeropuerto en tres horas.
Apurado, se levantó y se puso a preparar todo para el viaje. No cabía en él de tanta felicidad. Al fin la vería otra vez, cara a cara. Esa preciosa cara de ángel, con esa naricilla y esos enormes ojos con los que no había parado de soñar desde la última vez.
—Qué comience la función —dijo Edward en un tono amargo, sabiendo que cualquier cosa que hiciera en contra de Frederick lo iba a pagar.
Catalina no dejaba en el intento por reconquistar a Gil, sin saber que cada vez que la tocaba, otro turbio detalle se revelaba. Sin embargo, a pesar de eso, algo en ella parecía sincero. Y por más que la razón le gritaba que ella era un desastre con piernas y que lo único que le traería serían problemas y pérdida de tiempo, era su debilidad. No por nada la había perdonado tantas veces.
A ella no le interesaba la escuela, la carrera, ni nada que no fuera la fiesta. Solía beber mucho y fumaba sin parar. Era autodestructiva. No tenía conocimiento de que consumiera drogas, pero tampoco habría sido extraño.
Para Gil era importante su carrera, no le gustaban las fiestas ni perder el tiempo en tonterías. Tampoco tenía vicios. Casi nunca bebía, de hecho, solo lo hacía por darle gusto a ella, pero no era algo de su agrado. Le gustaba mantenerse alerta, con la mente clara y no podía comprender la manía de alguna gente por privarse y perder el control de lo que sucedía a su alrededor, exponiéndose a peligros innecesarios. En fin, todo lo opuesto a Catalina. Tal vez por eso lo tildaba de aburrido.
Muchas veces pensaba en que, si su padre viviera, jamás aprobaría la relación que mantenía con la alocada joven. Cómo tampoco la aprobaba su madre, quien no ocultaban su desagrado cada vez que se presentaba en su casa. Pero claro, a su madre no le agradaba nadie, ni siquiera él. Cordelia era un cenote sagrado lleno de amargura, tristeza y soledad, que solía despreciar a todos.
Desgraciadamente, a pesar de saber todo eso, Gilberto sentía que había entre ellos, un lazo extraño y al parecer indestructible. Muchas veces había intentado alejarse de ella, tantas como lo había decepcionado, pero jamás conseguía hacerlo más allá de un par de semanas. O él la buscaba o ella lo hacía. Y al parecer, la tendencia continuaba.
Wilson llegó puntual al lugar donde lo citaron y de ahí lo trasladaron a otro lugar donde un avión privado lo llevaría a Mexicali, según le informaron.
Nunca había estado ahí, ni siquiera estaba seguro donde se encontraba, pero si ella estaba ahí, poco importaba. Iría al mismo infierno solo por verla, por tenerla frente a él.
—Hey, fantasma... —llamó a Edward cuando se quedó solo.
—Van a creer que estás loco ¿Qué quieres?
—¿Dónde queda Mexicali?
—En la frontera, abajito de California.
—¿Cerca de Tijuana?
—¡Sí, cerca de Tijuana! —respondió irritado.
—Qué raro que ella viva en un pueblito.
—Nada me gustaría más que verte morir despedazado por ella, pero si aprecias en algo tu vida, no se te ocurra decirle eso. Mexicali es la capital del Estado de Baja California. Pero supongo que en la primaria de tres pesos a la que asistías, no impartían geografía debidamente.
—Yo solo conozco Tijuana.
—¡Sí, todo el pinche mundo solo conoce Tijuana! Pero el Estado tiene cinco municipios: Mexicali —recalca—, Ensenada, que es donde nos casamos Emily y yo en 1919 y en dónde le di ese anillo que malamente tienes puesto.
—"Interesante" —Se burló. No sabía que a los fantasmas se les pudiera hacer enojar con cualquier tontería.
—Tecate, Tijuana y Rosarito.
—¡Me aburres!
—Está bien, mete las cuatro, digo, las tres —rio.
—Ah, ahora te vas a burlar de mi condición.
—¡Obvio! Estoy muerto, merezco algo de diversión. Pero ya cállate, me molesta tu acento. Me molestas todo tú, de hecho.
—Algo muy malo debí hacer para tener que soportarte. Lo peor es que no recuerdo qué.
—Ya lo recordarás.
—Mejor voy a dormir.
—Hazlo y si es para siempre, mucho mejor.
—Te mueres de rabia porque sabes que la voy a ver y seguramente, a tocar. Y tú no puedes. Porque estás muertito.
—¿Y qué, que la veas? ¿Crees que se va a enamorar de ti solo con eso? Ella solo quiere su anillo ¿Y sabes por qué? ¡Porque eso la une a mí! ¡Y no, no vas a tocarla!
—Pero tú estás muerto, Edward. Deberías dejarla seguir con su vida, ¿No crees?
—¡No, no creo!
—Pues que egoísta eres, tío. Pero ya veremos.
Wilson se acomodó, se cubrió con la manta y tomó una siesta.
Edward, aunque no estaba feliz por la forma, no podía negar que le emocionaba casi hasta las lágrimas saber que vería a dos de los seres que más amó en su vida. Su dulce Emily Rose y su hijo. Esperaba que para entonces, ya estuvieran juntos, como siempre debió ser. Ya tendría oportunidad de eliminar a los estorbos sin consecuencias.
Algunas horas después.
Al llegar a su destino, un auto negro lo esperaba para llevarlo directo a la Casa Green.
—Buenas noches, señor... —saluda el afable Jean Philip.
—Wilson, Frederick J. Wilson —responde y le ofrece la mano.
—Si, mucho gusto. Veo que lleva puesto el anillo.
—Si, así está más seguro, créame.
—Le agradezco que cuide tan bien de esa joya, madame estará muy complacida.
—Eso espero.
Jean Philip abre la puerta de atrás para que Wilson aborde.
Cada vez estaba más cerca y el corazón de Frederick saltaba de emoción. Bajó la ventanilla para contemplar el paisaje. No había mucho que ver y si mucha tierra por todos lados. Subió de nuevo la ventanilla para evitar segur ingiriendo más polvo. Escuchó la risa de Edward, quien se burlaba de él como siempre.
Jean Philip bajó el cristal que dividía el asiento de enfrente y el de atrás para preguntarle algo a su pasajero, pero unos ojos aguamarina lo distrajeron por un segundo, a través del retrovisor y luego desaparecieron. Al parecer, el visitante venía acompañado.
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