Lo que somos
Jean Philip subió el cristal que separaba los asientos, pues no pudo soportar la mirada del ente que acompañaba a Wilson.
Era irritantemente penetrante, intimidante, aún más que la de ella. Belél le había contado un poco de la historia de la pareja. Nada realmente trascendente, una pequeña parte de aquella trágica historia de amor.
Por eso, él sabía perfectamente quien era ese ente, además, lo veía diario en el cuadro de la sala. Madame había logrado capturar su alma en ese retrato. Belél comentó alguna vez que siempre había sido muy celoso y posesivo, por lo que no era nada extraño que "acompañara" a ese hombre.
Nervioso, decidió dar vuelta y tomar la Avenida Colón para acortar el camino hacia la Colonia Nueva, que era donde se encontraba la casa.
—Ese tío no me inspira confianza, se ve muy nerviosito, ¿no crees?
Comentó Wilson en voz baja.
—No seas racista, Wilson.
—No, no tiene nada que ver con que sea negro, no te confundas. Es...no sé, solo no me inspira confianza.
—Wilson, Wilson, no importa qué tan bajo hables, él puede escucharte a kilómetros.
—¿Cómo sabes?
—¡Porque es un vampiro!
—¿Y Cómo lo sabes?
—Lorraine me lo dijo. Además, por lo regular siempre convertimos a nuestros empleados. Duran más.
Espero que no estés en tu periodo, sería desastroso —rio.
—Eres un imbécil. Un vampiro, hazme el favor. Eso es una estupidez.
—¿Vivías en un pantano asqueroso con una jauría de perros parados y no crees en los vampiros?
—Yo nunca vi nada.
—Basta con ver a tu hermano, ni siquiera necesita que haya luna llena. Y tú tampoco te quedas atrás.
—¡Con mi familia no te metas!
—Tranquilo, cojo, ya llegamos.
—Al menos yo estoy vivo.
—No por mucho.
Por ir discutiendo con Edward, Frederick ni siquiera se dio cuenta cuando el carro se detuvo, hasta que el conductor se bajó y le abrió la puerta para que saliera.
Jean Philip lo guio hasta la entrada y lo hizo esperar en el recibidor. Al entrar, lo primero que vio, fueron los dos retratos. El de Edward y el de August.
—Grandísimo hijoeputa arrogante tiene ahí.
—Me alegro de que no haya olvidado eso, siempre ha tenido mucho talento —comentó Edward sin hacer caso a la provocación de Wilson, aunque Jean Philip si lo escuchó.
—Le recomiendo que se abstenga de expresar ese tipo de comentarios frente a la señora, si es que quiere conservar la cabeza en su lugar —advirtió el mayordomo con sonrisa amable y agregó—. La memoria del señor es sagrada para ella.
—Bien dicho, Jean Philipe —secundó Edward.
Una puerta se abrió haciendo que su corazón se acelerara, pero se decepcionó al ver a un hombre joven asomarse.
Si bien a Wilson no le importó un comino la presencia de Gilberto, Edward se emocionó hasta las lágrimas cuando lo vio después de tanto tiempo. Le frustró mucho no poder abrazarlo, o que ni siquiera pudiera verlo. Aunque hubiera preferido no mostrar debilidad, la presencia de su hijo lo puso muy emotivo. Era un niño cuando lo vio por última vez y ahora era todo un hombre, todo un Green.
—Buenas —saludó Gil.
—Buenas tardes.
—¿Y tú eres?
—Frederick Wilson.
—Ah, hola —estrechó su mano.
—¿Y tú eres...?
—Gilberto Aranda.
La misma actitud, él mismo modo de mirar. Hasta esa postura, con los brazos cruzados y la cabeza ligeramente levantada, delataba su parentesco. Pensó en molestar a Edward diciéndole qué tal vez él no era su hijo, pero era imposible cuando el muchacho parecía una versión más joven de él.
Algunos minutos después, bajó Brenda luciendo un elegante conjunto de pantalón y saco negros. Entonces, frente a frente con ella, Wilson olvidó su nombre, su vida y hasta donde estaba parado. El azul grisáceo de los enormes ojos de su rubia debilidad, lo hechizaron, lo paralizaron por completo. Si ella hubiera querido bebérselo en ese momento, no habría habido nada que lo impidiera.
Pero no, solo quería su anillo de regreso y luego lo haría olvidar para regresarlo por donde había llegado.
Gil se burló y se apartó para dejarlos charlar, claro, si el tipo estaba en condiciones.
—Buenas noches, señor...
—Frederick... Wilson —reaccionó justo a tiempo para saludar y no hacer el tonto.
—Y bien, ¿lo tiene? —preguntó Brenda muy ansiosa.
—¿Tengo qué?
—¡Mi anillo, señor Wilson! ¿Podría entregármelo por favor?
—Sí, sí, sí, disculpe, es que yo me, me...—tartamudeaba mientras trataba de sacarse el anillo que no quería salir.
—¡Jean Philip, trae el cuchillo! —Bromeó Gil, pero Wilson, que sudaba a pesar del frío, no le cayó bien la broma.
—Disculpe, los medicamentos me han inflamado un poco, supongo que por eso no quiere salir.
Entre el cansancio, el dolor que empezaba a sentir, el nerviosismo y el ambiente enrarecido, una jaqueca fortísima empezó a aquejarle, lo que le provocó un mareo y posterior desvanecimiento. Wilson perdió el conocimiento en el recibidor de la casa Green.
—Pobre, de verdad debe sentirse mal —comentó Brenda, auténticamente preocupada—. Tal vez el vuelo lo afectó. Jean Philip, diles que lo lleven al cuarto que era de Peter para que se recupere.
—Lo que faltaba...—murmuró Edward.
El fiel mayordomo hizo lo que le ordenaron y de inmediato dos hombres levantaron a Wilson.
—¿Por qué no te lo comiste? —preguntó el joven.
—No tengo hambre.
—¿Y qué vas a hacer si no se puede sacar el anillo? ¿Le vas a arrancar la mano?
—Esperemos no tener que llegar a esos extremos.
—¡¿Entonces si lo pensaste?!
—Es mi anillo y lo quiero.
—Eres de lo peor.
—Deja de juzgarme, mocoso feo, que tú tampoco estás libre de culpa.
Gil, quien estaba a punto de subir a su cuarto, paró en seco cuando escuchó eso y volteó a verla.
—¿A qué te refieres?
—A cierto gordo al que ayudaste a bajar por las escaleras.
—¿Quién te dijo eso?
—Tú.
—No es cierto.
—Mientras dormías. La otra noche —continuó ante su desconcierto—, hablabas dormido; te veías tan angustiado que decidí entrar a tu mente para saber qué te atormentaba y ¡Shazam! Tus culpas aparecieron.
—Y decidiste echármelo en cara.
—No pensaba hacerlo, pero me tiene harta tu actitud. Yo soy lo que soy y no voy a disculparme por eso. Pero no soporto que siempre me estés tratando de hacer sentir culpable.
—Yo no trató, eres tú quien se siente así. Quiere decir que no estás tan convencida de lo que haces.
—¿Me lo dices a mí o te lo dices a ti? Porque Gil, yo no tengo pesadillas por ninguno de los tipos que he asesinado. De hecho, me gusta recordar sus muertes solo para divertirme.
—Yo no sé qué me pasó, yo no quise hacerlo pero... No tuve otra opción, era un maldito cerdo, un abusador.
—Hiciste lo correcto, corazoncito. Supongo que es parte de ser quien eres.
—¿Y quién soy? ¿Un asesino?
—Eres un Green. Pero no únicamente eso, estás aquí para hacer justicia por los que no pueden. Para castigar a los que creen que jamás serán castigados —se acercó a él y tomó su cara entre las manos—. Eso somos, para eso estamos aquí.
—Pero yo no quiero ser eso.
—Ya lo eres. Gil, hay gente que sobra en este mundo. Gente sin alma, que disfruta lastimando seres inocentes. Adultos, niños, ancianos, animales indefensos. He visto el mal por muchos años y me siento feliz al hacer lo que hago.
—Pero ¿eso no nos convierte en asesinos también?
—Y dale... Sí, querido. La diferencia es el lado en el que estás. No es lo mismo matar un perrito a patadas, que matar a patadas al que mató al perrito, ¿verdad?
........
A Edward le molestaba mucho tener que permanecer en el mismo lugar que Wilson. Era una condena muy difícil de soportar. Ahora podría estar al lado de su familia aunque no pudieran verlo, pero en lugar de eso, tenía que estar velando el sueño de ese pelmazo.
—¿Qué... qué pasó?
—Azotaste en el recibidor —respondió Edward a su duda.
—¿Dónde estoy?
—En mi casa, en la habitación que era de mi padre.
—¿Y por qué lo tenías durmiendo en un sitio tan pequeño, miserable?
—Era un hombre muy austero. Muchas veces le ofrecí cambiarlo a una de las habitaciones más grandes, pero se negó.
—Tengo que darle el anillo y sigue sin salir —continuó con su intento, forzando y dando vueltas a la joya.
—Qué conveniente. Pide a Jean Philip que te dé jabón.
—El chico se parece mucho a ti, espero que no sea igual de insoportable que tú —comentó Frederick.
—No lo sé. Al menos ya está con ella —dijo Edward.
—¿Y qué? ¿Qué con eso? ¿A mí qué me importa?
—No estoy hablando contigo, Wilson.
—¿Ah no? Perdón, loco.
—Me alegra saber eso, Lorraine —remarcó.
Lorraine rio. Confiaba en que un día Edward y Wilson superarían sus rencillas y se llevarían bien. Ambos eran buenas personas y sabía que por más celoso que fuera el primero, jamás lastimaría a alguien que considerara más débil que él. Después de unos minutos de charla en los que lo puso al tanto de las novedades con sus seres queridos, la guía desapareció y los dejó solos nuevamente.
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