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9. Cambio de planes

El cuerpo de Brenda se fracturó en varias partes. Al caer, peso de Gil cayó encima de ella, sin sufrir él nada más que raspones y algunos golpes contusos.

Confundido, se levantó con dificultad deteniéndose con las manos, luego con los pies, quedando en una posición que asemejaba un cervatillo recién nacido.

No la reconoció, su cara había quedado hundida al fracturarse el cráneo. Gil se consternó. Acababa de matar a una persona por un acto de cobardía.

No sabía que hacer, miraba para todos lados en busca de ayuda, pero no había nadie cerca. Atisbando, seguía mirando el horizonte, hasta que un ruido espantoso lo hizo volver la vista al supuesto cadáver.

Cómo si alguien invisible estuviera inflando ese despojo, empezó a tomar forma humana de nuevo.

—¡Ay chingado! ¡¿Qué es eso?!

Dio unos pasos hacia atrás y luego salió huyendo en dirección opuesta, pero un obstáculo se lo impidió. Un obstáculo afroamericano de casi dos metros y muy sonriente.

—Tranquilo monsieur Edward, todo está bien —le tranquilizó Philip, sacudiendo la tierra de su ropa.

—¿Quién eres tú? ¿De dónde saliste?

—Mi nombre es Jean Philip, nací en New Orleans y estoy a sus órdenes a partir de este momento. Pero no importa quien soy yo, sino... quien es ella.

Una Brenda muy enojada estaba de pie frente a él.

—Dime que se te cayó una moneda y la quisiste recoger, o te daré verdaderos motivos para querer morir, Gilberto.

Gil no podía pronunciar palabra alguna, estaba pasmado. Se veía exactamente igual que aquella vez afuera de su casa.

—Emily...—murmuró Gil, asombrado.

—Brenda —corrigió ella.

—Así que por fin volviste.

—No, en realidad soy un holograma.

—No te hubieras molestado.

—Le hice una promesa a tu padre y he venido a cumplirla.

—¿Ah, te refieres al señor ese que nos abandonó a mi madre y a mí, por fugarse contigo?

—Me refiero al señor ese que prefirió vivir su horrible agonía en soledad, para no verlos sufrir. No fueron vacaciones, Gil. Fueron semanas viéndolo padecer el peor dolor que alguien pueda sufrir, sin poder hacer nada, porque verás, los vampiros no van a los hospitales a menos que necesiten comer. Ahora, andando.

—¿Qué?

—¡Que te muevas niño! No soy muy buena saltando distancias tan grandes.

—Tengo que ir a mi casa o la saquearán los viciosos.

—Entonces vamos.

—Quédese aquí, madame, traeré el auto.

—Ay si, mejor. Gracias Philip.

Un silencio incómodo se hizo presente. Gil no sabía qué hacer. Esa mujer era hermosa, pero imponía, inspiraba miedo, como si en cualquier momento fuera a arrepentirse de su supuesta promesa para atacarlo.

Ella también estaba incómoda. Lo miraba de reojo y pensaba:

O sea, si está guapo y todo, pero nunca tanto como su padre. Debe ser por los genes de esa mujer. Y luego es medio sangroncito... igual que la tal Cordelia, su misma cara de fuchi.

Gil volteó hacia otro lado y las luces provenientes del tráfico, iluminaron su perfil y sus ojos avellana.

—¡Ay no, está precioso! ¡Es su vivo retrato!

Sus cavilaciones se suspendieron ante la llegada del Mercedes negro conducido por Philip, quien bajó y abrió la puerta para que ambos abordaran el vehículo.


Los ojos turquesas de Edward se abrieron. Estaba en el mismo lugar de siempre, el mismo kiosco, la misma banca de piedra, la misma cerca de vegetación, la misma maldita bruma espesa que limitaba su campo visual. Incluso, llevaba puesto el traje con el que se casó. Con lo que odiaba el blanco.

Desesperado, aburrido hasta la locura, caminaba y caminaba, pero no podía salir de ahí. Sabía que detrás de esos arbustos perfectamente podados se encontraba la casa de los Lockwood, donde fue el baile, pero era como si ahora no existiera nada además de esa cárcel verde.

¿Acaso eso era todo lo que le esperaba hasta el fin de los tiempos? Esperaba que no, pues no soportaba un segundo más ahí.

—Edward...—lo nombró una voz femenina que no reconoció y volteó a ver de quién se trataba.

Era una mujer pelirroja ataviada en una gran bata verde con capucha.

—Edward —repitió— ven.

—¿A dónde?

—Aquí, conmigo. Necesito que te acerques, yo no puedo traspasar este portal.

—¿Quién eres tú y por qué debo obedecerte?

—Mi nombre es Lorraine y he venido a ayudarte.

—¿Y cómo me piensas ayudar? ¿Vas a sacarme de este agujero insoportable?

—Creí que te gustaría estar aquí.

—Pues no —respondió frío.

—Entonces, con más razón debe venir conmigo.

—¿Me sacarás entonces?

Preguntó con un tono más esperanzado y se acercó a la mujer. Cuando lo hizo, cruzó a un lugar que desconocía, pero que no era el jardín y ya con eso era suficiente por el momento.

Vio a su alrededor. Se trataba del cuarto de un hospital donde dormía un hombre.

—El trato es este, Edward. Tú lo cuidas a él y lo ayudas a encontrar a la persona que tiene que encontrar y podrás descansar después.

—¿Solo eso?

—Solo eso.

—Si, como no, y yo nací ayer...

—Míralo, necesita ayuda. Es un buen hombre, es un héroe ¿Sabes por qué está así? Por salvar unos niños en un tiroteo, y por salvar a una parte de su familia, poniéndose como carnada. Por eso necesito que lo ayudes a encontrar a su familia y cumplir con su destino.

—Vaya, toda una joya el fulano.

—Edward...

—No te conozco, no sé si deba confiar en ti.

—Pero tu madre sí. Diane era parte de mi aquelarre, pero tuve que echarla por rebelde. Siempre hacía lo que le daba la gana.

Edward rio, cosa que rara vez hacía, pero le causó mucha gracia lo que dijo. Por supuesto que su madre siempre hacía lo que le daba la gana.

—Pero en nombre de nuestra amistad —continuó—, me suplicó que te ayudará.

—¿Diane te suplicó? Imposible, ella es como Damon, nunca baja la cabeza ante nadie.

—Ante nadie más, pero te sorprendería saber de lo que es capaz por ti. Es tu madre, Edward ¿Entonces, qué decides? ¿Seguir en ese romántico agujero quien sabe cuántos siglos más, o ser el guía de Frederick?

—¿"Frederick"? ¿Así se llama ese mono?

—Sí.

—Tu oferta me parece tentadora, pero apuesto a que hay una trampa.

—Ninguna trampa. Tienes mi palabra.

Edward se acercó a la cama y observó al paciente. Brillaba en su mano algo que reconoció de inmediato, pues no había en el mundo, otra joya igual a ese anillo. Intentó quitárselo, pero no podía tocarlo, era solo un fantasma en ese mundo.

Cuando miró al lugar donde Lorraine estaba parada, solo había una pared y ella ya no estaba.

Lorraine... Lorraine... ¡Lorraine!

El eco de ese grito espectral, despertó a Wilson, quien lo primero que hizo, fue verificar si el anillo seguía en su mano y casi no se da cuenta de que, al lado de la ventana, había alguien que miraba hacia afuera. Y no hubiera tenido nada de raro, pues compartía la habitación con otra gente. El problema es que ese hombre alto, vestido como si viniera llegando de una boda, lo notaba un tanto... traslúcido.

Pero lo peor no fue eso, lo peor fue cuando el tipo volteó a verlo y dijo:

—Que bueno que despertaste. Así me explicas de dónde sacaste ese anillo.

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