Lázaro
La gente de la morgue estaba anonadada. Supusieron que se trataba de un robo y se dieron a la tarea de indagar por todos lados, pues de ser así, alguien habría visto algo. Eso hasta que alguien advirtió que la luz del baño estaba encendida y llamaron.
—Hola ¿Quién está ahí?
—¡Está ocupado!
—¿Ya se te olvidó el inglés? Acabas de responder en español, Edward.
—¿En serio? Vaya... Parece que sí lo olvidé.
—Tal vez lo recuerdes más tarde ¿Crees que deba salir?
—Tal vez.
—¡Pero estoy envuelto en una sábana!
Afuera no dejaban de tocar insistentemente. Se podían escuchar un par de manos extras golpeando la puerta.
—¡Dejen de hacer eso! ¡Todo está bien! —Respondió irritado por tal insistencia.
—¿Podría salir? —Preguntó alguien.
—¿Le urge?
—La verdad sí.
—Ya casi salgo.
Varios minutos después Edward abrió la puerta, mostrando su nueva faz envuelta en una sábana, al mundo.
—¡Dios, es él!
—No es posible...
—¿Se-se siente bien, señor?
—Perfectamente.
—¿Nos permite examinarlo?
—Supongo que no está de más.
—Venga con nosotros...
Edward caminó rodeado de tres médicos forenses muy curiosos y sorprendidos.
Lo llevaron a una oficina para examinarlo y auscultarlo, dejando caer la sábana que lo cubría. Entendía que ahora era algo así como un milagro, pero no dejaba de ser incómodo.
Su cabello un poco largo y la barba desarreglada lo hacían parecer uno de esos viciosos que abundaban en los barrios conflictivos de Mexicali. O de cualquier ciudad. Además, era muy delgado aunque sus brazos no tenían huellas de piquetes y se veía en general, bastante saludable para haber estado muerto.
—¿Cuál es su nombre? ¿Puede recordarlo?
—Ed...No, John, John McDonald.
—¿Qué edad tiene?
—Cuarenta y siete.
—¿Recuerda su domicilio?
—No.
—¿Sabe qué día es hoy?
—No.
Aunque sin darse cuenta empezó a comunicarse en inglés, su acento irlandés no lo había perdido.
—¿Tiene familia en Edimburgo, señor McDonald?
—No. Mi familia está en México y si ya terminaron, me gustaría tomar un avión para mi casa.
Solo en la sala de una casa, un anciano lloraba en silencio su reciente pérdida. Su único hijo, el único que le quedaba y quien vivía con él, había muerto un par de días antes de un infarto fulminante. John era su sostén y su apoyo y su compañía. Trabajaba como montacarguista en un almacén, pero el día anterior ni siquiera había terminado de bañarse para ir a trabajar.
Era todo tan absurdo. El viejo era él, el enfermo era él y su pobre John había muerto en su lugar. No le alcanzaban las lágrimas para llorar. Era un buen muchacho, muy trabajador, aunque con pésima suerte en el amor. Pasaba de los cuarenta y continuaba soltero. A veces como ahora, se sentía muy culpable, ya que se negaba a abandonarlo y las mujeres no aceptaban cargar con un anciano como él.
Pero la muerte no quería llegar y ahora se preguntaba qué sería de él.
La televisión estaba encendida y sumido en sus propios pensamientos, no le ponía atención hasta que vio a John envuelto en una sábana siendo acosado por las cámaras.
«Cómo un moderno Lázaro, John McDonald de Cuarenta y siete años despertó está mañana sobre una plancha de la morgue a punto de que se le practicará la necropsia» —relataba la mujer del noticiero vespertino.
El anciano Will entrecruzó los dedos y lloró de felicidad ante tal noticia, tomando sus cosas para correr al lugar.
Eufórico, salió gritando de su casa:
—¡Milagro, milagro! ¡Mi John ha vuelto! ¡Mi John ha vuelto!
Después de examinarlo por tercera ocasión, al fin alguien le proporcionó algo de ropa, misma que por su notable delgadez, le quedaba bastante floja.
—¿A qué hora me irán a dejar en paz?
—Eres un milagro.
—La gente hace esto muchas veces, es solo que no se sabe.
—Supongo que a ellos no les pasa muy seguido, entonces.
—Sí, debe ser eso. He regresado de la muerte tantas veces, que para mí ya es rutina.
—Con la diferencia de que ahora eres un usurpador de cuerpos.
—Recuérdame cortarme el pelo.
—No soy tu asistente, Edward, soy tu consejera espiritual.
—Literalmente —rió.
Afuera, los reporteros se agolpaban tratando de averiguar y no dejaban pasar a Will. No tuvo más remedio que gritar su nombre mientras intentaba abrirse camino.
—¡John! ¡John! ¡Hijo, aquí estoy! ¡Por favor, déjenme pasar!¡John!
—¿Conoce al Lázaro? —Preguntó un reportero al escucharlo desgañitarse.
—Su nombre es John.
—Cómo sea. Venga conmigo —lo sujeta del brazo y lo hala abriéndose paso entre la multitud —¡A un lado! ¡Dejen pasar al señor!
Cuando llegaron hasta la puerta de cristal abierta, flanqueada por dos policías, Will pudo ver a su hijo de cerca aunque seguía sin poder creerlo.
—Por favor, déjenos pasar, este señor es el padre de "Lázaro".
—¡John! ¡Hijo!
Pero Edward no reaccionaba, ya que no se asociaba aún con su nuevo nombre.
—Creo que te hablan "John" —informó Belél.
—¿Qué?
—Ese señor te habla, parece que te conoce.
—John...
Will se escabulló para lograr acercarse a su hijo y abrazarlo.
—¡Hijo, estás vivo! —exclamó emocionado y abrazó a quien creía, era su familiar.
Edward no supo cómo reaccionar y lo abrazó con timidez.
Confundido por su reacción tan fría, Will lo escudriña a con los ojos aún vidriosos por el llanto y de pronto se separó.
—Tú no eres John.
Había mucha gente para poder explicarle la situación, pero no pudo ni quiso mentirle y se agachó para decirle al oído.
—Lo siento, John está muerto, mi nombre es Edward. Edward Joseph Green, para ser exacto.
Tantas emociones en tan poco tiempo provocaron a Ella un malestar y se desvaneció frente a él. Edward lo revisó y constató que seguía con vida, pero debía ser atendido.
—¿Es o no tu padre? —Preguntó el curioso reportero del Edimburg Daily Evening
—Sí —respondió y lo miró a los ojos.
—El reportero sintió un escalofrío y un terror que jamás había experimentado. Había algo en el revivido que no era del todo normal.
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