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Cruel

Brenda no podía apartar la idea de que Wilson le mentía descaradamente y el ente con el que hablaba era Edward.
Tenía días sintiéndolo y noches soñando con él. Pero eran sueños raros y angustiantes en los que él se limitaba a observarla en la distancia sin acercarse ni hablar y cuando ella intentaba aproximarse, él desaparecía.

¿Por qué? ¿Qué le impedía acercarse a ella? ¿Y si era él quien hablaba con Wilson? ¿Por qué no quería que supiera que era él?
O tal vez era el mismo Wilson quien no quería que lo supiera. De sobra sabía que le gustaba, era muy obvio el pobre. Si supiera qué fue ella quien lo dejó cojo.

De pronto tuvo una idea un poco cruel. Aceptaría, al menos por un tiempo, los galanteos del tío de Katita, y de paso, averiguaría que pretendía, pues ninguna confianza le inspiraba ese sujeto. Si el fantasma que acompañaba a Wilson era el de Edward, seguramente se volvería loco de celos. Si lo mentiroso y lo manipulador no se le había quitado con la muerte, lo celoso tampoco y entonces se manifestaría.

Pero ¿Y si sí era? ¿Que haría? ¿Qué procedía? ¿En verdad tenía tantas ganas de que su difunto marido rondará por ahí? ¿Y por qué Wilson? ¿Por qué no ella o Gil? Empezaba a dolerle la cabeza con tanta preguntadera.

—Madame, le llama el señor Walters —le avisó Jean Philip— ¿Le digo que no está?

—No, pásamelo.

—¿Segura?

—Sí, sí, dámelo.

—Buen día, señora ¿Cómo ha estado?

—Muy bien, señor Walters —respondió con una voz tan dulce que se dio asco a sí misma.

—Espero que no sea un atrevimiento, pero me haría muy feliz que aceptara mi invitación para salir juntos un momento.

—Por supuesto, justo ahora estaba pensando en usted, Charles.

Al escuchar eso, Walters sonrió emocionado, pues no podía creer lo que acababa de escuchar.

—¿Cu-cuando podría pasar por usted?

—Ahora mismo, me hará bien distraerme un poco en su compañía.

—Voy para allá entonces —aseguró y en cuanto colgó, corrió literalmente a su auto.

—¿Va a salir, madame?

—Así es, Jean Philip.

—¿Con el señor Walters?

—Así es, Jean Philip —repitió irritada.

—La acompañaré.

—No, voy sola. Cuida a Gil.

—¡Pero qué diablos! —mascullaron al mismo tiempo Edward y Frederick con asombró y molestia.

—¿Va a salir, señora?

—Sí, señor Wilson.

Brenda caminó algunos pasos con Frederick detrás y al escuchar el enloquecedor sonido de sus muletas de aluminio contra el piso del recibidor, paró en seco y dio media vuelta.

—No, señor Wilson, hoy no necesitaré de sus servicios tampoco.

—¿No cree que podría ser peligroso salir con un desconocido?

Ay, Wilson...

No se preocupe, Frederick, todo va a estar bien. Quédese y descanse. Tú también Jean Philip, regresaré...cuando regrese.

—¿A dónde vas sin mi permiso? —Preguntó Gil y a ella le hizo mucha gracia, pero él lo decía muy en serio.

—Voy a salir.

—¿A dónde? ¿Con quién?

—Con el tío de tu amiga.

—¡¿Estás loca?!

El timbre sonó y Jean Philip abrió las puertas.

—Buenas noches.

—Buenas noches, Charles.

Un retortijón le sobrevino al mencionado cuando vio el retrato de Edward colgado de la pared y acordó consigo mismo que eso sería lo primero que saldría de esa casa cuando se casará con Sharon.

—¿Nos vamos?

—Nos vamos más tarde —se despidió ella.

Molestos, cada uno se fue en su propia dirección sin dirigirse la palabra.

—¡¿Qué le pasa a tu viuda?!

—No lo sé, Fred.

—¡Creí que detestaba a ese wey!

—Creo que intenta averiguar algo. Tú no la conoces, es más larga que la cuaresma.

—¡Deberíamos seguirla!

—¡Cállate, loco! —Gritó Gil desde afuera al escucharlo hablar "solo".

—Ya se fueron, Wilson y yo soy fantasma, no adivino. No pasará nada. Si la molesta lo suficiente, será primera y última cita.

—¿Y la tal Lorraine? Esa si es bruja ¿No?

—¿Quieres que la mandé a espiarla? Creo que tiene mejores cosas que hacer.

—Pues entonces voy yo. Ya que a ti no te importa.

—No seas idiota, Wilson, ya te dije que no va a iniciar un romance. Relájate y duérmete.

—¡Wilson! —Lo llamó Gil y golpeó la puerta con los nudillos —¡Wilson, necesito salir!

—Ve.

—Que lo lleve Jean Philip.

—¡Wilson, deja de hablar solo y sal!

Furioso, Frederick abre la puerta y por una rendija le responde.

—Ahora no puedo.

—¿Qué estás haciendo, cochino?

—En serio, no puedo.

—¿No quieres saber a dónde fue mi güera con el estirado? Ándale, deja de hablar solo y vamos.

—No hablo solo...y tú lo sabes.

—¿Vienes o no, maldito lisiado?

—¡Gilberto! —Lo reprendió Edward sin poder evitarlo, aunque sabía que no lo escuchaba.

—Déjalo, ni siquiera puede oírte —repuso Frederick.

—Es de cariño, pá.

—¿Puedes verme, Gil?

—Puedo escucharte, aunque no siempre ¿Vienes o no, Wilson! No te volveré a preguntar.

—Vamos.

—Toma no quiero que te descompenses a medio camino —le entregó una botella con sangre.

—¿De quien es?

—¿Y yo qué voy a saber?

—Podrías estarme dando sangre muerta.

—¿Y como por qué haría yo eso?

—Porque me odias.

—Éste wey...

—No puedes negarlo.

—Y no lo niego. Pero si no la quieres, no te la tragues, pero si me muerdes, te aviso que yo si traigo sangre muerta adentro.

—¿Desde cuándo?

—Desde que ese fulano apareció.

—¿El inglés? —Preguntó Wilson.

—Sí. Yo no creía eso de las malas vibras, pero desde que llegó, no he podido dormir en paz.

—¿Por qué me cuentas eso a mí?

—No sé. Creo que me quiere matar.

—Pues tendrá que ponerse en la fila detrás de mí.

—Tienes la preferencia, cojito. Si alguien ha de matarme, prefiero que seas tú.

—¡Dejen de decir estupideces, nadie va a matar a nadie en esta casa! Ahora que sé que puedes escucharme, Gil, necesito hablar contigo.

—Y yo contigo, pero ahorita no, joven. Yo manejo.

—¿Entonces para que he venido?

—Para cuidar el carro y ladrar fuerte cuando se acerque un extraño.

—Ay, Gilberto...

—Ni aguantan nada.

Sentados frente a frente en en un restaurante caro, Charles no podía dejar de contemplar a Brenda con cara de idiota enamorado.

—¿Le agrada este lugar?

—Es bonito, pero ya he venido y sirven muy poquito de comer. Yo como mucho y no me gusta quedarme con hambre.

—Puede pedir cuánto desee, no hay problema por mí.

—Oh, claro que lo haré. Yo pagaré mi parte, por cierto.

—No, no puedo permitirlo.

—Pues como quiera. Pero luego no se queje.

—Le aseguro que para mí no es ningún esfuerzo querida... Sharon.

Al principio ella creyó que se había equivocado, pero la forma en la que la miró, le hizo pensar que no se había tratado de un error.

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