Doctrina de odio
El primer instinto de Katherine fue huir, escapar lo antes posible y así lo hizo. Gil, asustado y avergonzado la siguió, alcanzándola poco más adelante y cubriendo su boca para que no gritara.
Cautiva, recordó lo que su tío solía repetir:
"¡Son monstruos, Katherine, son asesinos con los que tenemos el deber de terminar! ¡Sobre todo ellos, los malditos Green! ¡Esa estirpe sucia!¡Nauseabunda!"
—¡Shhh! Tranquila, Katita, no te haré daño, déjame explicarte...
Aprisionada, inmovilizada por el cuerpo de Gil contra un árbol, Katherine no tuvo otro remedio que escuchar su explicación.
—Yo nunca te haría daño, Te lo juro. Lo que pasó ahí... Katherine...yo...
Titubeó mucho antes de que el miedo en la mirada de ella la hiciera llorar.
—¡No no, no! No llores. De verdad, no te haré daño, tú eres buena e inocente, así que no debes sentirte nunca en peligro a mi lado. Ese hombre me asaltó, tenía un arma, me apunto con ella. Yo solo me defendí con lo que pude.
—¿Lo mataste? —Preguntó en cuanto quitó la mano con olor a sangre, de la boca.
—No lo sé. No era mi intención. Yo solo quería defenderme ¿Me crees?
Katherine miró a Gil con piedad. Estaba enamorada y por lo mismo, estaba confundida. Quería creerle, pero luego de media vida escuchando a su tío despotricar contra los Green sin descanso y en vista de las evidencias, no estaba segura de si era buena idea.
Después de todo, no era la primera vez que Charles Walters adoctrinada a los miembros de su familia en el odio hacia los "despreciables esclavos", como solía nombrarlos.
Boston, 1914
Un par de horas antes de que Edward se presentara a pedir la mano de Emily, Charles llegó a la casa de John Walters con quién había solicitado entrevistarse previamente, armado de un sin fin de documentos y supuestas pruebas de la dudosa reputación de Edward Green.
Sabía que al viejo John le importaba mucho el origen aristocrático y la situación económica de la gente, por lo que no fue difícil envenenarlo en contra de Edward, poniendo en evidencia su origen humilde como el hijo bastardo de un obrero irlandés.
Habría bastado con los documentos escritos y la múltiples acusaciones de desfalco a varios conocidos suyos —que dicho era de paso, jamás pudieron comprobar —, pero cuando Charles le mostró una fotografía del hombre en cuestión, se le heló la sangre al reconocerlo de inmediato. Cómo que tenía un retrato suyo arrumbado en el desván. Y por si acaso todo lo demás no hubiera bastado, la sola idea de volver a tener a ese engendro demoníaco enfrente suyo, lo hizo agradecer eternamente la ayuda de ese misterioso benefactor.
Cuando Charles se fue, John se quedó pensando. No podía ser el mismo sujeto, ya que al morir, la gente exhibió su cadáver para que todos pudieran constatar que la pesadilla en el pueblo había terminado y de Brenda, la madre de Ofelia, nadie supo nada después de eso; aunque todos asumieron qué, debido a esa trágica historia de amor fuera del matrimonio, aquella había tomado una triste determinación, cosa que ella dejó que creyeran al incendiar la casa donde se encontraba con Andrew, antes de huir con el pequeño August.
Al ver a Gil tan angustiado, el instinto femenino de la protección afloró en Katherine y pudo relajarse. Gil lo notó y la liberó de la opresión que ejercía con su cuerpo. Kate acarició su cara con ambas manos y lo miró compasiva.
—Necesitas ayuda, Gil. Lo que hiciste está mal.
—Lo sé. Pero pude evitarlo.
—Tenemos que irnos de aquí.
El móvil de Gil vibró en su bolsillo del pantalón y lo sacó para contestar.
—¿Dónde está , joven? —preguntó Jean Philip algo contrariado.
—Cerca de la calzada.
—¿Dónde exactamente?
—Te espero en la parada del camión que está enfrente del autoservicio.
—Voy para allá.
Katherine y él se dirigieron hacia allá y se sentaron en la banca. De su bolso, ella sacó toallas desmaquillantes con olor a pepino y procedió a limpiar su cara con delicadeza, sin decir nada. Él la miraba hacerlo, cómo si fuera la cosa más normal del mundo limpiar sangre de otro del rostro de alguien. Cuando terminó, lo atrajo hacia ella y para darle un abrazo.
—Todo va a estar bien, Gil. Yo voy a ayudarte.
Era hermosa, inteligente, tan parecida a...Emily. Pero no era ella.
El claxon del mercedes negro apartó al chico de sus pensamientos. Sin pensarlo mucho, tomó a Katherine de la mano y la dejó subir al auto primero.
—Vamos a llevarla primero, Jean Philip. Por favor.
—Por supuesto, joven.
La chica no se apartó de él. Lo abrazó todo el camino y lo dejó descansar la cabeza sobre sus piernas.
La mañana siguiente descubrieron el cadáver del asaltante, pero Gil no se inmutó a pesar de la mirada insistente del mayordomo al colocar el diario matutino frente a él durante el desayuno.
—Gilberto lo apartó y continuó desayunando.
Brenda tomó el diario y leyó la noticia.
Jean colocó un vaso con sangre fresca frente a su Madame, pero sin perder detalle de la reacción del muchacho, quien miró el contenido del recipiente de reojo.
—¿Ya se despertó Wilson?
—Sí, Madame.
—Llámelo, por favor.
—De inmediato.
—¿Ya viste? Mataron a alguien cerca de tu escuela.
—¿Crees que Wilson lo hizo?
—¿Quién más? Es un trabajo de principiante.
—¿Lo vas a regañar por eso?
—Solo voy a preguntarle. Ese maldito ruido... —renegó al escuchar el sonido de las muletas de Frederick.
—Buenos días, señora ¿En qué puedo servirle?
Brenda le mostró el diario.
—¿Fue usted?
—No señora.
—¿No?
—No señora.
—No puede ser ¿Entonces quién...?
—¡Fui yo!
Confesó Gil interrumpiendo, ante el asombro de los presentes. Excepto claro, de Jean Philip.
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